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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO
«¿DIOS YA NO VIVE AQUÍ? CESIÓN DE LUGARES DE CULTO
Y GESTIÓN INTEGRADA DE LOS BIENES CULTURALES ECLESIÁSTICOS»
[PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA, 29-30 DE NOVIEMBRE DE 2018]

 

Al venerable hermano
Cardenal Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo Pontificio para la Cultura.

Saludo cordialmente a los participantes en el congreso, convocado por el Consejo Pontificio para la Cultura, en colaboración con la Conferencia Episcopal Italiana y la Pontificia Universidad Gregoriana, sobre la cesión de las iglesias y su reutilización eclesial y sobre la gestión de los bienes culturales integrada en la pastoral ordinaria, y expreso mi gratitud a los ilustres oradores y organizadores de la iniciativa.

San Pablo VI, pastor muy sensible a los valores de la cultura, dirigiéndose a los participantes en una conferencia de archivistas eclesiásticos, dijo que cuidar de los documentos es equivalente a dar culto a Cristo, a tener sentido de la Iglesia, narrando a nosotros mismos y a quiénes vendrán después la historia del «transitus Domini» en el mundo (véase Discurso a los archivistas eclesiásticos, 26 de septiembre de 1963: Enseñanzas, I [1963], 615). Esta acertada frase puede extenderse, naturalmente, a todos los bienes culturales de la Iglesia.

También San Juan Pablo II, particularmente atento a la relevancia pastoral del arte y de los bienes culturales , dijo: «Al formular sus proyectos pastorales, las Iglesias particulares han de utilizar adecuadamente los propios bienes culturales. En efecto, éstos tienen una singular capacidad para ayudar a las personas a percibir más claramente los valores del espíritu y, testimoniando de diferentes modos la presencia de Dios en la historia de los hombres y en la vida de la Iglesia, disponen los corazones a acoger la novedad evangélica. » (Discurso en la Asamblea Plenaria de la Comisión Pontificia de los bienes culturales de la Iglesia, 31 de marzo de 2000: Enseñanzas XXIII [2000], 505).

Yo mismo he intentado dar una expresión social más marcada a la estética teológica, afirmando, por ejemplo, en la encíclica Laudato si’, que «prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista» (n. 215); así como recordando, en un discurso ante las Academias Pontificias, la importancia del trabajo de los arquitectos y de los artistas en la recalificación y renacimiento de las periferias urbanas y, en general, en la creación de contextos urbanos que salvaguarden la dignidad del hombre (cf. Mensaje a los participantes en la XXI Sesión Pública de las Academias Pontificias, 6 de diciembre de 2016).

Por lo tanto, siguiendo el pensamiento del Magisterio eclesial, casi podemos elaborar un discurso teológico sobre los bienes culturales, considerando que ocupan un lugar en la liturgia sagrada, en la evangelización y en el ejercicio de la caridad. De hecho, forman parte, en primer lugar de esas «cosas» (res) que son (o han sido) instrumentos del culto, «signos santos» según la expresión del teólogo Romano Guardini (Lo spirito della liturgia. I santi segni, Brescia 1930, 113-204), «res ad sacrum cultum pertinentes», de acuerdo con la definición de la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium (n. 122). El sentido común de los fieles percibe en los entornos y los objetos destinados al culto la permanencia de una suerte de huella que no desaparece incluso después de que hayan perdido ese destino.

Además, los bienes culturales eclesiásticos son testigos de la fe de la comunidad que los ha producido a lo largo de los siglos y, por este motivo, son a su manera instrumentos de evangelización que se añaden a los instrumentos ordinarios del anuncio, de la predicación y de la catequesis. Pero esta elocuencia original suya puede conservarse incluso cuando ya no se usan en la vida ordinaria del pueblo de Dios, en particular a través de una adecuada exposición museística, que no los considere solo documentos de la historia del arte, sino que les devuelva casi una nueva vida para que puedan continuar desempeñando una misión eclesial.

Por último, los bienes culturales se destinan a las actividades caritativas de la comunidad eclesial. Se ve claramente, por ejemplo, en la Passio del mártir romano Lorenzo, donde se narra que «habiendo recibido la orden de entregar los tesoros de la Iglesia, mostró al tirano, bromeando, los pobres, que habían alimentado y vestido con los bienes dados en limosnas» (Martyrologium Romanum, editio altera, Typis Vaticanis 2004, 444). Y la iconografía sagrada a menudo ha interpretado esta tradición mostrando a san Lorenzo en el acto de vender los preciosos objetos de culto y de distribuir las ganancias conseguidas a los pobres. Esto constituye una enseñanza eclesial constante que, si bien inculca el deber de protección y conservación de los bienes de la Iglesia, y en particular de los bienes culturales, declara que no tienen un valor absoluto, sino que en caso de necesidad deben servir al mayor bien del ser humano y especialmente al servicio de los pobres.

Vuestro congreso se celebra, pues, oportunamente en estos días. La constatación de que muchas iglesias, necesarias hasta hace algunos años, ahora ya no lo son, debido a la falta de fieles y del clero, o a una distribución diferente de la población en las ciudades y en las áreas rurales, debe ser vista en la Iglesia no con ansiedad, sino como un signo de los tiempos que nos invita a la reflexión y nos obliga a adaptarnos. Es lo que de alguna manera afirma la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium cuando, sosteniendo la superioridad del tiempo sobre el espacio, declara que «el tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno» (n. 223).

Esta reflexión, iniciada desde hace tiempo a nivel técnico en el ámbito académico y profesional, ya ha sido abordada por algunos episcopados. La contribución de este congreso es ciertamente la de hacer que las personas perciban la amplitud de la problemática, pero también la de compartir experiencias virtuosas, gracias a la presencia de los delegados de las Conferencias Episcopales de Europa y de algunos países de América del Norte y Oceanía.

El congreso ciertamente dará sugerencias e indicará líneas de acción, pero las decisiones concretas y últimas tocan a los obispos. A ellos les recomiendo encarecidamente que cada decisión sea el resultado de una reflexión coral llevada a cabo dentro de la comunidad cristiana y en diálogo con la comunidad civil. La cesión no debe ser la primera y la única solución en la que pensar, ni jamás debe llevarse a cabo con escándalo de fieles. En el caso de que fuera necesario, debería incluirse a tiempo en la programación pastoral ordinaria, ir precedida de una información adecuada y ser lo más posible compartida.

En el Primer Libro de los Macabeos leemos que, una vez liberada Jerusalén y restaurado el templo profanado por los paganos, los libertadores, que tenían que decidir el destino de las piedras del antiguo altar derribado, prefirieron depositarlas en un lugar «hasta que surgiera un profeta que diera respuesta sobre ellas» (4, 46). También la construcción de una iglesia o su nuevo destino no son operaciones que pueden tratarse solamente desde un punto de vista técnico o económico, sino que deben evaluarse según el espíritu de profecía: a través de ellas, en efecto, pasa el testimonio de la fe de la Iglesia, que recibe y valoriza la presencia de su Señor en la historia.

Mientras deseo los mejores resultados del congreso, le imparto de todo corazón, a Usted querido hermano, a los colaboradores, a los oradores y todos los participantes la bendición apostólica.

Desde el Vaticano, 29 de noviembre de 2018.

Francisco

 



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