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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL 202° CAPÍTULO GENERAL ORDINARIO
DE LOS FRAILES MENORES CONVENTUALES

Sala Clementina
Lunes, 17 de junio de 2019

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¡Queridos hermanos!

Os doy cordialmente la bienvenida, miembros del Capítulo General de vuestra Orden. Doy las gracias al nuevo ministro general, Fray Carlos Trovarelli. Mis felicitaciones a él y a los Definidores Generales por la confianza que los hermanos han depositado en ellos.

Recientemente, la Santa Sede aprobó vuestras Constituciones renovadas en el Capítulo General Extraordinario del verano pasado. Para incorporar esta revisión, ahora habéis discutido y aprobado los nuevos Estatutos Generales, que abordan elementos esenciales de vuestra vida fraterna y misionera, como la formación, la interculturalidad, el intercambio y la transparencia en la gestión económica. Este trabajo es fatigoso, pero es una fatiga bien empleada. Las Constituciones, efectivamente, son el instrumento necesario para proteger el patrimonio carismático de un Instituto y asegurar su transmisión futura. De hecho, expresan la manera concreta de seguir a Cristo propuesta por el Evangelio, la regla absoluta de vida para todas las personas consagradas y, en particular, para los seguidores de San Francisco de Asís, quienes, en su profesión, se comprometen a “vivir según la forma del santo evangelio” (ver S. Francisco, Testamento, 14). Me impresiona mucho ese consejo de Francisco a los frailes: “Predicad el Evangelio, si fuera necesario también con las palabras”: es una forma de vida. Si toda vida consagrada «surge de escuchar la Palabra de Dios y de aceptar el Evangelio como norma de vida» (Sínodo de los Obispos sobre la Palabra de Dios, Propósito 24), la vida franciscana en todas sus manifestaciones surge de la escucha del santo Evangelio, como nos muestra el Pobrecillo en la Porciúncula cuando, después de escuchar el relato del seguimiento, exclama: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (Tommaso da Celano, Vida Primera, IX, 22).

El Evangelio es para vosotros, queridos hermanos, «regla y vida» (San Francisco, Regla bulada, I, 1) y vuestra misión no es otra que la de ser un evangelio vivo, «exégesis viva de la Palabra», decía Benedicto XVI. (Exhort ap. postsin. Verbum Domini, 83). El evangelio debe ser vuestro vademécum. Escuchadlo siempre con atención; rezad con él y según el ejemplo de María, “Virgen hecha Iglesia” (ver San Francisco, Saludo a la Bienaventurada Virgen María, 1), meditadlo asiduamente, para que, asimilándolo, conforméis vuestra vida con la vida de Cristo.

Este camino de seguimiento se caracteriza en primer lugar por la fraternidad que Francisco sentía como un don: «El Señor me dio hermanos» (Testamento, 14). La fraternidad es un don para ser recibido con gratitud. Es una realidad que siempre está “en camino”, en construcción, y por lo tanto solicita la contribución de todos, sin que nadie se excluya o sea excluido; en el que no hay “consumidores” sino constructores (ver Constit. gen. OFMConv, 55, 4). Una realidad en la que se puedan vivir caminos de aprendizaje continuo, de apertura al otro, de intercambio mutuo; una realidad acogedora, dispuesta y disponible a acompañar, una realidad en la que es posible hacer una pausa en la vida cotidiana para cultivar el silencio y la mirada contemplativa y reconocer así la huella de Dios en ella; una realidad en la que todos os consideráis hermanos, tanto los ministros como los otros miembros de la fraternidad; una experiencia en la que cada uno está llamado a amar y cuidar a su hermano, como la madre ama y cuida a su hijo (ver S. Francisco, Regla no bulada IX, 11). Os exhorto a que alimentéis vuestra fraternidad con el espíritu de la santa oración y devoción «al que deben servir todas las demás cosas temporales» (Id., Regla bulada, V, 2). De esta manera, vuestra vida fraterna en comunidad se convierte en una forma de profecía en la Iglesia y en el mundo y se transforma en escuela de comunión que siempre hay que ejercitar, siguiendo el ejemplo de Francisco, en una relación de amor y obediencia con los pastores.

Otra característica de vuestra forma de vida es la minoridad. A mí me gusta mucho esto: pensar en vuestra minoridad. Esta es una elección difícil porque se opone a la lógica del mundo que busca el éxito a cualquier costo, desea ocupar los primeros lugares, ser considerados como señores. Francisco os pide que seáis menores siguiendo el ejemplo de Jesús, que no vino para ser servido sino para servir (ver Mt 20, 27-28) y que nos dice: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será el esclavo de todos» (Mc 10, 43-44). Que esta sea vuestra única ambición: ser siervos, servir los unos a los otros. Así vivida, vuestra existencia será una profecía en este mundo donde la ambición de poder es una gran tentación.

Predicad la paz. El saludo franciscano que os distingue es “¡Paz y bien!”, Shalom we tob, en hebreo, que bien podemos traducir con reconciliación: reconciliación con uno mismo, con Dios, con los demás y con las criaturas, es decir vivir en armonía: paz que te da la armonía. Es una reconciliación en círculos concéntricos, que comienza desde el corazón y se extiende al universo, pero en realidad comienza desde el corazón de Dios, desde el corazón de Cristo. La reconciliación es el preludio de la paz que Jesús nos dejó (cf. Jn 14, 27). Una paz que no es la ausencia de problemas, sino que viene con la presencia de Dios en nosotros mismos y se manifiesta en todo lo que somos, lo que hacemos y lo que decimos. Sed mensajeros de paz, primero con la vida y luego con las palabras. Sed instrumentos de perdón y misericordia en todo momento. Vuestras comunidades sean lugares donde se experimenta la misericordia, como pide San Francisco en la Carta a un ministro: «Y en esto quiero saber si tú amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si haces esto, o sea que no haya ningún hermano en el mundo que, habiendo pecado todo lo que se puede pecar, y después de haber visto tus ojos, no se vaya nunca sin tu misericordia, si pidió misericordia. Y si no la pide, pregúntale tú a él si la quiere. Y si luego pecara mil veces ante tus ojos, ámalo más que a mí, para que lo atraigas al Señor; y compadécete siempre de esos tales» (9-11). No hay paz sin reconciliación, sin perdón, sin misericordia. Solo aquellos que tienen un corazón reconciliado pueden ser “ministros” de misericordia, constructores de paz.

Para todo esto se requiere una formación adecuada. Un camino formativo que favorezca en los hermanos la conformación cada vez más plena con Cristo. Una formación integral que involucra todas las dimensiones de la persona. Una formación personalizada y permanente, en cuanto itinerario que dura toda la vida. Una formación del corazón que cambie nuestra forma de pensar, sentir y comportarnos. Una formación a la fidelidad, bien conscientes de que hoy vivimos en la cultura de lo provisional, de que el “para siempre” es muy difícil y de que las opciones definitivas no están de moda. En este contexto, hay necesidad de formadores sólidos y experimentados en la escucha y en los caminos que conducen a Dios, capaces de acompañar a otros en este camino (ver San Juan Pablo II, Exhort. ap. Vita Consecrata, 65-66), formadores que conocen el arte del discernimiento y el acompañamiento. Solo así podremos contener, al menos en parte, la hemorragia de los abandonos que afectan a la vida sacerdotal y consagrada.

Queridos hermanos, os imparto de todo corazón la bendición apostólica así como a todas las comunidades de vuestra Orden. Rezo por vosotros. Y me consuela que el Ministro General haya dicho que vosotros rezaréis por mí. Gracias.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 17 de junio de 2019.

 



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