CAPILLA PAPAL EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE EL AÑO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Viernes 4 de noviembre de 2016
«El Señor es compasivo y misericordioso» (Sal 102,8)
El mes de noviembre, que la piedad cristiana dedica al recuerdo de los fieles difuntos, suscita cada año en la comunidad eclesial el pensamiento de la vida después de la muerte y, sobre todo, del encuentro definitivo con el Señor. Él juzgará nuestro peregrinar terreno; será un juez cuyas características son la compasión y la misericordia, como nos lo ha recordado el salmista. Conscientes de esto, nos hemos reunido en torno al altar del Señor en oración de sufragio por los Cardenales y los Obispos que terminaron su jornada terrena en el transcurso de los últimos doce meses. Y, mientras los confiamos una vez más a la bondad misericordiosa del Padre, renovamos nuestro reconocimiento por el testimonio cristiano y sacerdotal que nos han dejado.
Estos hermanos nuestros han alcanzado la meta, después de haber servido a la Iglesia y amado al Señor Jesús, con aquella certeza del amor que el apóstol Pablo nos recuerda en la segunda lectura: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35). Es la fe en el amor de Cristo del que nada nos podrá separar: ni la tribulación ni la angustia, ni la persecución, ni el peligro, ni la muerte, ni la vida... Ellos tuvieron bien claras las palabras del libro de la Sabiduría: «Los que son fieles a su amor permanecerán a su lado» (3,9). Y sabían bien que nuestro peregrinar terreno termina en la casa del Padre celeste y que sólo ahí está la meta, el reposo y la paz. A esa casa nos conduce el Señor Jesús, nuestro camino, verdad y vida.
El camino hacia la casa del Padre comienza, para cada uno de nosotros, el día mismo en el que abrimos nuestros ojos a la luz y, mediante el Bautismo, a la gracia. Una etapa importante en este camino, para nosotros sacerdotes y obispos, es el momento en el cual respondemos “Presente”, durante el rito de la Ordenación sacerdotal. Desde ese momento estamos especialmente unidos a Cristo, asociados a su sacerdocio ministerial. En la hora de la muerte, pronunciaremos el último «Presente», unido al de Jesús, que murió entregando su espíritu en las manos del Padre (cf. Lc 23,46). Los Cardenales y los Obispos que hoy recordamos en la oración se dedicaron a testimoniar y a dar a los demás el amor de Jesús durante toda su vida, especialmente después de haberla consagrado a Dios. Y, con la palabra y el ejemplo, exhortaron a los fieles a hacer lo mismo.
Fueron pastores del rebaño de Cristo y, a imitación suya, se gastaron, se entregaron y se sacrificaron muchas veces por la salvación del pueblo a ellos encomendado. Lo santificaron mediante los sacramentos y lo guiaron por el camino de la salvación; llenos de la fuerza del Espíritu Santo anunciaron el Evangelio; con amor paternal se esforzaron por amar a todos, especialmente a los pobres, a los indefensos, a los necesitados. Por eso, al final de su existencia, pensamos que al Señor «los aceptó como sacrificio de holocausto» (Sb 3,6). Ahora estamos aquí para rezar por ellos, para ofrecer el divino Sacrificio en sufragio por sus almas y para pedir al Señor que los haga resplandecer para siempre en su reino de luz (cf. Sb 3,7).
Con su ministerio, grabaron en los corazones de los fieles la consoladora verdad de que «la gracia y misericordia son para sus devotos» (Sb 3,9) En el nombre del Dios de la misericordia y del Perdón, sus manos han bendecido y absuelto, sus palabras han confortado y enjugado lágrimas, su presencia ha testimoniado con elocuencia que la bondad de Dios es inagotable y que su misericordia es infinita. Algunos de ellos fueron llamados a dar testimonio del Evangelio de manera heroica, soportando grandes tribulaciones. En esta Santa Misa, memorial de la muerte y resurrección de Cristo, alabamos a Dios por todo el bien que el Señor ha hecho por nosotros y por su Iglesia a través de estos nuestros hermanos y padres en la fe.
A la luz del Misterio Pascual de Cristo, su muerte es, en realidad, el ingreso a la plenitud de la vida. A la luz de la fe, nos sentimos todavía más cercanos a nuestros hermanos difuntos: la muerte nos ha separado aparentemente, pero el poder de Cristo y de su Espíritu nos une de modo todavía más profundo. Seguiremos sintiéndolos a nuestro lado en la comunión de los santos. Alimentados por el Pan de la vida, también nosotros, junto con cuantos nos han precedido, esperamos con firme esperanza el día del encuentro cara a cara con el rostro luminoso y misericordioso del Padre. Sobre ellos, como sobre nosotros, vela nuestra Madre María. Que ella nos conceda el don de jamás «separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,39).
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