CARTA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A LA SECRETARIA GENERAL DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL DE LA ONU SOBRE LA POBLACIÓN Y EL DESARROLLO*
A la señora Nafis Sadik,
secretaria general de la Conferencia internacional de las Naciones Unidas
sobre la población y el desarrollo
1. La saludo a usted, señora secretaria general, en este momento en que está dedicándose intensamente a la preparación de la Conferencia internacional de 1994 sobre la población y el desarrollo, que se celebrará en El Cairo el próximo mes de septiembre. Su visita me brinda la oportunidad de compartir con usted algunos pensamientos sobre un tema, cuya importancia vital para el bienestar y el progreso de la familia humana todos reconocemos. El tema de la Conferencia de El Cairo es de suma importancia, considerando que sigue ahondándose el abismo que separa a los ricos y los pobres del mundo. Esta situación representa un creciente peligro para la paz, que la humanidad tanto anhela.
La situación de la población mundial es muy compleja. Hay muchas diferencias no sólo entre los diversos continentes, sino incluso entre las diversas regiones. Los estudios de las Naciones Unidas nos informan que se prevé una disminución rápida del índice global de crecimiento de la población durante la década de 1990, tendencia que continuará en el nuevo siglo. El índice de población sigue siendo alto en algunas de las naciones menos desarrolladas del mundo, mientras que ha disminuido notablemente en las naciones más industrializadas.
2. La Santa Sede ha seguido cuidadosamente estas cuestiones, preocupándose de manera especial por valorar con exactitud y objetividad los problemas demográficos y exhortando a la solidaridad mundial con respecto a los planes de desarrollo, sobre todo cuando interesan a las naciones que están en vías de desarrollo. En este campo, nos ha beneficiado la participación en los encuentros de la Comisión de las Naciones Unidas sobre la población, así como los estudios del Departamento de dicha organización sobre la población. La Santa Sede ha participado también en todos los encuentros regionales preparatorios de la Conferencia de El Cairo, adquiriendo una mayor comprensión de las diferencias regionales y contribuyendo a las discusiones en cada ocasión.
La Santa Sede, según su competencia y su misión específicas, se preocupa por prestar una adecuada atención a los principios éticos que determinan las iniciativas que se han de tomar en respuesta a los análisis demográfico, sociológico y público de los datos sobre las tendencias de la población. La Santa Sede centra su atención en algunas verdades fundamentales: que toda persona tiene una dignidad y un valor incondicionales e inalienables, independientemente de la edad, del sexo, de la religión y de la nacionalidad; que la misma vida humana es sagrada desde el momento de su concepción hasta el de su ocaso natural; que los derechos humanos son innatos y trascienden cualquier orden constitucional; y que la unidad fundamental de la raza humana exige que todos se comprometan a edificar una comunidad libre de injusticias y que luche por promover y garantizar el bien común. Estas verdades sobre la persona humana son la medida de cualquier respuesta a los resultados que brotan del examen de los datos demográficos. A la luz de los auténticos valores humanos —reconocidos por los pueblos de diversas culturas y tradiciones religiosas y nacionales en todo el mundo— hay que evaluar todas las opciones políticas. Ninguna meta y ninguna política pueden ser positivas para un pueblo, si no respetan la dignidad única y las necesidades objetivas de ese pueblo.
3. Por lo general, todos están de acuerdo en que la política demográfica representa sólo una parte de una estrategia global de desarrollo. Así pues, es importante que cualquier discusión sobre políticas demográficas tenga en cuenta el desarrollo actual y futuro de las naciones y las zonas. Al mismo tiempo, es imposible no considerar la verdadera naturaleza de lo que significa el término desarrollo. Todo desarrollo digno de este nombre ha de ser integral, es decir, ha de buscar el verdadero bien de toda persona y de toda la persona. El auténtico desarrollo no puede consistir en la simple acumulación de bienestar y en una mayor disponibilidad de bienes y servicios, sino que hay que buscarlo con el debido respeto a las dimensiones social, cultural y espiritual del ser humano. Los programas de desarrollo han de elaborarse basándose en la justicia y la igualdad, para que permitan que la gente viva de manera digna, armoniosa y pacífica. Tienen que respetar la herencia cultural de los pueblos y las naciones, y las cualidades y virtudes sociales que reflejan la dignidad que Dios ha dado a todas las personas y el plan divino que las invita a la unidad. Es importante que los hombres y las mujeres sean protagonistas activos de su propio desarrollo, porque tratarlos como meros objetos de un esquema o de un plan podría anular su capacidad de ser libres y responsables, fundamental para el bien de la persona humana.
