CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA IGLESIA QUE ESTÁ EN HUNGRÍA
Al cardenal László Lékai,
arzobispo de Esztergom,
a los arzobispos, obispos, clero, religiosos y religiosas,
y a todos los fieles de Hungría.
1. En diciembre de 1978, pocas semanas después de mi elección al supremo pontificado, quise enviaros una Carta que os llevase mi saludo y mi bendición apostólica, así como mis fervientes votos de bien a vosotros, católicos, y a todo el noble pueblo húngaro. En el documento recordaba también los particulares vínculos históricos y afectivos que me unen a vosotros, exaltaba la gran figura de San Esteban, padre de la patria y apóstol de Cristo y de la fe católica, y deseaba que la Iglesia católica, que tuvo una parte de tanto relieve en la historia de vuestra nación, pudiese también continuar iluminando en el futuro el rostro espiritual de Hungría.
2. A principios de abril del año pasado recibí al señor cardenal László Lékai, acompañado de diversos prelados y de un grupo de sacerdotes y fieles, reunidos en Roma para celebrar el IV centenario de la fundación del Pontificio Colegio Húngaro —unido desde los primeros años al Pontificio Colegio Germánico—, así como el 50 aniversario de la erección del Pontificio Instituto Eclesiástico Húngaro: dos instituciones que han formado santos y sabios sacerdotes, elevados frecuentemente a altas responsabilidades en la Iglesia.
Al dirigir mi palabra a los presentes afirmaba, entre otras cosas, haber sabido con viva satisfacción que los obispos y el clero se dedican con especial y creciente empeño, a la formación de la juventud. Y ahora me place comprobar que, además del Pontificio Instituto Eclesiástico, también el Pontificio Colegio Húngaro ha reanudado su actividad con la presencia de dos estudiantes seminaristas enviados a Roma para completar su formación eclesiástica.
3. Deseo recordar también que, durante este mi primer período de pontificado, he tenido la posibilidad de recibir en audiencia privada a varios de vuestros prelados y también a grupos de peregrinos húngaros en las audiencias generales. Quiero manifestar también aquí mi alegría por estos encuentros y el consuelo que en ellos he recibido.
4. Siento ahora el deber de hablar con vosotros sobre un tema de importancia primordial para la vida y el desarrollo de la Iglesia católica en todas partes y, por lo tanto, también en Hungría, tema por el que siento particular interés: la catequesis de los fieles, y especialmente de los niños y de los jóvenes.
La catequesis siempre ha sido considerada por la Iglesia como uno de sus deberes fundamentales, que nace del último mandamiento del Señor resucitado: hacer discípulos a todas las gentes, y enseñarles a observar todo lo que El había prescrito. La Iglesia, en su vida casi bimilenaria, ha consagrado constantemente sus energías a esta finalidad.
Limitándome a recordar los tiempos más cercanos a nosotros, debo decir que los Papas han reservado a la catequesis un lugar eminente en su solicitud pastoral. Pablo VI ha prestado un servicio de modo ejemplar a la catequesis de la Iglesia con su predicación, con su autorizada interpretación del Concilio Ecuménico Vaticano II, al que consideraba como el gran catecismo de los tiempos modernos, y con su misma vida. Entre los diversos documentos aprobados o emanados de él, deseo recordar 1a Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, del 8 de diciembre de 1975; y Pablo VI fue quien quiso que la catequesis, especialmente la que se refiere a los niños y a los jóvenes, fuese el tema de la IV Asamblea General del Sínodo de los Obispos, celebrada durante el mes de octubre de 1977, en la que yo mismo tuve la suerte y la alegría de participar.
Este Sínodo trabajó en un clima excepcional de esperanza y reconoció con gratitud, en la renovación catequística, un don precioso del Espíritu Santo a la Iglesia contemporánea, un don al que responden las comunidades cristianas con generosidad y entrega en todas partes.
En el mismo clima de fe y esperanza dirigí el 16 de octubre de 1979 a los obispos, al clero y a los fieles de toda la Iglesia, mi Exhortación Apostólica Catechesi tradendae.
