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VISITA A LOS MONJES DE LA ABADÍA DE GROTTAFERRATA
EN EL XVI CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN BASILIO MAGNO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 9 de septiembre de 1979

 

Queridísimos monjes de la abadía de Grottaferrata, y vosotros, sacerdotes y fieles que me escucháis:

1. No sólo la cercanía del lugar, sino también y sobre todo la cercanía del espíritu me ha hecho venir esta tarde hasta vosotros, para celebrar la liturgia dominical y dirigiros una palabra de exhortación y de ánimo. Nuestro encuentro se desarrolla en el XVI centenario de la muerte de San Basilio Magno, obispo de Cesarea de Capadocia; y quiero, ante todo, dar las gracias y saludar a los buenos religiosos, que toman nombre de este insigne doctor de la Iglesia Oriental, y que nos brindan hospitalidad a la sombra de su histórica abadía. Saludo después cordialmente a todos los que habéis venido en tan gran número y me habéis demostrado vuestros sentimientos de afectuoso saludo.

2. Acabamos de escuchar las lecturas de la Sagrada Escritura, tan ricas de enseñanzas y dignas de atenta reflexión. Pero me detendré preferentemente en el episodio evangélico, que se refiere a la curación milagrosa de un sordomudo, realizada por Nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué hermoso es, queridísimos hermanos, ese grito unánime que se levanta de la multitud: "Todo lo ha hecho bien"! Esta exclamación, dictada —como observa el evangelista— por un vivo estupor, es más que un simple reconocimiento de la potencia del Señor, o un tributo de admiración por el prodigio. En realidad, implica la "violación" de una orden dada por Jesús, que había pedido silencio en torno a ese hecho; además —y es algo muy importante— va seguida y, diría, integrada por otras palabras que dan un claro testimonio mesiánico de El. "Todo lo ha hecho bien —dijeron los presentes—; a los sordos hace oír y a los mudos hablar". ¿No reconocían precisamente en estas acciones algunos de esos "signos" que, según los anuncios de los profetas, se verificarían a la llegada del Mesías? ¿Y acaso no hemos leído en el texto de Isaías, que ha precedido a este Evangelio, las palabras inspiradas: "Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos de los sordos. Entonces... la lengua de los mudos cantará gozosa" (Is 35, 5-6)?

Sí, hermanos, basándonos en el valor probativo de esta correspondencia entre predicciones y cumplimientos, haciéndonos eco del entusiasmo de las turbas, creemos y confesamos que Jesús es verdaderamente el Mesías, esto es, el Ungido de Dios, el Cristo. El ha sido consagrado por Dios y enviado al mundo. Jamás meditaremos bastante —es tan importante y denso de contenido— sobre este dato de nuestro Credo: Jesús; el Hijo unigénito de Dios, en cumplimiento de las antiguas promesas, ha venido en la plenitud de los tiempos a nosotros haciéndose hijo del hombre, se ha colocado el el centro de la historia para realizar de manera auténtica y definitiva el designio de salvación, concebido por el Padre desde la eternidad. Iluminados por la fe, debemos mirar no sólo a la figura del Mesías, tino también a esta misión suya, que interesa a la humanidad en general y a cada uno de nosotros en particular.

Ya en el Antiguo Testamento el Mesías es como el catalizador de los anhelos y de las esperas del pueblo de Israel, a lo largo de todo el arco de su historia: cada una de las esperanzas de liberación y de santificación se apoyan fuertemente sobre El. Pero en el Nuevo Testamento es donde esta función del Mesías se precisa como misión de salvación espiritual y universal. Hallándose un día en la sinagoga de Nazaret, Jesús dio lectura a una página de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió... para dar a los ciegos la recuperación de la vista...", e ilustró la explicación con una premisa significativa: "Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír" (cf. Lc 4, 16-21). Y a los discípulos de Juan Bautista que habían venido a preguntarle: "¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro?", Jesús respondió apelando a los hechos previstos y predichos para el Mesías: "Id y referid a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven... los sordos oyen... y los pobres son evangelizados" (cf. Mt 11, 2-6).

Reanudemos ahora, a la luz de estos textos, la narración del Evangelio de hoy.

3. El milagro nos dice también algo desde el punto de vista del "modus operandi" que sigue Jesús-Mesías. Le habían presentado un sordomudo, rogándole que le impusiera las manos: Jesús, en cambio, realiza sobre él diversos gestos: lo toma aparte: le mete los dedos en los oídos; le toca la lengua. ¿Por qué todo esto? Porque la condición que Jesús exige siempre de los que sufren y de los enfermos es la fe, preguntándoles sobre ella o estimulándoles a ella, según los casos. Ahora bien, en el caso del sordomudo, el tocar sus sentidos impedidos responde precisamente a este fin: comunicarse con quien no puede oír ni hablar, y despertar en él un movimiento de fe.

