I CENTENARIO DEL PONTIFICIO COLEGIO ESPAÑOL DE SAN JOSÉ
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Sábado 28 de marzo de 1992
¡“Padre santo: guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros”! (Jn 17, 11)
Queridos hermanos en el episcopado,
amadísimos sacerdotes, seminaristas,
hermanos y hermanas:
1. Vengo hoy a compartir y celebrar con inmenso gozo con todos vosotros, y con quienes se han unido espiritualmente a este acto, el primer Centenario del Pontificio Colegio Español de San José, fundado en Roma por el Beato Manuel Domingo y Sol, en tiempos de mi venerado predecesor el Papa León XIII.
Las palabras de Jesús en su oración sacerdotal, que acabamos de escuchar, nos introducen en la plegaria comunitaria de esta solemne Liturgia de la Palabra. Como los Apóstoles reunidos en el Cenáculo con María, nos hemos congregado aquí bajo la mirada protectora de nuestra Madre, la Virgen de la Clemencia, para elevar nuestra ferviente acción de gracias a Dios Padre por los muchos beneficios que ha concedido al Colegio en estos cien años de formación y vida sacerdotal.
Ante todo, deseo saludar cordialmente a los Patronos del Colegio, a los señores Cardenales, Arzobispos, Obispos y antiguos alumnos venidos de España para participar en esta celebración jubilar. Me complace saludar y expresar también mi vivo reconocimiento a la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Sagrado Corazón de Jesús, los cuales, siguiendo las directrices de su Fundador, el Beato Domingo y Sol, se han entregado incansablemente a la formación y acompañamiento de todos los seminaristas y sacerdotes que han pasado por este Centro. Saludo asimismo a todos los presentes y, en especial, a los actuales alumnos que representáis a tantos sacerdotes de las diócesis españolas, que durante este largo período de tiempo se enriquecieron con una esmerada formación sacerdotal e intelectual junto a la Sede de Pedro. Un saludo afectuoso lo quiero reservar a las religiosas y personal auxiliar que, con su labor constante y callada, colaboran a hacer más acogedora la vida diaria en esta casa.
2. Las lecturas bíblicas que acaban de ser proclamadas nos acercan a aquella trilogía que inspiró los trabajos de la octava Asamblea del Sínodo de los Obispos, sobre la formación de los sacerdotes en la situación actual: sacerdotes servidores de una Iglesia que es misterio, comunión, misión. En la oración sacerdotal de Jesús se encuentra el fundamento de esta trilogía. En efecto, el sacerdote participa del mismo ser y de la misma misión de Jesús: “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo” (Jn 17, 17 s.).
¡Sed pastores en el nombre del Señor Jesús!
En la primera lectura, Ezequiel, tras profetizar contra los malos pastores, expone las cualidades del Buen Pastor, que es el Señor mismo. Pues bien, la Palabra de Dios os alienta hoy y cada día a ser pastores como Jesús y a sentiros felices de serlo. Nunca pongáis en duda vuestra identidad ni olvidéis la presencia consoladora de Cristo que os acompaña siempre en vuestro ministerio.
Pastores, antes que nada, en nombre del Señor Jesús: nadie puede ser pastor en la Iglesia sino por Él, que es “el Buen Pastor” (Ibíd. 10, 11), el Pastor por antonomasia, del que todos los pastores toman su identidad, el nombre, cualidades y forma de pastorear. Sólo en la medida en que vuestra vida vaya siendo, cada día más, un reflejo de la vida de Jesús, podréis ser verdaderos pastores en la Iglesia.
3. Además, la vocación del Señor para ser pastores de su pueblo transforma vuestra vida y la configura plenamente y para siempre. Todas las virtudes propias de la ascesis cristiana han de ser en vosotros las del pastor, tomando así un aspecto peculiar, que el Concilio Vaticano II define como “ascesis propia del pastor de almas” (Presbyterorum ordinis, 13). Dar la vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11) significa que vuestra vida debe estar marcada por la entrega total al Pueblo de Dios y que ya no os poseéis, por el hecho de haber entregado definitivamente vuestro ser a la excelsa misión de pastores.
Pastores llamados a ser también portadores del amor misericordioso del Buen Pastor. ¡Con qué imágenes tan expresivas nos lo ha recordado el profeta! Se trata de buscar incansablemente a las ovejas perdidas, de hacer volver a las descarriadas, de vendar a las heridas, de curar a las enfermas, de guardar a las fuertes (cf Ez 34, 16). Ser portador de la misericordia es ser el hombre del perdón y de la reconciliación; que proclama la conversión constante y nunca cierra la puerta al débil, al pecador; que siempre está dispuesto a abrir los brazos al hijo pródigo que vuelve a la casa del Padre (cf Lc 15, 20).
En este nuestro mundo, tan expuesto a tentaciones que apartan al hombre del misterio de Dios, el sacerdote, como buen pastor, tiene que ser transparencia del rostro misericordioso de Jesús, el único que salva; tiene que enseñar a los hombres que Dios los ama infinitamente y siempre los espera. Y vosotros, en la tarea pastoral, habréis de reflejar estos mismos sentimientos, de modo que os hagan aparecer realmente como los hombres de la misericordia de Jesús.
4. ¡Sed pastores en la unidad del presbiterio!
En la segunda lectura, el apóstol Pablo nos exhorta a vivir intensamente la comunión. De ahí brota la constante invitación a ser pastores en una Iglesia–comunión, en una diócesis–comunión, en un presbiterio–comunión.
Debéis ser pastores en la unidad con vuestro Obispo y en la unidad fraterna con el propio presbiterio. Vuestro ministerio sólo puede tener sentido en la vinculación ontológica y sacramental de vuestro sacerdocio con el Obispo y vuestros hermanos sacerdotes. “Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro” (1Co 12, 27). Como dije ya en la clausura del Sínodo Episcopal sobre la formación de los sacerdotes, la doctrina conciliar sobre el Presbiterio “invita a los obispos y a los sacerdotes a que vivan esta realidad que es fuente de una rica espiritualidad y de una fecunda acción pastoral” (Discurso a la VIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, n. 9, 27 de octubre de 1990).
Cada uno ha de poner al servicio del propio ministerio todo su esfuerzo, sus cualidades, su estilo, siendo siempre fermento de unidad y de paz en medio del pueblo de Dios, pero principalmente dentro del propio presbiterio. ¡Cuántas veces las pequeñas diferencias llevan a rupturas y distanciamientos, creando divisiones desproporcionadas, sin razón suficiente para sacrificar el don de la unidad y de la paz! Cada uno de vosotros, juntamente con su Obispo, debe ser servidor de la unidad entre todas las vocaciones, ministerios y carismas. Y debe ser también, con el Obispo y bajo su autoridad, garante y custodio de esa herencia apostólica.
5. Los años de permanencia en Roma os permiten tener sin duda una especial experiencia de Iglesia universal, no sólo por estar cerca del Sucesor de Pedro sino también por los variados contactos con Pastores de las Iglesias particulares y con otros eclesiásticos de diferentes países y continentes, lo cual expresa de manera palpable la esencial unidad y comunión de nuestra fe según la herencia y el “testimonio” recibido de los Apóstoles Pedro y Pablo (cf. Lumen gentium, 18, 23). Asimismo, el período de formación en Roma es para cada uno de vosotros ocasión de convivencia intereclesial y de intercambio cultural, no únicamente con los compañeros de otras diócesis españolas sino también con estudiantes procedentes de todas las partes del mundo.
Toda esta riqueza de experiencias, queridos sacerdotes y seminaristas, debe ayudaros a adquirir sólidamente la virtud del equilibrio a nivel personal, doctrinal y eclesial, tan necesaria en el ministerio pastoral. El pastor que se dejara llevar incautamente de cualquier idea nueva, sólo por el mero hecho de serlo, correría el grave peligro de exponer su grey al “pasto de las fieras” (Ez 34, 8), como dice el profeta, y su pastoreo sería motivo de confusión doctrinal, desorientando al pueblo de Dios.
6. ¡Vivid la comunión y misión eclesial desde el misterio de la Trinidad!
El misterio nos acerca a la profundidad de Dios Amor, manifestada en Jesucristo. La oración sacerdotal de Jesús, transmitida por el evangelio de Juan, nos deja entrever hoy esta misma profundidad. La misión que Jesús quiere compartir con nosotros, tiene su origen en este misterio de Dios Amor. Por esto la comunión de cada sacerdote con el Obispo y el presbiterio diocesano debe ser imagen del misterio de amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, para edificar así la comunidad eclesial y humana según el mandato del amor.
La misión y vida de comunión del pastor ha de apoyarse siempre en el misterio de la unidad trinitaria de Dios: “Para que sean uno, como nosotros” (Jn 17, 11). Jesús nos envía, al igual que El fue enviado por el Padre: “como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo” (Ibíd., 17, 18). Por ello, en el amor infinito de Dios tenemos el modelo de cómo ha de ser nuestra entrega en el sacerdocio: “Los has amado como me has amado a mí” (Ibíd., 17, 23), nos dice Jesús en la oración sacerdotal. De esa fuerza del amor entre el Padre y el Hijo, que se derrama en nosotros por el Espíritu (cf. Rm 5, 5), nace nuestra misión y comunión; nace la necesidad de ser portadores del amor de Dios en el mundo; nace el gozo inefable por el don de ser sacerdotes. Sentirse amados por Dios en Cristo es, pues, el fundamento de nuestra entrega generosa a la misión apostólica.
El amor llevó a Jesús a entregarse en oblación por nosotros: “por ellos me consagro yo” (Jn 17, 19). También nosotros, como Jesús y con El, damos la vida por nuestras ovejas (cf. Jn 10, 11). Por esto, la caridad, pastoral del sacerdote, expresada en pobreza, obediencia y castidad, es como un signo sacramental del amor del Buen Pastor a sus ovejas.
Al contemplar el misterio del amor de Dios se entiende entonces claramente cómo debe ser nuestra vida de entrega y sacrificio, y al mismo tiempo se siente la exigencia de imitar a Jesucristo, el Buen Pastor y Maestro de Pastores.
7. Al exponeros la figura del Buen Pastor, que debe encarnarse en la vida sacerdotal de cada uno de vosotros, he tenido presentes en mi corazón y mi recuerdo a tantas figuras de santos sacerdotes que os precedieron; de modo especial, San Juan de Ávila, patrono del clero secular español, y el Beato Manuel Domingo y Sol, fundador de este benemérito Colegio de San José.
¡Ojalá este Centenario os brinde una nueva ocasión para profundizar y hacer propias las insondables riquezas del sacerdocio! Ello sería, sin duda, uno de los mejores frutos de tan gozosa celebración.
Antes de finalizar nuestro encuentro quiero invocar sobre todos y cada uno de vosotros, sobre vuestras Iglesias particulares en la querida España y sobre vuestras familias, la protección de María, a la que invocáis como Virgen de la Clemencia, cuya imagen “Mater Clementissima”, que por tantos decenios presidió el Colegio en el Palacio Altemps, sigue ahora acompañando la vida sacerdotal de los alumnos de la actual sede del Colegio. Que Ella, Madre de los discípulos de Jesús, la Virgen del Cenáculo y Reina de los Apóstoles, os alcance la plenitud del Espíritu para que haga muy fecundo vuestro ministerio sacerdotal, al servicio de la Iglesia como misterio, comunión y misión.
¡“Padre santo: guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros”! (Ibíd., 17, 11)
Amén.
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