DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD ACADÉMICA DEL PONTIFICIO INSTITUTO TEOLÓGICO
JUAN PABLO II PARA LAS CIENCIAS DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA
Sala Clementina
Lunes, 24 de octubre de 2022
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¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos!
Me alegra encontrarme con vosotros que formáis la comunidad académica del Instituto teológico Juan Pablo II para las ciencias del matrimonio y de la familia. Doy las gracias a monseñor Vicenzo Paglia —¡creo el premio Nobel por la creatividad!—, vuestro Gran Canciller, por las palabras que me ha dirigido. Saludo al director, monseñor Philippe Bordeyne, los vicedirectores de las secciones extra urbe, los ilustrísimos profesores y a todos vosotros, queridos y queridas estudiantes, junto con las parejas que han iniciado el curso de formación permanente en el Instituto. Vuestra representación internacional destaca la amplitud y la riqueza de la red que encabeza el Instituto; esta representa un recurso para la Iglesia y para la sociedad.
Han pasado cinco años desde que, con el Motu Proprio Summa familiae cura, quise “invertir” en esta herencia dejada por san Juan Pablo II, que fundó el Instituto en 1981. Le he querido dar un nuevo vigor y un desarrollo más amplio, para responder a los desafíos que se presentan al inicio del tercer milenio. Tal desarrollo deseado —garantizado por la cualidad académica en las disciplinas teológicas y en las ciencias humanas y sociales— lo siento particularmente importante, porque integra las competencias necesarias para discernir los valores relacionales propios de la constelación familiar. La teología misma, para estar a la altura de esta expansión, está llamada a elaborar una visión cristiana de la paternidad, de lo filial, de la fraternidad —por tanto, no solo del vínculo conyugal—, que corresponda a la experiencia familiar, en el horizonte de toda la comunidad humana y cristiana. También la cultura de los abuelos, que es muy importante. La cultura de la fe, de hecho, está llamada a medirse, sin ingenuidad y sin sumisión, con las transformaciones que marcan la conciencia actual de las relaciones entre hombre y mujer, entre amor y generación, entre familia y comunidad.
Aprecio y animo vuestro compromiso de llevar adelante con coherencia y creatividad el proyecto magisterial que inspira su herencia y su actualización. Es un compromiso que, día tras día, llena de contenido el título de “pontificio” atribuido al Instituto, para ser entendido en su riqueza de significado, es decir, servir a la Iglesia en la estela del ministerio de Pedro es el don que este recibe y, al mismo tiempo, transmite. Por esto se equivocaría gravemente quien leyera su renovado vínculo con el magisterio viviente en términos de contraposición a la misión recibida con su institución original. En realidad, la semilla crece y genera flores y frutos. Si la semilla no crece se queda ahí como pieza de museo, pero no crece.
La misión de la Iglesia solicita hoy con urgencia la integración de la teología del vínculo conyugal con una teología más concreta de la condición familiar. Las inéditas turbulencias, que en este tiempo ponen a la prueba todos los vínculos familiares, piden un discernimiento atento para captar los signos de la sabiduría y de la misericordia de Dios. Nosotros no somos profetas de desventuras, sino de esperanza. Por eso, al considerar los motivos de crisis, no perderemos nunca de vista los signos que consuelan, a veces conmovedores de la capacidad que los vínculos familiares siguen mostrando: en favor de la comunidad de fe, de la sociedad civil, de la convivencia humana. Todos hemos visto cuánto son valiosos, en los momentos de vulnerabilidad y de coacción, la tenacidad, la resistencia, la colaboración de los vínculos familiares.
La familia permanece una insustituible “gramática antropológica” de los afectos humanos fundamentales. La fuerza de todos los vínculos de solidaridad y de amor aprende ahí, en la familia, sus secretos. Cuando esta gramática es descuidada o turbada, todo el orden de las relaciones humanas y sociales sufre las heridas. Y a veces son heridas profundas, muy profundas.
