APERTURA DE LA PUERTA SANTA
DE LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Martes 18 de enero de 2000
Queridos hermanos y hermanas:
1. Las palabras de san Pablo a la comunidad de Corinto: "En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12, 13), parecen servir de contrapunto a la oración de Cristo: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17, 21).
¡La oración de Cristo por la unidad! Es la oración que él elevó al Padre en la inminencia de su pasión y su muerte. A pesar de nuestras resistencias, esa oración sigue dando fruto, si bien de modo misterioso. ¿No brota de ella la gracia del "movimiento ecuménico"? Como afirma el concilio Vaticano II, "el Señor de los tiempos (...) últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión", de forma que "ha surgido, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, un movimiento cada día más amplio para restaurar la unidad de todos los cristianos" (Unitatis redintegratio, 1). Nosotros hemos sido y somos testigos de ello. Todos nos hemos enriquecido con la gracia del Espíritu Santo, que guía nuestros pasos hacia la unidad y la comunión plena y visible.
La Semana de oración por la unidad de los cristianos se inaugura hoy en Roma con la celebración para la que estamos ahora reunidos. He querido que con ella coincidiera la apertura de la Puerta santa en esta basílica dedicada al Apóstol de las gentes, a fin de subrayar la dimensión ecuménica que debe caracterizar el Año jubilar 2000. Al inicio de un nuevo milenio cristiano, en este año de gracia que nos invita a convertirnos más radicalmente al Evangelio, debemos dirigirnos con una súplica más apremiante al Espíritu, implorando la gracia de nuestra unidad.
"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo": nosotros, representantes de pueblos y naciones diversos, de varias Iglesias y comunidades eclesiales, reunidos en la basílica que lleva el nombre de san Pablo, nos sentimos directamente interpelados por esas palabras del Apóstol de las gentes. Sabemos que somos hermanos aún divididos, pero ya estamos encaminados con firme convicción por la senda que lleva a la plena unidad del Cuerpo de Cristo.
2. Queridos hermanos y hermanas, ¡sed todos bienvenidos! A cada uno de vosotros doy mi abrazo de paz en el Señor, que nos ha reunido, a la vez que os agradezco cordialmente vuestra presencia, que tanto aprecio. En cada uno de vosotros quiero saludar, con el "beso santo" (Rm 16, 16), a todos los miembros de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, que dignamente representáis.
¡Bienvenidos a este encuentro, que marca un paso adelante hacia la unidad en el Espíritu, en el que "hemos sido bautizados"! El bautismo que hemos recibido es único. Crea un vínculo sacramental de unidad entre todos los que por él han sido regenerados. Esta agua purificadora, "agua de vida", nos permite pasar a través de la única "puerta" que es Cristo: "Yo soy la puerta: si uno entra por mí, se salvará" (Jn 10, 9). Cristo es la puerta de nuestra salvación, que lleva a la reconciliación, a la paz y a la unidad. Él es "la luz del mundo" (Jn 8, 12) y nosotros, conformándonos plenamente a él, estamos llamados a llevar esta luz al nuevo siglo y al nuevo milenio
El humilde símbolo de una puerta que se abre entraña una extraordinaria riqueza de significado: proclama a todos que Jesucristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). Lo es para todo ser humano. Este anuncio llegará con tanta mayor fuerza cuanto más unidos estemos, haciendo que nos reconozcan como discípulos de Cristo al ver que nos amamos los unos a los otros como él nos ha amado (cf. Jn 13, 35; 15, 12). Muy oportunamente el concilio Vaticano II recordó que la división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el anuncio del Evangelio a toda criatura (cf. Unitatis redintegratio, 1).
3. La unidad que quiere Jesús para sus discípulos es participación en la unidad que él tiene con el Padre y que el Padre tiene con él: "Como tú, Padre, en mí y yo en ti ―dijo en la Última Cena―, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). Por consiguiente, la Iglesia, "pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (san Cipriano, De Dom. orat., 23), no puede por menos de mirar constantemente al supremo modelo y principio de la unidad que resplandece en el misterio trinitario.
El Padre y el Hijo, con el Espíritu Santo, son uno en distintas personas. La fe nos enseña que, por obra del Espíritu, el Hijo se encarnó en el seno de la Virgen María y se hizo hombre (Credo). A las puertas de Damasco, san Pablo experimentó de modo singularísimo, por la fuerza del Espíritu, a Cristo encarnado, crucificado y resucitado, y se convirtió en apóstol de Aquel "que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2, 7).
