ENCUENTRO CON EL CLERO, LOS RELIGIOSOS Y LOS SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Catedral de Palermo
Sábado, 15 de septiembre de 2018
¡Buenas tardes!
Esta mañana hemos celebrado juntos la memoria del Beato Pino Puglisi; ahora quiero compartir con vosotros tres aspectos basilares de su sacerdocio, que pueden ayudar a nuestro sacerdocio, nuestro «sí» total a Dios y a los hermanos. Son tres verbos simples, y por ello, fieles a la figura de don Pino, que fue un sacerdotes sencillo, un cura auténtico. Y, como sacerdote, un consagrado a Dios, porque también las hermanas pueden participar de esto.
El primer verbo es celebrar. También hoy, como en el centro de cada Misa, hemos pronunciado las palabras de la Institución: «Tomad y comed todos: esto es mi cuerpo que se ofrece en sacrificio por vosotros». Estas palabras no deben quedar sobre el altar, deben calar en la vida: son nuestro programa de vida cotidiano. No debemos solo decirlas in persona Christi, tenemos que vivirlas en primera persona. Tomad y comed, este es mi cuerpo que se ofrece: lo decimos a los hermanos, junto a Jesús. Las palabras de la Institución delinean así nuestra identidad sacerdotal, nos recuerdan que el sacerdote es un hombre del don, del don de sí mismo, cada día, sin vacaciones y sin descanso. Porque la nuestra, queridos sacerdotes, no es una profesión sino una donación, no un trabajo, que puede servir incluso para hacer carrera, sino una misión. Y así, también la vida consagrada. Cada día podemos hacer el examen de conciencia también sólo con estas palabras —tomad y comed: este es mi cuerpo que se ofrece por vosotros— y preguntarnos: «¿Hoy di la vida por amor al Señor, me he “dejado comer” por los hermanos?», Don Pino vivió así: el epílogo de su vida fue la lógica consecuencia de la Misa que celebraba cada día.
Hay una segunda fórmula sacramental fundamental en la vida del sacerdote: «Yo te absuelvo de tus pecados». Aquí está la alegría de donar el perdón de Dios. Pero aquí el cura, hombre del don, se descubre como hombre del perdón. También todos los cristianos, debemos ser hombres y mujeres de perdón. Los sacerdotes de un modo especial en el sacramento de la Reconciliación. En efecto, las palabras de la Reconciliación no dicen sólo lo que sucede cuando actuamos in persona Christi, sino que nos indican también cómo actuar según Cristo. Yo te absuelvo: el sacerdote hombre del perdón, está llamado a encarnar estas palabras. Es el hombre del perdón. Y análogamente, las religiosas son mujeres de perdón. Cuántas veces en las comunidades religiosas no existe el perdón, están las habladurías, están lo celos... No. Hombre del perdón, el sacerdote, en la Confesión, pero todos los consagrados, hombres y mujeres del perdón. El sacerdote no guarda rencores, no hace pesar lo que no ha recibido, no devuelve mal por mal. El sacerdote es portador de la paz de Jesús: benévolo, misericordioso, capaz de perdonar a los demás como Dios les perdona por medio suyo (cf. Efesios 4, 32). Lleva la concordia donde existe división, armonía donde hay litigio, serenidad donde hay animosidad. Pero si el sacerdote es un chismoso, en vez de llevar concordia, traerá la división, la guerra, traerá cosas que harán que el sacerdote acabe dividido en su interior y con el obispo. El sacerdote es ministro de reconciliación a tiemplo pleno: administra «el perdón y la paz» no sólo en el confesonario, sino en cualquier lugar. Pidamos a Dios ser portadores sanos de Evangelio, capaces de perdonar de corazón, de amar a los enemigos. Pensemos en tantos sacerdotes y tantas comunidades, donde se odian como enemigos, por la competición, los celos, los arribistas... no es cristiano. Me decía una vez un obispo: «Yo a algunas comunidades religiosas y a algunos sacerdotes los bautizaría otra vez para hacerlos cristianos». Porque se comportan como paganos. Y el Señor nos pide ser hombres y mujeres de perdón, capaces de perdonar de corazón, de amar a los enemigos y rezar por quienes nos hacen el mal (cf. Mateo 18, 35; 5, 44). Esto de rezar por los que nos hacen el mal parece una cosa de museo... No, hoy tenemos que hacerlo, ¡hoy! La fuerza de vosotros sacerdotes, de vuestro sacerdocio, la fuerza de vosotras, religiosas, de vuestra vida consagrada, está aquí: rezar por quien hace el mal, como Jesús. El gimnasio donde entrenarse a ser hombre del perdón es el seminario antes y el sacerdocio después. Para los consagrados es la comunidad. Todos sabemos que no es fácil perdonarnos entre nosotros: «¿Me la hiciste? ¡Me la pagarás!». Pero no solo en la mafia, también en nuestras comunidades y en nuestros presbiterios, es así. En el presbiterio y en la comunidad se debe alimentar el deseo de unión, según Dios; no de dividir según el diablo; él es el gran acusador, el que acusa para dividir, ¡divide todo! Ahí en el presbiterio y en la comunidad, se debe aceptar a los hermanos y a las hermanas, ahí el Señor llama cada día para trabajar, para superar las divergencias. Y esto es parte constitutiva del ser sacerdotes y consagrados. No es un accidente, pertenece a la sustancia. Meter cizaña, provocar divisiones, criticar, chismorrear no son «pecadillos que todos cometen», no: es negar nuestra identidad de sacerdotes, hombres del perdón, y de consagrados, hombres de comunión. Siempre se debe distinguir el error de quien lo comete, siempre se deben amar y esperar al hermano y a la hermana. Pensemos en Don Pino, que era disponible hacia todos y a todos atendía con corazón abierto, también a los malhechores.
