DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PONTIFICIO COLEGIO PÍO LATINOAMERICANO
Sala Clementina
Jueves, 15 de noviembre de 2018
Me alegra poder encontrarme con ustedes y sumarme a la acción de gracias por los 160 años de vida del Pontificio Colegio Pío Latinoamericano. Gracias al rector, P. Gilberto Freire, S.J., por sus palabras en nombre de toda la comunidad sacerdotal y de los colaboradores laicos que hacen posible, con su trabajo cotidiano, la vida de hogar.
La particularidad quizá más notoria de vuestro Colegio es su ser latinoamericano. Es de los pocos Colegios romanos que su identidad no se refiere a una Nación o carisma, sino que busca ser el lugar de encuentro, en Roma, de nuestra tierra latinoamericana —la Patria Grande como gustaban soñar nuestros próceres—. Y así fue soñado el Colegio y así es querido por sus obispos que priorizan esta casa brindándoles a ustedes, jóvenes sacerdotes, la oportunidad de gestar una mirada, una reflexión y una experiencia de comunión expresamente “latinoamericanizada”.
Uno de los fenómenos que actualmente golpea con fuerza al continente es la fragmentación cultural, la polarización del entramado social y la pérdida de raíces. Esto se agudiza cuando se fomentan discursos que dividen y propagan distintos tipos de enfrentamientos y odios hacia quienes “no son de los nuestros”, inclusive importando modelos culturales que poco o nada tienen que ver con nuestra historia e identidad y que, lejos de mestizarse en nuevas síntesis como en el pasado, terminan desarraigando a nuestras culturas de sus más ricas y autóctonas tradiciones. ¡Nuevas generaciones desarraigadas y fragmentadas! La Iglesia no es ajena a la situación y está expuesta a esta tentación; sometida al mismo ambiente corre el riesgo de desorientarse al quedar presa de una u otra polarización o desarraigada si se olvida su vocación a ser tierra de encuentro[1]. También en la Iglesia se sufre la invasión de las colonizaciones ideológicas.
De ahí la importancia de este tiempo en Roma y especialmente en el Colegio: poder crear lazos y alianzas de amistad y fraternidad. Y esto no por una declaración de principios o gestos de buena voluntad sino porque durante estos años puedan aprender a conocer mejor y hacer suyas las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de sus hermanos; puedan ponerles nombre y rostro a situaciones concretas que viven y enfrentan nuestros pueblos y sentir como propios los problemas del vecino.
El “Pío” puede ayudar mucho a crear una comunidad sacerdotal abierta y creativa, alegre y esperanzadora, si sabe ayudarse y socorrerse, si es capaz de enraizarse en la vida de los otros, hermanos hijos de una historia y patrimonio común, parte de un mismo presbiterio y pueblo latinoamericano. Una comunidad sacerdotal que descubre que la mayor fortaleza con la que cuenta para construir la historia nace de la solidaridad concreta entre ustedes hoy, y seguirá mañana entre vuestras Iglesias y pueblos para ser capaces de trascender lo meramente “parroquial” y liderar comunidades que sepan abrirse a otros para entretejer y curar la esperanza (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228).
Nuestro continente, marcado por viejas y nuevas heridas necesita artesanos de relación y de comunión, abiertos y confiados en la novedad que el Reino de Dios puede suscitar hoy. Y eso ustedes pueden empezar a gestarlo desde ya. Un cura en su parroquia, en su diócesis puede hacer mucho —y está bien— pero también corre el riesgo de quemarse, aislarse o cosechar para sí. Sentirse parte de una comunidad sacerdotal, en la que todos son importantes —no por ser la sumatoria de personas que viven juntas, sino por las relaciones que crean, este sentirse parte de esta comunidad— logra despertar y animar procesos y dinámicas capaces de trascender el tiempo[2].
Este sentido de pertenencia y reconocimiento ayudará a desatar y estimular creativamente renovadas energías misioneras que impulsen un humanismo evangélico capaz de convertirse en inteligencia y fuerza propulsora en nuestro continente. Sin este sentido de pertenencia y de trabajo codo a codo, por el contrario, nos dispersaremos, nos debilitaremos y lo que sería peor, privaremos a tantos hermanos nuestros de la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo y de una comunidad de fe que dé horizonte de sentido y vida (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 49). Y así, poco a poco, y casi sin darnos cuenta, terminaremos por ofrecer a América Latina un «Dios sin Iglesia, una Iglesia sin Cristo, un Cristo sin pueblo» (Homilía en la Misa de Santa Marta, 11 noviembre 2016) o, si queremos decirlo de otro modo, un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo... puro gnosticismo reelaborado.
Nuestro continente ha logrado plasmar en su tradición y en su memoria una realidad: el amor a Cristo y de Cristo no puede manifestarse sino en pasión por la vida y por el destino de nuestros pueblos y en especial solidaridad con los más pobres, sufrientes y necesitados[3].