Cuando escribe: "En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12, 13), desea expresar su fe en la encarnación del Hijo de Dios y revelar la peculiar analogía del cuerpo de Cristo: la analogía entre el cuerpo del Dios-hombre, un cuerpo físico, que se hizo sujeto de nuestra redención, y su cuerpo místico y social, que es la Iglesia. Cristo vive en ella, haciéndose presente, mediante el Espíritu Santo, en todos los que formamos en él un solo cuerpo.
4. ¿Puede un cuerpo estar dividido? ¿Puede la Iglesia, cuerpo de Cristo, estar dividida? Ya desde los primeros concilios, los cristianos han profesado juntos: "creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica". Saben, con san Pablo, que hay un solo cuerpo, un solo Espíritu, como es una la esperanza a que han sido llamados: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está presente en todos" (Ef 4, 4-6).
Con respecto a este misterio de unidad, que es don de lo alto, las divisiones presentan un carácter histórico que atestigua las debilidades humanas de los cristianos. El concilio Vaticano II reconoció que surgieron "a veces no sin culpa de los hombres por ambas partes" (Unitatis redintegratio, 3). En este año de gracia cada uno de nosotros debe tomar mayor conciencia de la propia responsabilidad en las rupturas que marcan la historia del Cuerpo místico de Cristo. Esa conciencia es indispensable para progresar hacia la meta que el Concilio calificó como unitatis redintegratio, la reconstrucción de nuestra unidad.
Pero el restablecimiento de la unidad no es posible sin una conversión interior, porque el deseo de la unidad nace y madura de la renovación de la mente, del amor a la verdad, de la abnegación de sí mismos y de la libre efusión de la caridad. La conversión de corazón y la santidad de vida, la oración personal y comunitaria por la unidad, son el núcleo que constituye la fuerza y esencia del movimiento ecuménico.
La aspiración a la unidad va acompañada de una profunda capacidad de "sacrificio" de lo que es personal, para disponer el alma a una fidelidad cada vez mayor al Evangelio. Prepararnos al sacrificio de la unidad significa cambiar nuestra mirada, dilatar nuestro horizonte, saber reconocer la acción del Espíritu, que actúa en nuestros hermanos, descubrir nuevos rostros de santidad, abrirnos a aspectos inéditos del compromiso cristiano.
Si, sostenidos por la oración, renovamos nuestra mente y nuestro corazón, el diálogo que mantenemos actualmente acabará por superar los límites de un intercambio de ideas y se transformará en intercambio de dones, se hará diálogo de la caridad y de la verdad, impulsándonos y estimulándonos a proseguir hasta poder ofrecer a Dios "el sacrificio mayor", es decir, el de nuestra paz y de nuestra concordia fraterna (cf. san Cipriano, De Dom. orat., 23).
5. En esta basílica, construida en honor de san Pablo, recordando las palabras con que el Apóstol ha interpelado hoy nuestra fe y nuestra esperanza ―"En un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo" (1 Co 12, 13)―, pedimos perdón a Cristo por todo lo que en la historia de la Iglesia ha perjudicado a su plan de unidad. Le pedimos con confianza a él, puerta de la vida, puerta de la salvación, puerta de la paz, que sostenga nuestros pasos, que haga duraderos los progresos ya logrados y que nos conceda el apoyo de su Espíritu, para que nuestro compromiso sea cada vez más auténtico y eficaz.
Queridos hermanos y hermanas, en este momento solemne expreso el deseo de que el año de gracia 2000 sea para todos los discípulos de Cristo ocasión para dar nuevo impulso al compromiso ecuménico, acogiéndolo como un imperativo de la conciencia cristiana. De él depende en gran parte el futuro de la evangelización, la proclamación del Evangelio a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Desde esta basílica, en la que nos hallamos reunidos con el alma llena de esperanza, dirijo la mirada hacia el nuevo milenio. Del corazón me brota el deseo, que se hace súplica apremiante ante el trono del Eterno, de que en un futuro no muy lejano los cristianos, reconciliados finalmente, vuelvan a caminar juntos como un solo pueblo, cumpliendo el designio del Padre, un pueblo capaz de repetir, a una sola voz, con la alegría de una fraternidad renovada: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1, 3).
El Señor Jesús escuche nuestros deseos y nuestra ardiente súplica. Amén.
"Unidad, unidad", este grito que escuché en Bucarest, durante mi visita a Rumanía, vuelve ahora a mi memoria. "Unidad, unidad", gritaba el pueblo reunido durante la celebración eucarística: todos los cristianos ―católicos, ortodoxos y protestantes evangélicos― gritaban "unidad, unidad". Gracias por esta exclamación consoladora de nuestros hermanos y hermanas. Ojalá nosotros podamos salir de esta basílica exclamando también como ellos: "Unidad, unidad". Gracias.
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