Sacerdote hombre del don y del perdón, he aquí cómo conjugar en la vida el verbo celebrar. Tú puedes celebrar la Misa cada día y después ser un hombre de división, de habladurías, de celos, también un «criminal» porque matas al hermano con la lengua. Y estas no son palabras mías, esto lo dice el apóstol Santiago. Leed la carta de Santiago. También las comunidades religiosas pueden asistir a misa todos los días, ir a comulgar pero con el odio en el corazón hacia el hermano y hacia la hermana. El sacerdote es un hombre de Dios 24 horas al día, no un hombre sagrado cuando se viste con los ornamentos. Que la liturgia sea para vosotros vida, no se quede en rito. Por esto, es fundamental rezar a Él de quien hablamos, adorar el Pan que consagramos, y hacerlo cada día. Oración, Palabra, Pan; el padre Pino Puglisi, llamado «3P», nos ayude a recordar estas tres «P» esenciales para cada sacerdote todos los días, esenciales para todos los consagrados y consagradas todos los días: Oración (preghiera), Palabra, Pan.
Hombre del perdón, sacerdote que da el perdón, es decir, hombre de misericordia y esto especialmente en el confesonario, en el sacramento de la Reconciliación. Es muy feo cuando en Confesión el sacerdote comienza a excavar, a excavar en el alma del otro: «Y cómo fue, y cómo haces...». Esto es un hombre que enferma. Tu estás ahí para perdonar en nombre del único Padre que perdona, no para medir hasta dónde puedo, hasta dónde no puedo... Creo que sobre este punto de la Confesión debemos convertirnos tanto: recibir a los penitentes con misericordia, sin excavar en el alma, sin hacer de la confesión una investigación detectivesca para indagar. Perdón, corazón grande, misericordia. El otro día un Cardenal muy severo, diría también conservador —porque hoy se dice: este es conservador, este es abierto— un Cardenal así me decía: «Si uno va al Padre, porque yo estoy ahí en el nombre de Jesús y del Padre Eterno, y dice: Perdóname, perdóname, hice esto, esto, esto...; y yo siento que según las reglas no debería perdonar, pero ¿qué padre no otorga el perdón al hijo que le pide con lágrimas y desesperación?». Después, una vez perdonado, se le aconsejará: «Deberás hacer esto...»; o bien, «Debo hacer esto, y lo haré por ti».
Cuando el hijo pródigo llegó con el discurso preparado ante el padre y le comenzó a decir: «Padre, he pecado...», el padre lo abrazó, no le dejó hablar, le dio inmediatamente el perdón. Y cuando el otro hijo no quería entrar, el padre salió para darle también a él la confianza del perdón, de filiación. Esto para mí es muy importante para curar nuestra Iglesia, tan herida que parece un hospital de campo.
Por último, también sobre el celebrar, quisiera decir una cosa sobre la piedad popular, muy difundida en estas tierras. Un Obispo me decía que en su diócesis no sé cuántas cofradías existen y me decía: «Yo voy siempre con ellos, no les dejo solos, les acompaño». Es un tesoro que hay que apreciar y custodiado, porque tiene en sí una fuerza evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, 122-126), pero siempre el protagonista debe ser el Espíritu Santo. Os pido, por tanto, que vigiléis atentamente, para que la religiosidad popular no sea instrumentalizada por la presencia mafiosa, porque entonces, en vez de ser un medio de afectuosa adoración, se convierte en vehículo de corrupta ostentación. Lo hemos visto en los periódicos, cuando la Virgen se detiene y hace la inclinación ante la casa del jefe-mafioso; no, esto no se debe hacer, no se debe hacer de ningún modo.
