DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL PRIMER ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE RECTORES Y COLABORADORES DE SANTUARIOS
Sala Regia
Jueves, 29 de noviembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Esperaba este momento que me permite conocer a muchos representantes de los innumerables santuarios esparcidos en todas las regiones del mundo. ¡Cuánto necesitamos los santuarios en el camino diario de la Iglesia! Son el lugar donde se reúne con más agrado nuestro pueblo para expresar su fe con toda simplicidad y de acuerdo con las diversas tradiciones que ha aprendido desde la infancia. En muchos sentidos, nuestros santuarios son insustituibles porque mantienen viva la piedad popular, enriqueciéndola con una formación catequética que sostiene y refuerza la fe alimentando al mismo tiempo el testimonio de caridad. Esto es muy importante: mantener viva la piedad popular y no olvidar esa joya que es el número 48 de la Evangelii nuntiandi, donde San Pablo VI cambió el nombre “religiosidad popular” en “piedad popular”. Es una joya. Esa es la inspiración de la piedad popular que, como dijo una vez un obispo italiano, “es el sistema inmunitario de la Iglesia”. Nos salva de muchas cosas.
Agradezco al arzobispo Rino Fisichella las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro y que me ofrecen la oportunidad de algunas consideraciones.
Pienso, en primer lugar, en la importancia de la acogida reservada a los peregrinos. Sabemos que cada vez más a menudo nuestros santuarios son la meta no de grupos organizados, sino de peregrinos solos o de grupitos autónomos que se ponen en camino para llegar a estos lugares sagrados. Es triste cuando sucede que, a su llegada, no haya nadie que les dé una palabra de bienvenida y los reciba como peregrinos que han realizado un viaje, a menudo largo, para llegar al santuario. ¡Y es peor todavía cuando encuentran la puerta cerrada! No puede ser que se preste más atención a las necesidades materiales y financieras, olvidando que la realidad más importante son los peregrinos. Son ellos los que cuentan. El pan viene después, pero antes ellos. Con cada uno debemos asegurarnos de que se sienta “como en casa”, como un familiar muy esperado que finalmente ha llegado.
También debemos considerar que muchas personas visitan el santuario porque pertenece a la tradición local; a veces porque sus obras de arte son una atracción; o porque se encuentra en un entorno natural de gran belleza y encanto. Estas personas, cuando son bienvenidas, son más disponibles a abrir sus corazones y a dejar que los plasme la gracia. Un clima de amistad es una semilla fecunda que nuestros santuarios pueden arrojar al terreno de los peregrinos, haciéndoles redescubrir esa confianza en la Iglesia que a veces puede haberse visto decepcionada a causa de una indiferencia de la que han sido objeto.
El santuario es ante todo –segunda cosa– un lugar de oración. La mayoría de nuestros santuarios están dedicados a la piedad mariana. Aquí, la Virgen María abre de par en par los brazos de su amor maternal para escuchar la súplica de cada uno y concederla. Los sentimientos que cada peregrino siente en lo más profundo del corazón son aquellos que encuentra también en la Madre de Dios. Aquí, ella sonríe dando consuelo. Aquí derramas lágrimas con los que lloran. Aquí presenta a cada uno al Hijo de Dios sostenido firmemente en sus brazos como el bien más preciado que toda madre posee. Aquí María se hace compañera de camino de cada persona que levanta los ojos pidiendo una gracia, convencida de que se le concederá. La Virgen responde a todos con la intensidad de su mirada, que los artistas han sabido pintar, a menudo guiados a su vez desde lo alto en la contemplación.
A propósito de oración en los santuarios, quisiera subrayar dos requisitos. En primer lugar, alentar la oración de la Iglesia que con la celebración de los sacramentos hace la salvación presente y eficaz. Esto permite que cualquier persona presente en el Santuario se sienta parte de una comunidad más grande que desde todas las partes de la tierra profesa la única fe, testimonia el mismo amor y vive la misma esperanza. Muchos santuarios han surgido precisamente por la petición de oraciones de la Virgen María al vidente, para que la Iglesia no olvide nunca las palabras del Señor Jesús de rezar sin interrupción (cf. Lc 18, 1) y de permanecer siempre vigilantes a la espera de su regreso (cf. Mc 14, 28).
Además, los santuarios están llamados a alimentar la oración del peregrino individual en el silencio de su corazón. Con las palabras del corazón, con el silencio, con las fórmulas aprendidas de memoria cuando era un niño, con sus gestos de piedad..., cada uno debe ser ayudado a expresar su oración personal. Muchos van al santuario porque necesitan recibir una gracia, y luego regresan para dar gracias por haberla obtenido, a menudo por haber recibido fuerza y paz en la prueba. Esta oración hace que los santuarios sean lugares fecundos, para que la piedad del pueblo sea siempre alimentada y crezca en el conocimiento del amor de Dios.
