DISCURSO DEL SANTO PADRE
Centro de Congresos "Generali Convention Center" en Trieste
Domingo, 7 de julio de 2024
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Ilustres autoridades,
queridos hermanos obispos,
señores cardenales,
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Doy las gracias al cardenal Zuppi y a monseñor Baturi por haberme invitado a compartir con vosotros esta sesión conclusiva. Saludo a monseñor Renna y al Comité Científico y Organizador de las Semanas Sociales. En nombre de todos, expreso mi gratitud a monseñor Trevisi por la acogida de la diócesis de Trieste.
La primera vez que oí hablar de Trieste fue en casa de mi abuelo, que había hecho el 14 en el Piave. Él nos enseñaba muchas canciones y una estaba sobre Trieste: “El general Cadorna escribió a la reina: ‘Si quiere ver Trieste, que la mire en una postal”. Y esta es la primera vez que he oído hablar de la ciudad.
Esta ha sido la 50ª Semana Social. La historia de las “Semanas” se entrelaza con la historia de Italia, y esto ya dice mucho: habla de una Iglesia sensible a las transformaciones de la sociedad y orientada a contribuir al bien común. Gracias a esta experiencia, habéis querido profundizar en un tema de gran actualidad: “En el corazón de la democracia. Participar entre historia y futuro”.
El beato Giuseppe Toniolo, que puso en marcha esta iniciativa en 1907, afirmaba que la democracia se puede definir como «aquel ordenamiento civil en el que todas las fuerzas sociales, jurídicas y económicas, en la plenitud de su desarrollo jerárquico, cooperan proporcionalmente al bien común, refluyendo en el último resultado en beneficio predominante de las clases inferiores» [1]. Eso decía Toniolo. A la luz de esta definición, es evidente que en el mundo de hoy la democracia, digamos la verdad, no goza de buena salud. Esto nos interesa y nos preocupa, porque está en juego el bien del hombre, y nada de lo humano nos puede ser ajeno. [2]
En Italia ha madurado el orden democrático después de la Segunda Guerra Mundial, gracias también a la contribución decisiva de los católicos. Se puede estar orgulloso de esta historia, en la que también ha incidido la experiencia de las Semanas Sociales; y, sin mitificar el pasado, hay que aprender de ella para asumir la responsabilidad de construir algo bueno en nuestro tiempo. Esta actitud se encuentra en la Nota pastoral con la que en 1988 el Episcopado italiano restableció las Semanas Sociales. Cito las finalidades: «Dar sentido al compromiso de todos por la transformación de la sociedad; prestar atención a la gente que queda fuera o al margen de los procesos y mecanismos económicos ganadores; dar espacio a la solidaridad social en todas sus formas; dar apoyo al retorno de una ética solícita del bien común [...]; dar sentido al desarrollo del país, entendido [...] como global mejora de la calidad de vida, de la convivencia colectiva, de la participación democrática, de la auténtica libertad» [3]
Esta visión, arraigada en la Doctrina Social de la Iglesia, abarca algunas dimensiones del compromiso cristiano y una lectura evangélica de los fenómenos sociales que no solo son válidos para el contexto italiano, sino que representan una advertencia para toda la sociedad humana y para el camino de todos los pueblos. De hecho, así como la crisis de la democracia es transversal a diferentes realidades y naciones, de la misma manera la actitud de responsabilidad hacia las transformaciones sociales es una llamada dirigida a todos los cristianos, dondequiera que vivan y trabajen, en cualquier parte del mundo.
Hay una imagen que resume todo esto y que vosotros habéis elegido como símbolo de esta cita: el corazón. A partir de esta imagen, os propongo dos reflexiones para alimentar el camino futuro.
En la primera podemos imaginar la crisis de la democracia como un corazón herido. Lo que limita la participación está ante nuestros ojos. Si la corrupción y la ilegalidad muestran un corazón “infartado”, también deben preocupar las diferentes formas de exclusión social. Cada vez que alguien es marginado, todo el cuerpo social sufre. La cultura del descarte dibuja una ciudad donde no hay lugar para los pobres, los no nacidos, las personas frágiles, los enfermos, los niños, las mujeres, los jóvenes, los ancianos. Esta es la cultura del descarte. El poder se vuelve autorreferencial -es una enfermedad fea-, incapaz de escuchar y de servir a las personas. Aldo Moro recordaba que «un Estado no es verdaderamente democrático si no está al servicio del hombre, si no tiene como fin supremo la dignidad, la libertad, la autonomía de la persona humana, si no es respetuoso de aquellas formaciones sociales en las que la persona humana se desarrolla libremente y en las que integra su propia personalidad»[4]. La palabra misma “democracia” no coincide simplemente con el voto del pueblo; mientras tanto, a mí me preocupa el número reducido de personas que han ido a votar. ¿Qué significa eso? No es solo el voto del pueblo, sino que exige que se creen las condiciones para que todos se expresen y puedan participar. Y la participación no se improvisa: se aprende de niños, de jóvenes, y hay que «entrenarla», también en el sentido crítico con respecto a las tentaciones ideológicas y populistas. En esta perspectiva, como recordé hace años visitando el Parlamento Europeo y el Consejo de Europa, es importante resaltar «el aporte que el cristianismo puede aportar hoy al desarrollo cultural y social europeo en el ámbito de una correcta relación entre religión y sociedad» [5], promoviendo un diálogo fecundo con la comunidad civil y con las instituciones políticas para que, iluminándonos mutuamente y liberándonos de los residuos de la ideología, podamos iniciar una reflexión común, especialmente sobre temas relacionados con la vida humana y la dignidad de la persona.