Cuidad la piedad popular, ayudad, estad presentes. Un Obispo italiano me dijo esto: «La piedad popular es el sistema inmunitario de la Iglesia», es el sistema inmunitario de la Iglesia. Cuando la Iglesia comienza a hacerse demasiado ideológica, demasiado gnóstica o muy pelagiana, la piedad popular la corrige, la defiende.
Os propongo un segundo verbo: acompañar. Acompañar es la clave del ser pastores hoy en día. Se necesitan ministros que encarnen la cercanía del Buen Pastor, de sacerdotes que sean iconos vivientes de cercanía. Esta palabra hay que subrayarla: «cercanía», porque es lo que hizo Dios. Primero lo hizo con su pueblo. Sobre esto también les reprendía, en el Deuteronomio —pensad bien— les dice: «Decidme, habéis visto antes un pueblo que tenga a los dioses tan cercanos como tú tienes a tu Dios cerca de ti?». Esta cercanía, esta proximidad de Dios en el Antiguo Testamento, se hizo carne, se hizo uno de nosotros en Jesucristo. Dios se hizo cercano abajándose, vaciándose, así dice Pablo. Proximidad, es necesario retomar esta palabra. Pobres de bienes y de proclamaciones, ricos de relaciones y de comprensión. Pensemos ahora en Don Puglisi quien, más que hablar de los jóvenes, hablaba con los jóvenes. Estar con ellos, seguirlos, hacer surgir junto a ellos las preguntas más auténticas y las respuestas más hermosas. Es una misión que nace de la paciencia, de la escucha acogedora, del tener un corazón de padre, corazón de madre, para las religiosas, y jamás un corazón de padrón. El arzobispo nos ha hablado del apostolado «del oído», la paciencia de escuchar. La pastoral se hace así, con paciencia y dedicación, por Cristo y a tiempo completo.
Don Pino arrancaba del malestar simplemente siendo un sacerdote con corazón de pastor. Aprendamos de él a rechazar toda espiritualidad desencarnada y a ensuciarnos las manos con los problemas de la gente. A mí me huele mal esa espiritualidad que te lleva a estar con los ojos en blanco, cerrados o abiertos, pero siempre ahí... Esto no es católico. Salgamos al encuentro de las personas con la sencillez de quien les quiere amar con Jesús en el corazón, sin proyectos faraónicos, sin cabalgar las modas del momento. A nuestra edad, hemos visto tantos proyectos faraónicos... ¿Qué han hecho? ¡Nada! Los proyectos pastorales, los planes pastorales son necesarios, pero como medios, un medio para ayudar a la cercanía, la predicación del Evangelio, pero por sí solos no sirven. El camino del encuentro, de la escucha, del compartir es el camino de la Iglesia. Crecer juntos en parroquia, seguir los recorridos de los jóvenes en la escuela, acompañar de cerca las vocaciones, las familias, los enfermos; crear lugares de encuentro donde rezar, reflexionar, jugar, pasar el tiempo en modo sano y aprender a ser buenos cristianos y honestos ciudadanos. Esta es la pastoral que genera, y que regenera al sacerdote mismo, a la religiosa misma.
Una cosa quiero decir especialmente a las Religiosas: Vuestra misión es grande, porque la Iglesia es madre y su modo de acompañar siempre debe tener un trato materno. Vosotras religiosas, pensad que sois el icono de la Iglesia. Vuestra maternidad hace tanto bien, mucho bien. Una vez —esto lo he contado muchas veces, lo digo brevemente— había, donde trabajaba mi papá, tantos inmigrantes de la posguerra española, comunistas, socialistas... todos anticlericales. Uno de ellos se enfermó y fue curado durante 30 días en casa, porque venía la hermana a curarlo de una enfermedad muy fea, muy difícil de curar. Los primeros días le dijo todas las palabrotas que conocía, y la hermana, en silencio, lo curaba. Terminada la historia, ese hombre se reconcilió. Y una vez, saliendo del trabajo junto con otros, pasaban por ahí dos hermanas y los otros comenzaron a decir palabrotas y él le dio un puñetazo a uno de ellos, tirándole al suelo y le dijo: «¡Meteos con Dios y con los sacerdotes, pero a la Virgen y a las hermanas no las toquéis!». Vosotros sois la puerta, porque sois madres, y la Iglesia es madre. La ternura de una madre, la paciencia de una madre... Por favor, no desvirtuéis vuestro carisma de mujeres y el carisma de consagradas. Es importante que os involucréis en la pastoral para revelar el rostro de la Iglesia madre. Es importante que los obispos os llamen en los consejos, en los diversos consejos pastorales, porque siempre es importante la voz de la mujer, la voz de la consagrada, es importante. Y quisiera agradecer a las contemplativas quienes, con la oración y con el don total de la vida, son el corazón de la Iglesia madre y palpitan en el Cuerpo de Cristo el amor que todo lo une.