En este documento he recogido, sustancialmente, las consideraciones que el Papa Pablo VI había preparado, utilizando la documentación que dejó el Sínodo, y que el inolvidable Papa Juan Pablo I, catequista por excelencia, estaba para publicar cuando fue llamado inopinadamente a la casa del Padre.
5. No es mi intención repetir lo que he escrito en mi reciente Exhortación; aquí recuerdo algunos puntos de particular interés para la Iglesia en Hungría, mientas os invito y exhorto a meditar toda la enseñanza contenida en este documento mío.
Cristo, Verbo encarnado e Hijo de Dios, es lo que se enseña en la catequesis, y todo lo demás se enseña en referencia a El. Sólo Cristo es nuestro Maestro; todos los demás lo son en la medida en que son su portavoz, permitiendo a Cristo enseñar por su boca.
La acción catequética es una tarea absolutamente primordial en la misión de la Iglesia. La Iglesia debe consagrar a la catequesis sus mejores energías. Esta es una actitud de fe a la que Dios no dejará de responder.
La catequesis es una obra de la que toda la Iglesia debe sentirse y debe querer ser responsable. Pero los miembros de la Iglesia tienen responsabilidades distintas, que se derivan de la misión de cada uno y también de las circunstancias particulares. Pero sobre este punto volveré después en esta Carta.
La catequesis, al ser ante todo un camino que debe hacer posible un encuentro vital con la persona de Cristo, mediante la fe, comprende de modo especial la enseñanza de la doctrina de Cristo, con el fin de iniciar a los oyentes —niños, jóvenes y adultos— en la vida cristiana y en su enriquecimiento. Si es verdad que ser cristianos significa decir "sí" a Jesucristo, es preciso recordar que este "sí" tiene dos niveles: consiste en abandonarse a la Palabra de Dios, apoyándose en ella; pero significa también, en una segunda instancia, esforzarse por conocer mejor el sentido profundo de esta Palabra. La catequesis es necesaria tanto para la maduración de la fe de los cristianos, como también para su testimonio en el mundo.
Todos tienen necesidad de ser catequizados. Un momento frecuentemente decisivo es ése en que el niño recibe de los padres y del ambiente familiar los primeros elementos de la catequesis, que quizá no sean más que una sencilla revelación del Padre celestial, bueno y providente, hacia quien el niño aprende a dirigir el propio corazón. Oraciones brevísimas que el niño aprenderá a balbucir, serán el comienzo de un diálogo amoroso con este Dios escondido. No podría insistir nunca demasiado ante los padres cristianos sobre este deber de la iniciación primera; obra capital que requiere un gran amor y un profundo respeto por el niño, que tiene derecho a una presentación sencilla y verdadera de la fe cristiana.
Paralelamente a la apertura a un círculo social más amplio, seguirá el momento de una catequesis destinada a introducir al muchacho, de modo orgánico, en la vida de la Iglesia, comprendiendo también una preparación inmediata a la celebración de los sacramentos: catequesis didáctica, pero dirigida también a dar un testimonio de la fe; catequesis inicial, pero no fragmentaria, puesto que deberá revelar —aunque sea de manera elemental— todos los misterios principales de la le y su incidencia en la vida moral y religiosa del muchacho; catequesis que da un sentido a los sacramentos, pero que, al mismo tiempo, recibe de los sacramentos que vive, una dimensión vital que no los convierta sólo en doctrinales, sino que comunique al muchacho la alegría de ser testigo de Cristo en el ambiente particular donde vive.
Viene después el momento de la adolescencia. Será necesaria una catequesis capaz de conducir a los adolescentes a una revisión de la propia vida, una catequesis que no ignore sus grandes problemas. La revelación de Jesucristo como amigo, como guía y modelo; la revelación de su mensaje capaz de dar respuesta a los interrogantes fundamentales de la vida.
Con la juventud llega la hora de las primeras grandes decisiones. Bien y mal, gracia y pecado, vida y muerte espiritual, se encuentran cada vez más en el joven como opciones fundamentales que deberá acoger o rechazar con lucidez y con sentido de responsabilidad. La catequesis asume una importancia considerable porque es el momento en que el Evangelio se podrá presentar, comprender y acoger como capaz de dar un sentido a la vida; la catequesis prepara así a los grandes compromisos cristianos de la vida de adulto.