Las ideologías son seductoras. Alguien las comparaba con lo que a Hamelín tocaba la flauta; seducen, pero te llevan a ahogarte.
Para ello, siguen siendo fecundos los principios de solidaridad y subsidiariedad. De hecho, un pueblo se mantiene unido por los lazos que lo constituyen, y los lazos se fortalecen cuando cada uno es valorado. Cada persona tiene un valor; cada persona es importante. La democracia siempre requiere pasar de tomar partido a participar, de «animar» a dialogar. «Mientras nuestro sistema económico-social siga produciendo una víctima y haya una sola persona descartada, no podrá haber la fiesta de la fraternidad universal. Una sociedad humana y fraterna es capaz de trabajar para asegurar de manera eficiente y estable que todos sean acompañados en el camino de su vida, no solo para satisfacer las necesidades básicas, sino para que puedan dar lo mejor de sí mismos, incluso si su rendimiento no será el mejor, incluso si van lentamente, incluso si su eficiencia será poco relevante»[6]. Todos deben sentirse parte de un proyecto comunitario; nadie debe sentirse inútil. Ciertas formas de asistencialismo que no reconocen la dignidad de las personas... Me detengo en la palabra asistencialismo. El asistencialismo, solo así, es enemigo de la democracia, es enemigo del amor al prójimo. Y ciertas formas de asistencialismo que no reconocen la dignidad de las personas son hipocresía social. No nos olvidemos de este pequeño. ¿Y qué hay detrás de este distanciamiento de la realidad social? Existe la indiferencia, y la indiferencia es un cáncer de la democracia, un no participar.
La segunda reflexión es un estímulo para participar, para que la democracia se asemeje a un corazón sanado. Es esto: me gusta pensar que en la vida social es necesario sanar los corazones, sanar los corazones. Un corazón curado. Y para ello hay que ejercitar la creatividad. Si miramos a nuestro alrededor, vemos muchos signos de la acción del Espíritu Santo en la vida de las familias y de las comunidades. Incluso en los campos de la economía, de la ideología, de la política, de la sociedad. Pensemos en quienes han hecho espacio dentro de una actividad económica a personas con discapacidad; en los trabajadores que han renunciado a su derecho para impedir el despido de otros; en las comunidades energéticas renovables que promueven la ecología integral, haciéndose cargo también de las familias en pobreza energética; en los administradores que favorecen la natalidad, el trabajo, la escuela, los servicios educativos, las viviendas accesibles, la movilidad para todos, la integración de los migrantes. Todas estas cosas no entran en una política sin participación. El corazón de la política es participar. Y estas son las cosas que hace la participación, un cuidar del todo; no solo la beneficencia, cuidar de esto..., no: ¡del todo!
La fraternidad hace florecer las relaciones sociales; y, por otro lado, cuidarnos unos a otros requiere el coraje de pensarnos como pueblo. Se necesita valor para pensar como pueblo y no como yo o mi clan, mi familia, mis amigos. Desafortunadamente, esta categoría — “pueblo” — a menudo se interpreta mal y podría llevar a eliminar la palabra “democracia” (“gobierno del pueblo”). Sin embargo, para afirmar que la sociedad es más que la mera suma de los individuos, es necesario el término “pueblo”» [7], que no es populismo. No, es otra cosa: el pueblo. De hecho, «es muy difícil diseñar algo grande a largo plazo si no se consigue que se convierta en un sueño colectivo» [8]. Una democracia con un corazón restaurado sigue cultivando sueños para el futuro, pone en juego, llama a la implicación personal y comunitaria. Soñad con el futuro. No temáis.
No nos dejemos engañar por las soluciones fáciles. Apasionémonos por el bien común. Nos corresponde la tarea de no manipular la palabra democracia ni deformarla con títulos vacíos de contenido, capaces de justificar cualquier acción. La democracia no es una caja vacía, sino que está ligada a los valores de la persona, de la fraternidad y también de la ecología integral.