4. El desarrollo ha sido y sigue siendo un ámbito conveniente para que la comunidad internacional examine las cuestiones demográficas. En el marco de esas discusiones aparecen, naturalmente, las cuestiones relacionadas con la transmisión y el desarrollo de la vida humana. Pero plantear los problemas demográficos en términos de derechos sexuales o reproductivos individuales o, incluso, de derechos de la mujer, significa cambiar la perspectiva desde la que los gobiernos y los organismos internacionales deberían afrontarlos. Digo esto sin ánimo de disminuir la importancia de garantizar la justicia y la igualdad a las mujeres.
Además, los problemas relacionados con la transmisión de la vida y su posterior desarrollo no se pueden analizar adecuadamente prescindiendo del bien de la familia: la comunión de personas que se establece en el matrimonio de un hombre y una mujer, y que —como afirma la Declaración de los derechos humanos— es «la célula natural y fundamental de la sociedad» (art. 16, 3). La familia es una institución fundada en la misma naturaleza de la persona humana, y es el ámbito adecuado para la concepción, el nacimiento y la educación de los hijos. En este momento de la historia, en el que se han desplegado muchas fuerzas poderosas contra la familia, es más importante que nunca que la Conferencia sobre la población y el desarrollo responda al desafío implícito que encierra la designación de 1994 como Año internacional de la familia por parte de las Naciones Unidas, haciendo todo lo que esté a su alcance para garantizar que la familia reciba de la sociedad y del Estado la protección a la que, como afirma la misma Declaración universal «tiene derecho» (ib.). De lo contrario, se traicionarían los ideales más nobles de las Naciones Unidas.
5. El deber de proteger a la familia exige hoy realizar un esfuerzo especial para garantizar a los esposos la libertad de decidir responsablemente, sin ningún tipo de coacción social y legal, cuántos hijos quieren tener y cómo quieren espaciar los nacimientos. Los gobiernos y las demás organizaciones no deben decidir en lugar de los esposos, sino, por el contrario, crear las condiciones sociales que les permitan tomar decisiones justas a la luz de sus responsabilidades ante Dios, ante sí mismos, ante la sociedad de la que forman parte y ante el orden moral objetivo. Lo que la Iglesia llama «paternidad responsable» no quiere decir procreación ilimitada o falta de conciencia de lo que implica educar a los hijos, sino más bien la facultad que los esposos tienen de usar su libertad inviolable de modo sabio y responsable teniendo en cuenta tanto las realidades sociales y demográficas, como su propia situación y sus deseos legítimos, a la luz de criterios morales objetivos. Hay que evitar resueltamente la propaganda o la desinformación encaminadas a persuadir a los esposos a que limiten su familia a uno o a dos hijos, y hay que apoyarlos cuando deciden generosamente tener una familia numerosa.
La Iglesia, en defensa de la persona humana, se opone a la imposición de límites al número de hijos, y a la promoción de métodos de control de la natalidad que separan las dimensiones unitiva y procreadora de la relación matrimonial y son contrarios a la ley moral inscrita en el corazón del hombre, o que atentan contra el carácter sagrado de la vida. Por esta razón, la esterilización, difundida cada vez más como método de planificación familiar, es evidentemente inaceptable a causa de su finalidad y su capacidad de violar los derechos humanos, en especial de la mujer. Representa un peligro aún mayor contra la dignidad y la libertad, cuando se la promueve como parte de una política demográfica. El aborto, que destruye la vida humana existente, es un crimen abominable, y no puede aceptarse nunca como método de planificación familiar, como reconoció unánimemente la Conferencia internacional de las Naciones Unidas sobre la población, celebrada en la ciudad de México en 1984.