Desde la primera infancia hasta los umbrales de la madurez, la catequesis debe ser una escuela permanente de la fe y seguir las grandes etapas de la vida como un faro que ilumina el camino al niño, al adolescente, al joven.
Punto importante es el problema central de la catequesis de los adultos. Esta es la forma principal de la catequesis, en cuanto se dirige a personas que tienen la responsabilidad mayor y la capacidad de vivir el mensaje cristiano en su forma plenamente desarrollada. La comunidad cristiana no podría hacer una catequesis permanente sin la directa y experimentada participación de los adultos, ya sean ellos los destinatarios o los promotores de la actividad catequética. La catequesis, para ser eficaz, debe ser permanente, y en realidad sería vana si se detuviera en los umbrales de la madurez, puesto que no es menos necesaria para los adultos, aunque ciertamente bajo una forma diversa.
Comunidad bajo la dirección de la jerarquía. En mi Exhortación Apostólica Catechesi tradendae he indicado y sugerido algunas vías y medios de la catequesis: instrumentos de comunicación social, peregrinaciones, misiones tradicionales, círculos bíblicos, grupos caritativos, grupos de oración, grupos de reflexión cristiana. He recordado también las reuniones de las comunidades eclesiales de base, en la medida en que corresponden a los criterios expuestos en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, esto es:
a) que permanezcan firmemente unidas a las Iglesias locales en las que están insertas y a la Iglesia universal, evitando así el peligro de aislarse y de creerse luego la sola Iglesia auténtica de Cristo;
b) que conserven una sincera comunión con los Pastores que el Señor ha puesto al frente de la Iglesia y con el Magisterio que el Espíritu de Cristo les ha confiado;
c) que crezcan cada día en el sentido de responsabilidad, de celo y dedicación misionera;
d) que no se crean jamás el único destinatario o el único agente de evangelización, esto es, el único depositario del Evangelio, sino que acepten que la Iglesia se encarna también en formas que no son las de ellos;
e) que busquen su propio alimento en la Palabra de Dios sin dejarse aprisionar por polarizaciones políticas o ideologías de moda;
f) que eviten la tentación de la contestación sistemática y del espíritu hipercrítica, bajo pretexto de autenticidad y de espíritu de colaboración;
g) que se muestren universales y no sectarias.
Vivimos en un mundo difícil, en el que la angustia que se deriva de ver que las mejores realizaciones del hombre se le escapan de la mano y se vuelven contra él, crea un clima de incertidumbre. Dentro de este mundo es donde la catequesis debe ayudar a los cristianos a ser "luz" y "sal", para alegría suya y para servicio de todos. La catequesis debe enseñar a los jóvenes y a los adultos de nuestras comunidades a ser lúcidos y coherentes en su fe, a afirmar con serenidad su identidad cristiana y católica, a adherirse tan fuertemente al absoluto de Dios, que puedan testimoniarlo en todas partes y en todas circunstancias.
El don más precioso que la Iglesia puede ofrecer al mundo contemporáneo, desorientado e inquieto, es formar en él cristianos seguros en lo esencial y humildemente gozosos de su fe. La catequesis les enseñará esto, y el mundo sacará provecho de ello antes que nadie. «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, y a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en El con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (Redemptor hominis, 10).
El deber de la catequesis incumbe ante todo a los obispos. El Concilio Ecuménico Vaticano II recordó ya este grave deber (Christus Dominus, 14), y los padres de la IV Asamblea General del Sínodo lo subrayaron fuertemente. Los obispos son los primerísimos responsables de la catequesis; vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, sois los catequistas por excelencia. El compromiso de promover una catequesis activa y eficaz no debe ceder en nada a cualquier otra preocupación. Vuestro papel principal será el de suscitar y mantener en vuestras Iglesias una auténtica pasión por la catequesis, una pasión que se encarne en una organización adecuada y eficaz. Si se hace bien la catequesis en las Iglesias locales, todo lo demás se realizará más fácilmente.
En cuanto a vosotros, sacerdotes, he aquí un campo en el que sois colaboradores inmediatos de vuestros obispos. Sois "educadores en la fe" (Presbyterorum ordinis, 6). La Iglesia espera de vosotros que no descuidéis nada en orden a una obra catequística bien estructurada y bien ordenada. Todos los creyentes tienen derecho a la catequesis, todos los Pastores tienen el deber de proporcionársela. No permitáis nunca que, por falta de celo, los fieles queden privados de catequesis.
Muchas familias religiosas, masculinas y femeninas, han nacido para la educación cristiana de los niños y de los jóvenes, sobre todo de los más abandonados. En el curso de la historia, los religiosos y las religiosas se han hallado muy comprometidos en la actividad catequética de la Iglesia, desarrollando en ella un trabajo particularmente adecuado y eficaz. Y estoy seguro de que los religiosos y religiosas también ahora continuarán dedicándose de la mejor manera posible y con todas sus energías, a la tarea catequística.
Me place recordar que también los fieles laicos, hombres y mujeres, se dedicaban en el pasado a la enseñanza de la religión; este compromiso hacía su fe cada vez más profunda y los hacía partícipes de la alegría y de la gloria de difundir cada vez más el dulce reino de Cristo.
La acción catequística de la familia tiene un carácter particular y, en cierto sentido, insustituible. Esta educación en la fe por parte de los padres, educación que debe comenzar desde la más tierna edad de los hijos, se desarrolla ya cuando los miembros de una familia se ayudan mutuamente a crecer en la fe, gracias a su testimonio cristiano. Se hace más incisiva cuando, coincidiendo con los acontecimientos familiares —cómo la recepción de los sacramentos, la celebración de grandes fiestas litúrgicas, el nacimiento de un niño, una circunstancia luctuosa— se preocupa de explicar en el seno de la familia de los creyentes el contenido religioso de estos acontecimientos. Pero es necesario ir más lejos: los padres cristianos se esforzarán por proseguir y renovar, en el contexto familiar, la formación más metódica que ellos recibieron. La catequesis familiar, por tanto, precede, acompaña y enriquece a todas las otras formas de catequesis. Los padres cristianos nunca se esforzarán bastante para prepararse a este ministerio de catequistas de sus hijos y para ejercerlo con un celo infatigable.
Al lado de la familia la escuela puede ofrecer a la catequesis posibilidades que no se deben descuidar. Me refiero ante todo, como es obvio, a las ocho escuelas católicas que hay en vuestra patria. Pero pienso, además, en las escuelas estatales.
Expreso el vivísimo deseo de que los padres católicos, aprovechando las posibilidades que ofrecen las disposiciones legales, pidan para sus hijos la enseñanza religiosa impartida en las escuelas estatales, de modo que puedan progresar en su formación espiritual. Tengo la firme convicción de que el respeto manifestado a la fe católica de los jóvenes —hasta el punto de permitir su educación, su consolidación, su libre expresión y su práctica— hará honor ciertamente también a vuestras autoridades civiles.
Al terminar esta Carta os exhorto a dirigir vuestro corazón hacia Aquel que es el principio inspirador de toda la obra catequética, y de quienes la realizan: al Espíritu Santo. La catequesis, que es crecimiento en la fe y maduración de la vida cristiana hacia la plenitud, es obra que solamente El puede suscitar y alimentar en la Iglesia. Por tanto, cuando la Iglesia, y cada uno de sus miembros, realiza la misión de hacer catequesis, debe ser plenamente consciente de actuar como instrumento vivo y dócil del Espíritu Santo. También hay que decir que el deseo de comprender mejor la acción del Espíritu y de abandonarse totalmente a El, no puede menos de suscitar una floración catequética.
Invoco de todo corazón sobre la Iglesia que catequiza en Hungría al Espíritu del Padre y del Hijo, y le suplico que renueve en ella el dinamismo catequético.
Que la Virgen de Pentecostés —"catecismo viviente", "madre y modelo de los catequistas"— os obtenga todo esto con su valiosísima intercesión.
Con mi especial bendición apostólica.
Pascua de Resurrección 1980.
IOANNES PAULUS PP. lI
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