Nadie en nuestros santuarios tendría que sentirse como un extraño, especialmente cuando llega allí bajo el peso de su propio pecado. Y aquí me gustaría hacer la última consideración: el santuario es un lugar privilegiado para experimentar la misericordia que no conoce fronteras. Esta es una de las razones que me empujaron a querer que también en los santuarios hubiera una “Puerta de la misericordia” durante el jubileo extraordinario. En efecto, cuando la misericordia se vive, se convierte en una forma de evangelización real, porque transforma a los que reciben la misericordia en testigos de misericordia. En primer lugar, el sacramento de la Reconciliación, que tan a menudo se celebra en los santuarios, necesita sacerdotes bien formados, misericordiosos, capaces de hacer que se saboree el verdadero encuentro con el Señor que perdona. Espero que, sobre todo en los santuarios, nunca falte la figura del “Misionero de la Misericordia” –si no la hay en algún santuario que la pida al dicasterio– como un fiel testimonio del amor del Padre que tiende a todos sus brazos y sale al encuentro feliz de haber reencontrado a los que se habían ido (cf. Lc 15, 11-32). Las obras de misericordia, por último, piden ser vividas de una manera particular en nuestros santuarios, porque en ellos la generosidad y la caridad se realizan de manera natural y espontánea como actos de obediencia y de amor al Señor Jesús y a la Virgen María.
Queridos hermanos y hermanas, pido a la Madre de Dios que os sostenga y acompañe en esta gran responsabilidad pastoral que se os ha confiado. Os bendigo y rezo por vosotros. Y vosotros, también, por favor, no os olvidéis de rezar y de hacer que se rece por mí en vuestros santuarios.
Y, antes de terminar, me gustaría hablar de una experiencia, una experiencia de un hermano y también mía. El santuario es un lugar, por así decirlo, del encuentro no solo con el peregrino, con Dios, sino también el encuentro de nosotros pastores con nuestro pueblo. La liturgia del 2 de febrero nos dice que el Señor va al santuario para encontrarse con su pueblo, para salir al encuentro de su pueblo, entender al pueblo de Dios, sin prejuicios; el pueblo dotado de ese “olfato” de la fe, de esa infallibilitas in credendo de la que habla el n. 12 de la Lumen gentium. Este encuentro es fundamental. Si el pastor que está en el santuario no logra encontrarse con el pueblo de Dios, es mejor que el obispo le dé otra misión, porque no es adecuado para eso; y él sufrirá tanto y hará sufrir al pueblo. Recuerdo –y ahora vengo a la anécdota– a un profesor de Literatura, un hombre genial. Toda su vida fue jesuita; toda su vida fue profesor de Literatura de alto nivel. Después se jubiló y le pidió al Provincial: “Me jubilo, pero me gustaría hacer algo pastoral en un barrio pobre, tener contacto con el pueblo, con la gente...”. Y el Provincial le confía un barrio de gente muy devota, que iba a los santuarios, que tenía este espíritu, pero muy pobre, más o menos un barrio de chabolas. Y tenía que ir una vez a la semana a la comunidad de la Facultad de Teología, donde era rector. Pasaba todo el día con nosotros, en fraternidad, y luego volvía. Así mantenía la vida en comunidad. Y como era genial, un día me dijo: “Tienes que decirle al profesor de eclesiología que le faltan dos tesis” – “¿Por qué?” –“Sí, dos tesis que debe enseñar” –“¿Y cuáles son?” –“La primera: el santo pueblo fiel de Dios es ontológicamente olímpico, es decir, hace lo que quiere; y la segunda: es metafísicamente tedioso, es decir, aburre”. Había entendido en los encuentros cómo y por qué cansa el pueblo de Dios. Si estás en contacto con el pueblo de Dios, te cansarás. ¡Un trabajador pastoral que no se cansa me deja muy perplejo! Y con respecto al hecho de que es “olímpico”, es decir, hace lo que quiere, recuerdo cuando era maestro de novicios: Iba todos los años, –como Provincial también con los novicios–, al Santuario de Salta, en el norte de Argentina, a las fiestas de Señor del Milagro. Al salir de la misa –yo confesaba durante la misa–, había mucha gente, y una señora del pueblo se acercó a otro sacerdote con algunas estampitas: “¿Padre, me las bendice?”, y ese sacerdote, un teólogo muy inteligente, le dice: “Pero, señora, ¿ha estado en misa?” –“Sí”. –“¿Y Usted sabe que en la misa hay el sacrificio del Calvario, está presente Jesucristo?” –“Sí, padrecito, sí”. –“Y ¿sabe que todas estas cosas están más que bendecidas?” –“ Sí, padrecito”. –“¿Y sabe que con la bendición final se bendice todo? ” –“ Sí, padrecito”. Y en ese momento, salió otro sacerdote y la señora dijo: “Padre, ¿me las bendice?” Y él las tocó y las bendijo. Ella consiguió lo que quería: que las tocase. El sentido religioso del tacto. La gente toca las imágenes, “toca a Dios”.
¡Gracias por lo que hacéis! Y ahora os doy la bendición.
Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 29 de noviembre de 2018.
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