Celebrar, acompañar, y ahora el último verbo, que en realidad es la primera cosa que hay que hacer: testimoniar. Esto tiene que ver con todos nosotros y en particular vale para la vida religiosa, que es de por sí misma testimonio y profecía del Señor en el mundo. En el apartamento donde vivía el Padre Pino, resalta una sencillez genuina. Es el signo elocuente de una vida consagrada al Señor, que no busca consolaciones y gloria del mundo. La gente busca esto en el sacerdote y en los consagrados, busca el testimonio. La gente no se escandaliza cuando ve que el sacerdote «resbala», es un pecador, se arrepiente y sigue adelante... El escándalo de la gente es cuando ve sacerdotes mundanos con el espíritu del mundo. El escándalo de la gente está cuando encuentra en el sacerdote un funcionario, no un pastor. Y esto metéoslo bien en la cabeza y en el corazón: pastores sí, funcionario, no. La vida habla más que las palabras. El testimonio contagia. Ante Don Pino pidamos la gracia de vivir el Evangelio como él: a la luz del sol, inmerso en su gente, rico solo de amor de Dios. Se pueden tener tantas discusiones sobre la relación Iglesia-mundo, y Evangelio-historia, pero no sirve si el Evangelio no pasa primero por la propia vida. Y el Evangelio nos pide, hoy más que nunca, esto: servir en la sencillez, en el testimonio. Esto significa ser ministros: no desempeñar funciones, sino servir alegres, sin depender de las cosas que pasan y sin atarse a los poderes del mundo. Así, libres para testimoniar, se manifiesta que la Iglesia es sacramento de salvación, es decir, signo que indica e instrumento que ofrece la salvación al mundo.
La Iglesia no está por encima del mundo —esto es clericalismo— la Iglesia está dentro del mundo, para hacerlo fermentar, como levadura en la pasta.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, hay que desterrar toda forma de clericalismo. Es una de las perversiones más difíciles de quitar hoy en día, el clericalismo: que no tengan ciudadanía en vosotros actitudes altaneras, arrogantes o prepotentes. Para ser testigos creíbles hay que recordar que antes que ser sacerdotes somos siempre diáconos; antes de ser ministros sagrados somos hermanos de todos, servidores. ¿Qué diríais a un obispo que me cuenta que algunos de sus sacerdotes no quieren ir a un pueblito cercano para celebrar una misa de difuntos si antes no le llega el donativo? ¿Qué le diríais a ese obispo? Y existen. Hermanos y hermanas, existen. Recemos por estos hermanos, funcionarios. También el afán de hacer carrera y el «familismo» son enemigos que hay que expulsar, porque su lógica es la del poder, y el sacerdote no es un hombre de poder, sino de servicio. La hermana no es una mujer de poder, sino de servicio. Testimoniar, también, quierre decir huir de toda doblez, esa hipocresía, que tanto está ligada al clericalismo; huir de la doblez de vida, en el seminario, en la vida religiosa, en el sacerdocio. No se puede vivir una doble moral: una para el pueblo de Dios y otra dentro de casa. No, el testigo es uno solo. El testigo de Jesús le pertenece a Él para siempre. Y por amor a Él emprende una cotidiana batalla contra sus vicios y contra toda mundanidad alienante.
En fin, testigo es aquel que sin tantos rodeos, sino con la sonrisa y la serenidad confiada, sabe consolar y alentar, porque revela con naturalidad la presencia de Jesús resucitado y vivo. Os deseo a vosotros sacerdotes, consagrados y consagradas, seminaristas, ser testigos de esperanza, como Don Pino bien dijo una vez: «A quien está desorientado, el testigo de la esperanza le indica no qué cosa es la esperanza, sino quién es la esperanza. La esperanza es Cristo, y se indica lógicamente a través de una vida propia orientada hacia Cristo» (Discurso en el Congreso del movimiento «Presencia del Evangelio», 1991). No con las palabras.
Os agradezco y os bendigo, perdonadme si he sido un poco fuerte, pero es que a mí me gusta hablar así. Os deseo la alegría de celebrar, acompañar y testimoniar el gran don que Dios ha depositado en nuestros corazones. Gracias y rezar por mí.
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