Esto nos recuerda la importancia, queridos hermanos, que para ser evangelizadores con alma y de alma, para que nuestra vida sea fecunda y se renueve con el pasar del tiempo, es necesario desarrollar el gusto de estar siempre cerca de la vida de nuestra gente; nunca aislarnos de ellos. La vida del presbítero diocesano vive —valga la redundancia— de esta identificación y pertenencia. La misión es pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, es pasión por su pueblo. Es aprender a mirar donde él mira y a dejarnos conmover por lo mismo que él se conmueve: sentimientos entrañables por la vida de sus hermanos, especialmente de los pecadores y de todos los que andan abatidos y fatigados como ovejas sin pastor (cf. Mt 9,36). Por favor, nunca acurrucarse en cobertizos personales o comunitarios que nos alejen de los nudos donde se escribe la historia. Cautivados por Jesús y miembros de su Cuerpo integrarnos a fondo en la sociedad, compartir la vida con todos, escuchar sus inquietudes… alegrarnos con los que están alegres, llorar con los que lloran y ofrecer cada eucaristía por todos esos rostros que nos fueron confiados (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 269-270).
De ahí que encuentre providencial poder unir este aniversario con la canonización de san Óscar Romero, exalumno de vuestra institución y signo vivo de la fecundidad y santidad de la Iglesia Latinoamericana. Un hombre enraizado en la Palabra de Dios y en el corazón de su pueblo. Esta realidad nos permite tomar contacto con esa larga cadena de testigos en la que se nos invita a enraizarnos e inspirarnos cada día, especialmente en este tiempo que ustedes están “fuera de casa”. No le tengan miedo a la santidad, no le tengan miedo a gastar la vida por su gente.
En el camino de mestizaje cultural y pastoral no estamos huérfanos; nuestra Madre nos acompaña. Ella quiso mostrarse así, mestiza y fecunda, y así está junto a nosotros, Madre de ternura y fortaleza que nos rescata de la parálisis o la confusión del miedo porque simplemente está allí, es Madre.
Hermanos sacerdotes: No la olvidemos y, confiadamente, pidámosle que nos enseñe el camino, que nos libre de la perversión del clericalismo, nos haga cada día más “pastores de pueblo” y no permita que nos convirtamos en “clérigos de Estado”.
Una última palabra para la Compañía de Jesús —la presencia de su General y los jesuitas que están aquí— que desde los inicios acompaña el caminar de esta casa. Gracias por su labor y tarea.
Una de las notas distintivas del carisma de la Compañía es la de buscar armonizar las contradicciones sin caer en reduccionismos. Así lo quiso san Ignacio al pensar en los jesuitas como hombres contemplativos y de acción, hombres de discernimiento y de obediencia, comprometidos en lo cotidiano y libres para partir[4]. La misión que la Iglesia pone en vuestras manos les pide sabiduría y dedicación para que el tiempo que los muchachos estén en la casa puedan nutrirse de este don de la Compañía, aprendiendo a armonizar las contradicciones que la vida les presenta y les presentará sin caer en reduccionismos, ganando en espíritu de discernimiento y libertad. Enseñar a abrazar los problemas y conflictos sin miedo; a manejar el disenso y la confrontación. Enseñar a develar todo tipo de discurso “correcto” pero reduccionista, es tarea crucial de quienes acompañan a sus hermanos en la formación. Ayúdenlos a descubrir el arte y gusto del discernimiento como modo de proceder para encontrar, en medio de las dificultades, los caminos del Espíritu gustando y sintiendo internamente al Deus semper maior. Sean maestros de grandes horizontes y, a la vez, enseñen a hacerse cargo de lo pequeño, a abrazar a los pobres, a los enfermos y a asumir lo concreto del día a día. Non coereceri a maximo, contineri tamen a minimo divinum est.
Nuevamente gracias por permitirme celebrar con ustedes los primeros 160 años de camino. Al saludarlos quiero saludar también a vuestras comunidades, vuestros pueblos, vuestras familias. Y, por favor, no se olviden de rezar y hacer rezar por mí.
[1] Cf. S. Óscar Romero, IV Carta Pastoral – Misión de la Iglesia en medio de la crisis del País (6 agosto 1979), 23.
[2] Viene bien recordar que «más vale ser dos que uno. […] Si uno cae, el otro lo levanta, pero ¡pobre del que cae estando solo, sin que otro pueda levantarlo!» (Qo 4,9-10).
[3] Cf. Guzmán Carriquiry, Recapitulando los 50 años del CELAM, en camino hacia la V Conferencia, 31.
[4] Cf. J.M. Bergoglio, Meditaciones para religiosos, 93-94.
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