Index   Back Top Print

[ AR  - DE  - EN  - ES  - FR  - HR  - IT  - PL  - PT ]

PAPA FRANCISCO

REGINA CAELI

Biblioteca del Palacio Apostólico
Domingo, 10 de mayo de 2020

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy (cfr Juan 14, 1-12) escuchamos el inicio del llamado “Discurso de despedida” de Jesús. Se trata de las palabras que Jesús dirige a sus discípulos al terminar la Última Cena, poco antes de enfrentarse a su Pasión. En un momento tan dramático, Jesús comenzó diciendo: «No se turbe vuestro corazón» (v. 1). También nos lo dice a nosotros, en los dramas de nuestras vidas. Pero, ¿qué debemos hacer para que no se turbe nuestro corazón? Porque el corazón se turba.

El Señor indica dos remedios para el turbamiento. El primero es: «Creed en mí» (v. 1). Puede parecer un consejo un poco teórico, abstracto. Sin embargo, Jesús quiere decirnos algo bastante preciso. Él sabe que, en la vida, la peor ansiedad, el turbamiento, viene de la sensación de no tener fuerzas, del sentirse solos y sin un punto de referencia ante lo que nos sucede. Esta angustia, en la que a la dificultad se le añade mayor dificultad, no la podemos superar solos. Necesitamos la ayuda de Jesús, y por esto Jesús nos pide que tengamos fe en Él; es decir, que no nos apoyemos en nosotros mismos sino en Él. Porque  la liberación del turbamiento pasa por la confianza. Encomendarse a Jesús, dar el “salto”. Y esta es la liberación de la angustia. Y Jesús ha resucitado y está vivo precisamente para estar siempre a nuestro lado. Ahora podemos decirle: “Jesús, creo que has resucitado y que me acompañas. Creo que me escuchas. Te traigo todo lo que me turba, mis problemas: tengo fe en Ti y me encomiendo a Ti”.

Además, hay un segundo remedio para la angustia que Jesús expresa del siguiente modo: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; […] voy a prepararos un lugar» (v. 2). Esto es lo que hace Jesús por nosotros: nos ha reservado un lugar en el Cielo. Tomó nuestra humanidad sobre sí mismo para llevarla más allá de la muerte, a un nuevo lugar, al Cielo, para que allí donde está Él, estuviéramos también nosotros. Es la certeza que nos consuela: hay un lugar reservado para cada uno. Hay un lugar para mí también. Cada uno de nosotros puede decir: hay un lugar para mí. No vivimos sin meta ni destino. Se nos espera, somos preciosos. Dios está enamorado de nosotros, somos sus hijos. Y para nosotros ha preparado el lugar más digno y hermoso: el paraíso. No lo olvidemos: la morada que nos espera es el Paraíso. Aquí estamos de paso. Estamos hechos para el Cielo, para la vida eterna, para vivir para siempre. Para siempre: es algo que ni siquiera podemos imaginar ahora. Pero aún más bello es pensar que este para siempre será totalmente en el gozo, en la comunión plena con Dios y con los otros, sin más lágrimas, sin más rencores, sin divisiones ni angustias.

Pero, ¿cómo podemos llegar al Paraíso? ¿Cuál es el camino a seguir? Esta es la frase decisiva de Jesús. Lo dice hoy: «Yo soy el camino» (v. 6). Jesús es el camino para subir al cielo: tener una relación abierta con Él, imitarlo en el amor, seguir sus pasos. Y yo, cristiano, tú, cristiano, cada uno de nosotros, cristianos, podemos preguntarnos: “¿Qué camino sigo?”. Hay caminos que no llevan al Cielo: los caminos de la mundanidad, los caminos para autoafirmarse, los caminos del poder egoísta. Y está el camino de Jesús, el camino del amor humilde, de la oración, de la mansedumbre, de la confianza, del servicio a los demás. No es el camino de mi protagonismo, es el camino de Jesús como protagonista de mi vida. Es ir adelante cada día preguntándole: “Jesús, qué piensas de esta decisión que he tomado? ¿Qué harías en esta situación, con estas personas?”. Nos hará bien preguntar a Jesús, que es el camino, las indicaciones para el Cielo. Que la Virgen, Reina del Cielo, nos ayude a seguir a Jesús, que ha abierto para nosotros el Paraíso.


 

Después del Regina Coeli

¡Queridos hermanos y hermanas!

Hoy acompaño con mi pensamiento a Europa y África. A Europa, con motivo del 70º aniversario de la Declaración Schuman, del 9 de mayo de 1950, que inspiró el proceso de integración europea, permitiendo la reconciliación de los pueblos del continente, después de la Segunda Guerra Mundial, y el largo período de estabilidad y paz del que nos beneficiamos hoy en día. Que el espíritu de la Declaración Schuman no deje de inspirar a los responsables de la Unión Europea que deben hacer frente con un espíritu de armonía y cooperación las consecuencias sociales y económicas de la pandemia .

Y dirijo mi mirada también a África porque el 10 de mayo de 1980, hace cuarenta años, san Juan Pablo II, durante su primera visita pastoral a ese continente, dio voz al clamor de la población del Sahel, duramente azotada por la sequía. Hoy felicito a los jóvenes que se han comprometido con la iniciativa “Laudato Si' Árboles”. El objetivo es plantar al menos un millón de árboles en la región del Sahel que formarán parte de la “Gran Muralla Verde de África”. Espero que muchos sigan el ejemplo de solidaridad de estos jóvenes.

Y hoy, en muchos países, se celebra el Día de la Madre. Quiero recordar a todas las madres con gratitud y afecto, encomendándolas a la protección de María, nuestra Madre celestial. Mis pensamientos también van a las madres que han pasado a la otra vida y nos acompañan desde el Cielo. Tengamos un momento de silencio para recordar cada uno a su madre. [silencio]

Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Buen almuerzo y hasta pronto.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana