SANTA MISA EN EL PARQUE SIMÓN BOLÍVAR DE BOGOTÁ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Miércoles 2 de julio de 1986
“Los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10)
Queridos hermanos y hermanas:
1. La lectura del profeta Isaías, que hemos escuchado, nos invita a seguir las huellas de Dios que nos salva; de Dios que revela sus designios de salvación hasta los extremos de la tierra; del Señor que derrama a manos llenas sus bendiciones a todos los hombres y a todas las naciones.
Hoy y aquí se está cumpliendo en medio de nosotros esta profecía, que es anuncio de salvación y de paz. Por eso, os invito a participar en la acción litúrgica más santa y solemne que nos ofrece la misericordia del Señor: la celebración de la Eucaristía. Jesús resucitado, Pan de vida y Príncipe de la Paz, se hace presente entre nosotros y hace presente su misterio pascual, para decirnos una vez más, pero siempre con el mismo amor: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).
Las palabras de Jesús, su presencia real en el sacramento eucarístico que estamos celebrando en este altar sobre el que late en estos momentos el corazón de Colombia, inundan de luz nuestros propios corazones para que apreciemos cada vez más y convirtamos en inspiración de nuestras vidas los bienes que Cristo nos dejó: ¡su herencia de paz!
En este día, en que nos hemos congregado en el parque “Simón Bolívar” para celebrar la Eucaristía, doy gracias a Dios, junto con todos vosotros, amados hijos e hijas de Colombia, por el don de la salvación cristiana, que vuestra tierra recibió hace ya casi cinco siglos.
2. Como Peregrino de paz, saludo con especial afecto a mis hermanos en el Episcopado los obispos de Colombia y los obispos representantes de los Episcopados de América Latina, que participan en la reunión de coordinación del CELAM. Saludo igualmente a los amados sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de las provincias eclesiásticas de Bogotá e Ibagué; a las diócesis de Espinal, Facatativá, Garzón, Girardot, Neiva, Villavicencio y Zipaquirá.
Por los caminos de Colombia que ahora comienzo a recorrer, deseo ser para vosotros el mensajero de los bienes mesiánicos de salvación y, concretamente, del don por excelencia: la paz.
La paz que Cristo nos promete (Jn 14, 27) y nos comunica es “la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10). La gracia del bautismo nos configura con Cristo, nos hace semejantes a El, nos reviste de El, hasta participar en su misma filiación divina, como nos ha enseñado San Pablo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo” (Ga 3, 26-27. Y si todos somos hijos de Dios, hermanos de Cristo Jesús, por haber recibido el mismo bautismo y el mismo Espíritu, y por haber participado en el mismo “Pan de vida” (Jn 6, 48), ¿no es verdad que la paz debe ser una realidad en todos los corazones, en todas vuestras familias y en toda vuestra patria?
3. La salvación que Dios mismo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ofrece a la humanidad en Jesucristo Redentor es una vida nueva, que es la medida y la característica de los hijos adoptivos de Dios. Es la participación, mediante la gracia santificante, en la filiación divina de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nosotros. En efecto, el Hijo de Dios, encarnándose en el seno de la Virgen María, “se ha unido, en cierto modo, con todo hombre” (Gaudium et Spes, 22). Con la fuerza del Espíritu, que nos ha comunicado Jesús, muerto y resucitado, después de su vuelta al Padre, desea Jesús mismo extender a todos y cada uno el don de esta filiación divina que es la gracia para nuestra naturaleza humana y el fundamento de la paz personal y social. De este modo participamos en la misión de la Iglesia que es “sacramento universal de salvación” (Lumen gentium, 48) y “el corazón de la humanidad” (Dominum et Vivificantem, 67).
También nosotros estamos “revestidos de Cristo”, puesto que por el bautismo hemos sido transformados en imagen suya y participamos de la filiación divina. Cristo une fraternalmente entre sí a quienes reciben su vida divina. Los dones diferentes, que recibimos de Dios, son para servir mejor a todos los demás hermanos. La economía de la fe implica una liberación contrapuesta a toda forma de discriminación. La imagen, presentada por San Pablo, del nuevo ser cristiano “revestido de Cristo” tiende a superar todo tipo de discriminación humana. En efecto, todo lo que divide y separa artificialmente a los hombres, por ejemplo, la injusta distribución de los bienes o la lucha de clases, no pertenece al nuevo ser cristiano.
Por el bautismo “pertenecemos a Cristo, y, por ello mismo, nos hacemos “herederos de Dios”. Este bien de la herencia divina es el bien de la salvación, actualizado, incesantemente en vosotros por el Espíritu Santo, obrador de la gracia y de la vida eterna. Por esto, Jesucristo llamó al Espíritu Santo “Paráclito”, es decir, “consolador”, “intercesor”, “abogado”. La paz que nos da Jesús está fundamentada en este don que transforma al hombre y a la sociedad desde el corazón del hombre mismo. Es el don que, “mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los Apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero” (Dominum et Vivificantem, 23).
4. Durante la última Cena, que nosotros conmemoramos ahora, Jesús, al prometernos como herencia su paz y su salvación, nos indicó el requisito que hemos de poner por parte nuestra: el amor. Este amor es un don suyo y es también colaboración nuestra. En realidad, es el fruto del Espíritu Santo enviado por Jesús de parte del Padre. Oigamos las palabras del Señor, que ahora repite para cada uno de nosotros: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él... El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo” (Jn 14, 23-26).
Sí, amadísimos hermanos, el bien de la salvación —que es paz, gracia y perdón— brota, como de un manantial inagotable, de esa inhabitación de Dios en nosotros por el amor. El “Dulce huésped del alma”, inundando los corazones de su gracia y de su amor, anticipa ya en ellos el comienzo de la vida eterna, que consiste en la paz duradera dentro de las personas, de las familias y de los pueblos. La vida eterna, en efecto, es la presencia feliz y la permanencia del hombre en Dios mediante el amor. A esta vida eterna estamos llamados en Jesucristo, a ella nos conduce interiormente el Espíritu Santo Paráclito mediante su acción santificante.
5. En mi reciente Encíclica sobre el Espíritu Santo, invito a todos a orar por la paz y a construir la paz: “La paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano” (Dominum et Vivificantem, 67). Así, pues, “la salvación de nuestro Dios” en todos los confines de la tierra, entre todos los pueblos y culturas, se despliega mediante el corazón pacificado del hombre. Entonces participa de esta paz y salvación toda la comunidad de los hombres, en primer lugar la familia, la cual tiene un cometido primordial e insustituible en la obra de la salvación ofrecida por Dios en Jesucristo a la humanidad entera. La familia es entonces evangelizada y evangelizadora, recibe la paz y transmite la paz. “Por ello la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por toda la humanidad y del amor de Cristo Señor a la Iglesia su esposa” (Familiaris Consortio, 17).
En mi solicitud pastoral por toda la Iglesia no he cesado de poner de relieve el puesto que ocupa la familia como fundamento de la sociedad humana y cristiana, de cuya unidad, fidelidad y fecundidad depende la estabilidad y la paz de los pueblos. Colombia no puede renunciar a su tradición de respeto y de apoyo decidido a los valores que, cultivados en el núcleo familiar, son factor muy significativo en el desarrollo moral de sus relaciones sociales y forman el tejido de una sociedad que pretende ser sólidamente humana y cristiana.
Sé que vuestros Pastores os han puesto repetidas veces en guardia contra los peligros a que hoy está expuesta la familia. Me uno a ellos en esta urgente y noble tarea pastoral de procurar a la familia una formación adecuada para que sea agente insustituible de evangelización y base de la solidaridad y de la paz en la sociedad. Damos gracias a Dios porque “hay familias, verdaderas “iglesias domésticas”, en cuyo seno se vive la fe, se educa a los hijos en la fe y se da buen ejemplo de amor, de mutuo entendimiento y de irradiación de ese amor al prójimo en la parroquia y en la diócesis” (Puebla, 94). ¡Sí!, “la familia cristiana es el primer centro de evangelización” (Ibid., 617), es también la “escuela del más rico humanismo (Gaudium et Spes, 52), y, como tal, es inagotable cantera de vocaciones cristianas y formadora de hombres y mujeres, constructores de la justicia y de la paz universal en el amor de Cristo.
6. América Latina es amante de la paz. Sabe que este don supremo es condición indispensable para su progreso. Pero, a la vez, es consciente de los múltiples peligros que atentan contra una paz estable: “Baste pensar en la carrera armamentística y en el peligro, que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte” (Dominum et Vivificantem, 57).
Si cada cristiano y cada comunidad eclesial se convirtieran en ardientes mensajeros de paz, ésta sería pronto una realidad en la comunidad humana. Colombianos todos: ¿por qué no hacer de este serio compromiso por la paz un fruto de la visita del Papa a vuestro país? Quisiera poder aplicar a cada uno de los aquí presentes y a todos los que me escuchan, las palabras del profeta Isaías: «Qué hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: “ya reina tu Dios”» (Is 52, 7).
La Buena Nueva de este reino de Dios es un mensaje de libertad: Dios ha liberado a su pueblo. Y por eso, habrá siempre apóstoles y misioneros, que anuncien al pueblo de la Nueva Alianza la venida y la presencia del Reino. Estos “mensajeros” proclaman la verdad revelada sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre, a la luz del mensaje de Jesús crucificado y resucitado, por más que su mensaje resulte duro y molesto a los oídos de quienes prefieren los “ídolos” de este mundo. El mensajero de la paz evangélica está dispuesto a dar testimonio con sus palabras y con la ofrenda “martirial” de su propia vida.
7. Al comienzo de mi visita pastoral por tierras colombianas doy gracias a Dios desde lo más hondo de mi corazón, por todos los mensajeros de la Buena Nueva, que a lo largo de casi cinco siglos han injertado en vuestros corazones el Evangelio, como fuente de paz para los individuos, las familias y la sociedad.
