SANTA MISA IN CENA DOMINI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo, 9 de abril de 1998
1. «Verbum caro, panem verum, Verbo carnem efficit...».
«Con su palabra, el Verbo, hecho carne, convierte el pan en su cuerpo y el vino en su propia sangre; aunque fallen los sentidos, es suficiente la fe».
Estas poéticas palabras de santo Tomás de Aquino convienen perfectamente a esta liturgia vespertina «in cena Domini», y nos ayudan a entrar en el núcleo del misterio que celebramos. En el evangelio leemos: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Hoy es el día en el que recordamos la institución de la Eucaristía, don del amor y manantial inagotable de amor. En ella está escrito y enraizado el mandamiento nuevo: «Mandatum novum do vobis...»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros» (Jn 13, 34).
2. El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y a sus hermanos. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud de servicio: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 13-14). Con este gesto, Jesús revela un rasgo característico de su misión: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27). Así pues, solamente es verdadero discípulo de Cristo quien lo imita en su vida, haciéndose como él solícito en el servicio a los demás, también con sacrificio personal. En efecto, el servicio, es decir, la solicitud por las necesidades del prójimo, constituye la esencia de todo poder bien ordenado: reinar significa servir. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos, supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender plenamente el acontecimiento de la última cena, que estamos conmemorando.
3. La liturgia define el Jueves santo como «el hoy eucarístico», el día en que «nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre» (Canon romano para el Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo, instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo «la víspera de su pasión», y repite sobre el pan: «Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11, 24) y luego sobre el cáliz: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (1 Co 11, 25). Desde aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde, Jueves santo de 1998, la Iglesia vive mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor.
Aceptemos, esta tarde, la invitación de san Agustín: ¡Oh Iglesia amadísima, «manduca vitam, bibe vitam: habebis vitam, et integra est vita!»: «come la vida, bebe la vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra» (Sermón 131, I, 1).
4. «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi...». Adoremos este «mysterium fidei», del que se alimenta incesantemente la Iglesia. Avivemos en nuestro corazón el profundo y ardiente sentido del inmenso don que constituye para nosotros la Eucaristía.
Y avivemos también la gratitud, vinculada al reconocimiento del hecho de que nada hay en nosotros que no nos haya dado el Padre de toda misericordia (cf. 2 Co 1, 3). La Eucaristía, el gran «misterio de la fe», sigue siendo ante todo y sobre todo un don, algo que hemos «recibido». Lo reafirma san Pablo, al introducir el relato de la última cena con estas palabras: «Yo recibí del Señor lo que os he transmitido» (1 Co 11, 23). La Iglesia lo ha recibido de Cristo y al celebrar este sacramento da gracias al Padre celestial por lo que él, en Jesús, su Hijo, ha hecho por nosotros.
Acojamos en cada celebración eucarística este don, siempre nuevo; dejemos que su fuerza divina penetre en nuestro corazón y lo haga capaz de anunciar la muerte del Señor hasta que vuelva. «Mysterium fidei» canta el sacerdote después de la consagración, y los fieles responden: «Mortem tuam annuntiamus, Domine...»: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». La Eucaristía contiene en sí la suma de la fe pascual de la Iglesia.
También esta tarde damos gracias al Señor por haber instituido este gran sacramento. Lo celebramos y lo recibimos a fin de encontrar en él la fuerza para avanzar por el camino de la existencia esperando el día del Señor. Entonces seremos introducidos también nosotros en la morada donde Cristo, sumo sacerdote, ya ha entrado mediante el sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.
5. «Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine»: «Salve, verdadero cuerpo, nacido de María Virgen»; así reza hoy la Iglesia. En esta «espera de su venida», nos acompañe María, de la que Jesús tomó el cuerpo, el mismo cuerpo que esta tarde compartimos fraternalmente en el banquete eucarístico.
«Esto nobis praegustatum mortis in examine»: «Concédenos pregustarte en el momento decisivo de la muerte». Sí, tómanos de la mano, oh Jesús eucarístico, en esa hora suprema que nos introducirá en la luz de tu eternidad: «O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!».
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