JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 9 de marzo de 1997
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. A mitad de nuestro camino cuaresmal, en este cuarto domingo de Cuaresma, se nos invita a meditar sobre un tema que está en el centro del anuncio cristiano, es decir, el gran amor que Dios siente por la humanidad. En el evangelio de hoy leemos: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16).
El hombre de nuestro tiempo, ¿siente la necesidad de este anuncio? A primera vista parecería que no, ya que, sobre todo en las manifestaciones públicas y en cierta cultura dominante, emerge la imagen de una humanidad segura de sí misma, que prescinde tranquilamente de Dios, reivindicando también una libertad absoluta contra la ley moral.
2. Pero cuando miramos de cerca la realidad de cada persona, obligada a confrontarse con su fragilidad y su soledad, nos damos cuenta de que, mucho más de lo que se cree, los ánimos están dominados por la angustia, por el ansia ante el futuro, y por el miedo a la enfermedad y a la muerte. Esto explica por qué tantas personas, buscando un camino de salida, toman a veces atajos aberrantes, como por ejemplo el túnel de la droga o el de supersticiones y ritos mágicos desconcertantes.
El cristianismo no ofrece consuelos baratos, porque es exigente cuando pide una fe auténtica y una vida moral rigurosa. Pero nos da motivo de esperanza, al indicarnos a Dios como Padre rico en misericordia, que nos ha entregado a su Hijo, mostrándonos así su inmenso amor.
3. Que María, Madre de misericordia, ponga en nuestro corazón la certidumbre de que Dios nos ama. Que ella esté cercana a nosotros en los momentos en que nos sentimos solos, cuando tenemos la tentación de rendirnos ante las dificultades de la vida, y nos inculque los sentimientos de su Hijo divino, para que nuestro itinerario cuaresmal se convierta en experiencia de perdón, de acogida y de caridad.
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Después del Ángelus
Llamamiento en favor de la paz y el diálogo
En los días pasados se han verificado nuevas situaciones preocupantes.
De Zaire han llegado noticias de destrucciones y saqueos. Durante estos hechos, también la Iglesia ha sido herida profundamente: sacerdotes y religiosos asesinados, y fieles dispersos.
En la cercana y querida Albania, la situación ha alcanzado dramáticos momentos de violencia.
En Jerusalén, las autoridades de Israel han tomado graves decisiones, que han despertado la preocupación de la comunidad internacional. Esas decisiones podrían perjudicar seriamente el proceso de paz y el espíritu de confianza, tan necesario para su continuación.
En Lima, Perú, se espera todavía la liberación de los rehenes retenidos en la embajada de Japón. Me siento particularmente cercano a ellos y a sus seres queridos.
Estas situaciones dolorosas nacen de posiciones intransigentes y egoístas. Pero ya se sabe que sólo con el respeto a todos y con un diálogo constructivo se pueden hallar soluciones dignas para cada uno y útiles a la paz social y a la comprensión entre los pueblos.
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