Como católicos, en este horizonte, no podemos contentarnos con una fe marginal, o privada. Esto significa no tanto ser escuchados, sino sobre todo tener el valor de hacer propuestas de justicia y de paz en el debate público. Tenemos algo que decir, pero no para defender privilegios. No. Debemos ser voz, voz que denuncia y que propone en una sociedad a menudo áfona y donde demasiados no tienen voz. Muchos, muchos no tienen voz. ... hay muchas. Este es el amor político [9], que no se contenta con curar los efectos, sino que trata de abordar las causas. Esto es el amor Es una forma de caridad que permite a la política estar a la altura de sus responsabilidades y salir de las polarizaciones, esas polarizaciones que empobrecen y no ayudan a entender y afrontar los desafíos. A esta caridad política está llamada toda la comunidad cristiana, en la distinción de ministerios y carismas. Formémonos en este amor, para ponerlo en circulación en un mundo que carece de pasión civil. Debemos retomar la pasión civil, esto, de los grandes políticos que hemos conocido. Aprendamos cada vez más y mejor a caminar juntos como pueblo de Dios, para ser levadura de participación en medio del pueblo del que formamos parte. Y esto es algo importante en nuestra acción política, también de nuestros pastores: conocer al pueblo, acercarse al pueblo. Un político puede ser como un pastor que va delante del pueblo, en medio del pueblo y detrás del pueblo. Delante del pueblo para señalar un poco el camino; en medio del pueblo, para tener el olfato del pueblo; detrás del pueblo para ayudar a los rezagados. Un político que no tiene el olfato del pueblo, es un teórico. Le falta el principal.
Giorgio La Pira había pensado en el protagonismo de las ciudades, que no tienen el poder de hacer las guerras, pero que les pagan el precio más alto. Así imaginaba un sistema de "puentes" entre las ciudades del mundo para crear oportunidades de unidad y diálogo. Siguiendo el ejemplo de La Pira, no falte al laicado católico italiano esta capacidad de “organizar la esperanza”. Eso corre a cargo de vosotros. Organizar también la paz y los proyectos de buena política que puedan nacer desde abajo. ¿Por qué no relanzar, apoyar y multiplicar los esfuerzos por una formación social y política que parta de los jóvenes? ¿Por qué no compartir la riqueza de la enseñanza social de la Iglesia? Podemos prever lugares de confrontación y diálogo y favorecer sinergias para el bien común. Si el proceso sinodal nos ha entrenado para el discernimiento comunitario, que el horizonte del Jubileo nos vea activos, peregrinos de esperanza, para la Italia del mañana. Como discípulos del Resucitado, nunca dejamos de alimentar la confianza, seguros de que el tiempo es superior al espacio. No nos olvidemos de este pequeño. Muchas veces pensamos que el trabajo político es tomar espacios: ¡no! Es apostar por el tiempo, iniciar procesos, no tomar lugares. El tiempo es superior al espacio y no olvidemos que iniciar procesos es más sabio que ocupar espacios. Yo recomiendo que ustedes, en su vida social, tengan el valor de iniciar procesos, siempre. Es la creatividad y también es la ley de la vida. Una mujer, cuando da a luz a un hijo, comienza a iniciar un proceso y lo acompaña. En política tenemos que hacer lo mismo.
Este es el papel de la Iglesia: implicar en la esperanza, porque sin ella se administra el presente, pero no se construye el futuro. Sin esperanza, seríamos administradores, equilibristas del presente y no profetas y constructores del futuro.
Hermanos y hermanas, gracias por vuestro compromiso. Os bendigo y os deseo que seáis artesanos de democracia y testigos contagiosos de participación. Y por favor os pido que recéis por mí, porque este trabajo no es fácil. Gracias.
Ahora, recemos juntos y os daré la bendición. [Rezo del Padre Nuestro].
Notas
[1] G. Toniolo, Democracia cristiana. Conceptos y direcciones, I, Ciudad del Vaticano 1949, 29.
[2] Ref. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 1.
[3] Conferencia Episcopal Italiana, Restauración y Renovación de las Semanas Sociales de los católicos italianos, 20 de noviembre de 1988, n. 4.
[4] A. Moro, Il fine è l 'uomo, Edizioni di Comunità, Roma 2018, 25.
[5] Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, 25 de noviembre de 2014
[6] Letra enc. Fratelli tutti, 110.
[9] Ivi, 180-182.
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L'Osservatore Romano, Edición semanal en lengua española, Año LXI, número 28, Viernes, 12 de julio de 2024, p. 4.
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