6. En resumen, deseo poner de relieve, una vez más, lo que escribí en la encíclica Centesimus annus: «Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida. El ingenio del hombre parece orientarse, en este campo, a limitar, suprimir o anular las fuentes de la vida, recurriendo incluso al aborto, tan extendido por desgracia en el mundo, más que a defender y abrir las posibilidades a la vida misma» (n. 39).
7. Además de reafirmar el papel fundamental de la familia en la sociedad, deseo dedicar especial atención a la situación de los niños y las mujeres, que son a menudo los miembros más vulnerables de nuestras comunidades. No hay que considerar a los niños como un peso o un inconveniente, sino que hay que amarlos como portadores de esperanza y signos de promesa para el futuro. Su cuidado, que es esencial para su desarrollo y su educación, corresponde, ante todo, a los padres, pero la sociedad debe ayudar a la familia en sus necesidades y en sus esfuerzos por mantener un clima afectuoso, en el que los niños puedan desarrollarse. La sociedad ha de promover «también políticas sociales que tengan como objetivo principal a la familia misma, ayudándola mediante la asignación de recursos adecuados e instrumentos eficaces de ayuda, bien sea para la educación de los hijos, bien sea para la atención de los ancianos, evitando su alejamiento del núcleo familiar y consolidando las relaciones entre las generaciones» (Centesimus annus, 49). Una sociedad no puede afirmar que trata a los niños con justicia o protege sus intereses, si sus leyes no defienden sus derechos y no respetan la responsabilidad de sus padres con respecto a ellos.
8. Al reflexionar en la condición humana, nos causa pesar el hecho de que todavía hoy, al final del siglo XX, es necesario afirmar que toda mujer tiene la misma dignidad que el varón, y es miembro con plenos derechos de la familia humana, en la que tiene un lugar y una vocación complementaria a la del varón, pero de ningún modo menos valiosa. En gran parte del mundo hay mucho por hacer para afrontar las necesidades educativas y sanitarias de las niñas y las jóvenes, a fin de que puedan realizarse plenamente en la sociedad.
En la familia, que la esposa funda junto con su esposo, a ella le corresponde el papel único y privilegiado de la maternidad. De forma especial, tiene la misión de alimentar la nueva vida del hijo desde el momento de la concepción. En particular, la madre rodea al recién nacido de amor y seguridad, y crea el ambiente adecuado para su crecimiento y desarrollo. La sociedad no ha de permitir que se disminuya el papel materno de la mujer, o que se considere como un valor inferior respecto a otras posibilidades. Hay que atribuir mayor importancia a la función social de la madre, y apoyar los programas que procuran reducir la mortalidad materna, brindando atención prenantal y perinatal y satisfaciendo las necesidades alimentarias de las embarazadas y las lactantes; al mismo tiempo, hay que ayudarles a que proporcionen cuidados preventivos a sus hijos. A este respecto, es preciso prestar atención a los beneficios de la lactancia materna y de la prevención de las enfermedades infantiles, así como a los lazos maternos y al espaciamiento de los nacimientos.
9. Los estudios sobre la población y el desarrollo plantean inevitablemente el problema de las consecuencias ambientales del crecimiento demográfico. El problema ecológico, fundamentalmente, es también un problema moral. Aunque se echa a menudo la culpa de los problemas ambientales al crecimiento demográfico, sabemos muy bien que este asunto es muy complejo. Los modelos de consumo y de derroche, especialmente en las naciones desarrolladas, el agotamiento de los recursos naturales y la falta de medidas restrictivas o protectoras en algunos procesos industriales o productivos, ponen en peligro el ambiente natural.
La Conferencia de El Cairo piensa dedicar la debida atención a la morbilidad y la mortalidad, así como a la necesidad de eliminar todas las enfermedades mortales. Se han hecho progresos que han llevado a un aumento de las expectativas de vida, pero es preciso ocuparse también de los ancianos y de la contribución que pueden dar cuando se jubilan. La sociedad ha de poner en práctica políticas que afronten sus necesidades de seguridad social, asistencia sanitaria y participación activa en la vida de la comunidad.