Por ejemplo: el voluntariado social, ¿acaso no saca de estos vínculos generativos y fraternos del amor los símbolos y las modalidades de sus relaciones mejores? La protección del indefenso, ¿No tiene la protección del indefenso su raíz en el cuidado por lo generado? La fraternidad no es una experiencia fácil, cierto, ¿pero acaso hay una manera mejor del haber nacido como hermanos y hermanas para llegar a comprender el sentido del ser —todos y todas— igualmente humanos?
Estas son, hermanos y hermanas, las fronteras de los desafíos que nos insta a retomar desde el principio el hilo de la irradiación de todos los componentes del amor familiar —no solo el de la pareja— para toda la sociedad. La calidad del matrimonio y de la familia decide la calidad del amor de la persona individual y de los vínculos de la misma comunidad humana. Corresponde, pues, tanto al Estado como a la Iglesia escuchar a las familias, en vista de una proximidad afectuosa, solidaria, eficaz: que las sostenga en el trabajo que ya realizan para todos, animando su vocación por un mundo más humano, es decir, más solidario y más fraterno. Debemos custodiar a la familia, pero no encarcelarla, hacerla crecer como debe crecer. Estar atentos a las ideologías que se entrometen para explicar la familia desde un punto de vista ideológico. La familia no es una ideología, es una realidad. Y una familia crece con la vitalidad de la realidad. Pero cuando llegan las ideologías a explicar o pintar la familia pasa lo que pasa y todo se destruye. Hay una familia que tiene esa gracia del hombre y la mujer que se aman y se crean, y para entender la familia hay que ir siempre a lo concreto, no a las ideologías. Las ideologías arruinan, las ideologías se entrometen para hacer un camino de destrucción. ¡Cuidado con las ideologías!
No tenemos que esperar que la familia sea perfecta para cuidar su vocación y animar su misión. El matrimonio y la familia siempre tendrán imperfecciones, hasta que no estemos en el Cielo. A los recién casados siempre les digo: si queréis, discutid, todo lo que querías, pero con la condición de que hagáis las paces antes de que termine el día. Esta capacidad de “rehacerse” que tiene la familia ante las dificultades es una gracia, porque si no se rehace, la “guerra fría” del día siguiente es peligrosa. Sin embargo, entregamos al Señor nuestra propia imperfección, porque sacar de la gracia del sacramento una bendición para la criatura a la que se ha confiado la transmisión del sentido de la vida —no sólo la vida física— es el "posible" de Dios.
Mucho depende, en esta sociedad llena de fisuras, de la alegría redescubierta de la aventura familiar inspirada por Dios. Durante treinta años la encarnación del Hijo Unigénito consistió en vivir y arraigarse en los lazos familiares y comunitarios de su condición humana. No fue un simple tiempo de "espera", fue un tiempo de "comprensión" con la condición humana más común, habitada con la mirada fija en las “cosas del Padre” (cf. Lc 2, 49). Quiero contaros una experiencia que tuve en la plaza [de San Pedro], cuando saludaba en la plaza antes de la pandemia. Una pareja, parecían jóvenes —¡60 años de matrimonio! — sí, eran jóvenes, porque ella tenía entonces 18 años y él 20, y yo dije: “¿No os aburrís después de tantos años? ¿Estáis bien?”. Se miraron, me quedé quieto y luego se dieron la vuelta, llorando: “Nos amamos”. Fue la respuesta después de 60 años. Esta fue la mejor, la más hermosa teología sobre la familia que he visto.
Que el Señor acompañe la pasión de vuestra fe y el rigor de vuestra inteligencia, en la formidable tarea de sostener, cuidar, animar —sí animar también—esta bendición creatural y eclesial que es la familia. Me alegra saber y percibir que os estáis dedicando a este compromiso también a través de la maduración de un clima de familia y de espíritu sinodal de la propia comunidad académica. Que la Madre del Señor, que más que ninguno de nosotros es experta en este vínculo entre el misterio salvífico de la nueva criatura y la condición familiar de los afectos humanos, os acompañe y os guarde. Os bendigo de corazón y como de costumbre —porque el Papa es un mendigo— os pido por favor que recéis por mí. ¡Gracias!
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