JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 5 de enero de 1997
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. La reflexión sobre el misterio de Jesús, que caracteriza de modo especial este primer año de preparación inmediata al gran jubileo del año 2000, es muy propia de las fiestas de Navidad. Hoy, prolongando la meditación que inicié hace algunos domingos, deseo detenerme en un título que se da a Jesús más de una vez en los evangelios. Se le llama «hijo de David». El evangelio de Mateo comienza precisamente con estas palabras: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David» (Mt 1, 1).
Podríamos decir que es un título de familia. A través de José, su padre putativo, Jesús se vincula a toda la cadena humana que de hijo a padre llega hasta el rey David. Esta relación genealógica subraya el carácter concreto de la encarnación: el Verbo eterno de Dios, al hacerse hombre, entró con pleno título en la familia humana, insertándose en una tradición familiar particular. También en esto quiso ser uno de nosotros, experimentando ese vínculo singular que, uniendo a las generaciones, permite a cada persona sentirse arraigada no sólo en el tiempo y en el espacio, sino también en un entramado benéfico de recuerdos y de afectos.
2. Pero, además de este significado antropológico, el título de «hijo de David » reviste también un sentido específico que arroja luz sobre el designio de Dios. En efecto, nos recuerda que el evento cristiano es la cumbre de una historia de salvación que Dios actúa progresivamente desde el Antiguo Testamento, ofreciendo al pueblo judío una «alianza» especial y haciéndolo portador de promesas salvíficas que, en Jesús de Nazaret, se realizarían para toda la humanidad. Así, cuando los contemporáneos lo llaman «hijo de David», reconocen que en él se cumplen las promesas antiguas y proclaman la realización definitiva de la esperanza mesiánica. Todo hombre puede tener ya esta esperanza, haciendo suyo el grito que en el evangelio dirige el ciego Bartimeo: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 47). Invocando al «hijo de David », la humanidad puede reencontrar la luz de los ojos del corazón.
3. María, la humilde joven de Nazaret, que al engendrar al hijo de Dios lo introdujo en la genealogía davídica y en la entera familia humana, nos ayude a comprender cada vez mejor nuestra inserción en esta historia de salvación. Dejemos que ella nos guíe a la intimidad de la Sagrada Familia, donde se halla el germen de la humanidad nueva. Que al comienzo de este nuevo año, la Virgen santa bendiga a todas las familias del mundo, para que reconozcan en Jesús a su autentico Salvador.
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