El problema de la emigración es uno de los más serios cuando se examinan los datos demográficos. La comunidad internacional debe garantizar el reconocimiento y la defensa de los derechos de los inmigrantes. A este respecto, me preocupa especialmente la situación de las familias de emigrantes. La función del Estado consiste en garantizar que a las familias de emigrantes no les falten las garantías que tienen generalmente sus propios ciudadanos, protegerlos de cualquier intento de marginación, intolerancia o racismo, y promover una actitud de solidaridad auténtica y activa hacia ellos (cf. Mensaje para la jornada mundial del emigrante, 1993-1994, n. 1).
10. Mientras prosiguen los preparativos para la Conferencia de El Cairo, quisiera asegurarle a usted, señora secretaria general, que la Santa Sede es plenamente consciente de la complejidad de estas cuestiones. Dicha complejidad requiere que ponderemos atentamente las consecuencias que las estrategias y las recomendaciones que se adopten tendrán para las generaciones actuales y futuras. En este contexto, el borrador del documento final de la Conferencia de El Cairo, que ya se ha dado a conocer, me causa una gran preocupación. Muchos de los principios que acabo de mencionar no se recogen en sus páginas, o han sido totalmente marginados. En efecto, algunas de sus propuestas contradicen ciertos principios éticos fundamentales. Las consideraciones políticas o ideológicas no pueden constituir, de por sí, la base de decisiones esenciales para el futuro de nuestra sociedad. Aquí está en juego el mismo futuro de la humanidad. Las cuestiones fundamentales, como la transmisión de la vida, la familia, y el desarrollo material y moral de la sociedad, requieren un examen muy serio.
Por ejemplo, el borrador omite mencionar el consenso internacional de la Conferencia internacional sobre la población, celebrada en la ciudad de México en 1984, que afirmó que «en ningún caso hay que promover el aborto como método de planificación familiar». En realidad, existe una tendencia a promover el derecho, reconocido internacionalmente, de poder practicar el aborto a petición, sin restricción alguna y sin considerar los derechos de la criatura por nacer, de una manera que va más allá de lo que, por desgracia, ya permiten las leyes de algunas naciones. La visión de la sexualidad que inspira el documento es individualista; ignora el matrimonio, como si fuera algo del pasado. Una institución tan natural, universal y fundamental como la familia, no puede ser manipulada sin causar graves daños al entramado y a la estabilidad de la sociedad.
La gravedad de los desafíos que los gobiernos y, sobre todo los padres, deben afrontar en la educación de las generaciones más jóvenes, nos invita a asumir nuestras responsabilidades de guiar a los jóvenes hacia una comprensión más profunda de su dignidad y de su potencialidad como personas. ¿Qué futuro ofrecemos a los adolescentes si dejamos que, a causa de su inmadurez, sigan sus instintos sin valorar las consecuencias interpersonales y morales de su comportamiento sexual? ¿No tenemos la obligación de abrirles los ojos, para que conozcan el daño y el sufrimiento que un comportamiento sexual moralmente irresponsable puede causarles? ¿No es nuestra misión plantearles el desafío de una ética exigente, que respete plenamente su dignidad y los conduzca al autocontrol necesario para afrontar las diversas exigencias de la vida?
Señora secretaria general, estoy seguro de que en el período de preparación que queda para la Conferencia de El Cairo usted y sus colaboradores, así como las naciones que toman parte en ella, dedicarán una adecuada atención a esos temas tan profundos.
Ninguno de los asuntos que se discutirán es de carácter únicamente económico o demográfico, sino que, en el fondo, cada uno de ellos tiene un profundo significado moral, cuyas consecuencias son muy importantes. Por tanto, la contribución de la Santa Sede consiste en ofrecer una visión ética de los temas que se analizarán, pues está convencida de que los esfuerzos de la humanidad por respetar y aceptar el plan providencial de Dios son el único modo para lograr construir un mundo de igualdad, unidad y paz auténticas.
Dios todopoderoso ilumine a todos los que participan en la Conferencia.
Vaticano, 18 de marzo de 1994
JUAN PABLO II
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.14, p.11-12.
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