Doy también infinitas gracias a Dios por todos los mensajeros que en nuestros días consagran calladamente su vida y sus energías a anunciar el mensaje evangélico de la paz. El mensajero que “anuncia la paz” es el mismo que “trae buenas nuevas, que anuncia la salvación” como dice el profeta Isaías (Is 52, 7). Pero esta paz es ahora la paz que Cristo nos prometió y nos dejó en herencia. Es su propia paz, en contraposición a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo (cf. Jn 14, 27). ¡Ojalá cada uno de vosotros y cada una de vuestras comunidades y familias goce de la paz que Cristo nos regala! Y que todos seáis sembradores de la paz, sin fronteras de tiempo y lugar.
Esta paz, fruto del amor entre Dios y los hombres, y obra de la justicia, es el bien mesiánico por excelencia; la primicia de la salvación y de la liberación definitiva que todos anhelamos.
La paz de Cristo es diversa de la del mundo, que se desvanece y agota en el bienestar efímero, en alegrías y placeres pasajeros. La paz de Cristo no ahorra en verdad pruebas y tribulaciones, pero es siempre fuente de serenidad y de felicidad, porque lleva consigo la plenitud de vida, que mana a raudales de la presencia del Señor en los corazones. Si el nacimiento de Cristo fue el evento de paz para los hombres (cf. Lc 2, 14), su “vuelta” o “paso” hacia el Padre, por la muerte y resurrección, se convirtió en la fuente de este don que es exclusivo de Cristo: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27). He ahí el don que el Señor comunica a todos los hombres de buena voluntad.
8. Habéis querido que mi visita pastoral a vosotros esté marcada por el sello de la paz: “Con la paz de Cristo por los caminos de Colombia”. Sé que este lema coincide con la aspiración a la paz, anhelo arraigado en el corazón de este pueblo. Los largos y crueles años de violencia que han afectado a Colombia no han podido destruir el deseo vehemente de alcanzar una paz justa y duradera. Sé que ha habido generosas iniciativas encaminadas a fomentar el diálogo y la concordia para conseguir una paz estable. En este sentido no puedo menos de alentaros, a todos los colombianos sin excepción, a proseguir sin descanso por derroteros de paz, conscientes de que ésta, sin dejar de ser tarea humana, es primordialmente un don de Dios. Reducirse pues a promover sólo proyectos limitados y humanos de paz, equivaldría a ir en pos de fracasos y desilusiones. Para llevar a cabo esta tarea inmensa de lograr la paz —que exige perdón y reconciliación—, el primer paso, que estoy seguro que daréis cada uno de vosotros, es el de desterrar de los corazones cualquier residuo de rencor y de resentimiento. Los años de violencia han producido heridas personales y sociales que es necesario restañar. La violencia que siega tantas vidas inocentes tiene su origen en el corazón de los hombres. Por esto un corazón que reza de verdad el “Padre nuestro” y que se convierte a Dios, rechazando el pecado, no es capaz de sembrar la muerte entre los hermanos.
9. ¿Quién puede negarse a perdonar cuando sabe que él mismo ha sido ya perdonado repetidas veces por la misericordia de Dios? “La paz comienza en el corazón del hombre que acepta la ley divina, que reconoce a Dios como Padre y a los demás hombres como hermanos” (Discurso a los obispos colombianos en visita «ad limina Apostolorum», 22 de febrero de 1985).
“Bienaventurados los constructores de la paz porque se llamarán hijos de Dios” (Mt 5, 9). La paz es una obra ingente, que requiere un perpetuo quehacer por parte de todos los colombianos. Y por que supone un perpetuo quehacer, realmente superior a las solas fuerzas humanas, vuestros templos y santuarios, dedicados muchos de ellos a Cristo y a la Santísima Virgen, deben convertirse en centros de oración comunitaria y comprometida por la paz.
10. Por desgracia, muchos hombres en el mundo contemporáneo se han dejado seducir por la tentación de la violencia armada, hasta llegar en muchas partes a los extremos insensatos del terrorismo que sólo deja tras de sí desolación y muerte. Desde esta ciudad de Bogotá hago un llamado vehemente a quienes continúan por el camino de la guerrilla, para que orienten sus energías —inspiradas acaso por ideales de justicia— hacia acciones constructivas y reconciliadoras que contribuyan verdaderamente al progreso del país. Os exhorto a poner fin a la destrucción y a la muerte de tantos inocentes en campos y ciudades.
Hermanos y hermanas queridísimos, gracias a vuestro compromiso de haceros constructores de la paz, la salvación de Cristo ya empieza a ser realidad: “Porque los confines de la tierra verán la salvación de nuestro Dios” (Is 52, 10).
Doy gracias al Señor, junto con vosotros, por la obra de salvación, que se ha realizado aquí a lo largo de los cinco siglos de evangelización. En el cuarto centenario de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, encomiendo el futuro de la Iglesia y de la sociedad a María, fiel a los designios salvíficos del Padre, Madre virginal de Cristo, instrumento de gozo en el Espíritu Santo y Reina de la Paz. Como Jesús os digo: “La paz os dejo, mi paz os doy... No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 27).
¡Pueblo de Dios! “Ya reina tu Dios” en esta tierra (cf. Is 52, 7). ¡Tú Dios reina! Así sea.
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