Pero hay más: Jesús eleva los ojos al cielo, después suspira y pronuncia la palabra resolutiva: Effatà, una de las pocas palabras que conservamos con el sonido con que las pronunció Jesús. Notemos el poder de esta palabra, que tiene una carga dinámica, porque realiza el efecto que expresa. Como ante otras palabras de Cristo, referidas en los Evangelios, por ejemplo Talita Kunz, que hizo levantar del lecho a la hija muerta de Jairo (cf. Mc 5, 22-24. 35-43), o como la expresión Lazare, veni foras, que hizo salir del sepulcro al amigo cuyo cuerpo ya estaba en descomposición (cf. Jn 11, 38-44), estamos aquí frente al misterio del poder de taumaturgo, que es atributo connatural del Mesías-Hijo de Dios. Este, siendo el Verbo del Padre, la Palabra viviente del Padre, lo mismo que con el Fiat creador sacó de la nada todas las cosas, así también con la palabra salida de su boca humana tiene la virtud, es decir, la potencia absoluta de plegar todas las cosas a su querer.

¿Por qué, pues, no tratamos de experimentar en nosotros mismos esta virtud permanente de Cristo? Junto a sus palabras realizadoras de milagros físicos, ¿cuántas otras palabras contiene el Evangelio que "cavan" a nivel interior y actúan en el plano sobrenatural? Recuerdo rápidamente las palabras "Confía, hijo; tus pecados te son perdonados", dirigidas al paralítico (Mt 9, 3); "Vete y no peques más", dirigidas a la adúltera (Jn 8, 11). Recuerdo también el milagro que realiza en Zaqueo la simple presencia de Jesús: "Hoy ha venido la salud a tu casa" (Lc 19, 9). Y podría añadir el "Venid en pos de mí" que fue determinante para la vocación de los Apóstoles (cf. Mt 4, 19); o el "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia" (Mt 16, 18), o las palabras más arcanas y sublimes de la última Cena: "Este es mi cuerpo; esta es mi sangre" (Mt 26, 26. 28).

Íntimamente persuadidos de la fuerza milagrosa, de la dynamis de Cristo, que en el momento de dejar este mundo reivindicó para sí "todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28, 18), debemos ir a El para sanar de nuestros males físicos y morales, para curar nuestras debilidades y nuestros pecados: obtendremos de El esperanza, fuerza y salud. según la medida de nuestra fe.

4. Pero, ¿qué diré de particular a los religiosos basilianos y a toda la comunidad monástica de Grottaferrata? La palabra de Dios que he querido explicar ciertamente vale también para ellos. Pero yo sé que esperan al menos un pensamiento para aliento de su vida de especial consagración al Señor en el espíritu de las enseñanzas ascéticas de San Basilio.

Aquí, a pocos kilómetros de Roma, sois expresión, mis queridos hermanos, de la fecundidad del ideal monástico de rito bizantino, y vuestra abadía —como escribió ya mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, en el documento de su erección canónica— es "como una fulgidísima perla oriental" engarzada en la diadema de la Iglesia romana (cf. Constitución Apostólica Pervetustum Cryptaeferratae Coenobium; AAS, XXX, 1938, págs. 183-186). Conozco, por otra parte, el singular vínculo de fidelidad que este monasterio, desde su fundación a comienzos del siglo XI, ha mantenido constantemente con la Sede Apostólica: causa ésta, no última, de la benevolencia que le han demostrado los Sumos Pontífices. Y sé también que esta relación permanecerá siempre estable... Pues bien, en la ejemplaridad de vuestra adhesión a la Sede de Pedro, tened cuidado de ofrecer un válido testimonio a cuantos tienen ocasión de acercarse a vosotros y conoceros: sabed irradiar la pura luz evangélica ante los hombres "para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). El ejercicio de las virtudes: comenzando por la caridad fraterna, el equilibrio en la vida religiosa, la asidua laboriosidad, el estudio amoroso de las Sagradas Escrituras, la tensión continua hacia la "otra vida", lo mismo que son principios importantes en la regla del gran Basilio, así deben ser las cualidades que os distingan, en confirmación de la auténtica e ininterrumpida tradición de espiritualidad que tanto honra a vuestro Instituto. Y precisamente porque representáis esta tradición monástica griega, deberá distinguiros otra cualidad, esto es, una especial sensibilidad ecuménica: por vuestra situación, por vuestra formación, podéis hacer mucho a este respecto, comprometiéndoos en el diálogo y sobre todo en la oración a fin de favorecer la deseada unidad entre católicos y ortodoxos.

Al reanudar ahora la celebración de la Santa Misa, yo os invito a los religiosos y con vosotros a todos los fieles que os rodean, a unirse a mí en la invocación común para que el Señor Jesús, como si renovara el milagro del sordomudo, quiera abrir nuestros oídos para escuchar siempre con fidelidad su palabra, y vuelva expedita nuestra lengua para alabar y dar gracias a su Padre y nuestro Padre celeste. Así sea.

 



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