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MENSAJE DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL PATRIARCA DE JERUSALÉN DE LOS LATINOS,
CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LA REORGANIZACIÓN DEL PATRIARCADO

 

Al patriarca,
a los obispos auxiliares,
a los sacerdotes,
a los diáconos,
a los religiosos y a los fieles del patriarcado de Jerusalén de los latinos

1. Al aproximarse la celebración del gran jubileo del año 2000, con una solicitud muy particular, mi pensamiento va de nuevo hacia Tierra Santa y Jerusalén, «Madre de todas las Iglesias». En esa región, donde resonó la palabra de Cristo y tuvieron lugar los grandes acontecimientos de la Redención, nació la primera comunidad cristiana, que ha seguido viva, ininterrumpidamente, a lo largo de los siglos.

La presencia multiforme de comunidades católicas de tradiciones diversas y de otras Iglesias que no están en plena comunión con la Iglesia católica permite comprender la importancia que todos los cristianos atribuyen a Jerusalén y el amor que sienten hacia ella.

2. Los católicos forman allí una pequeña grey, pero no son menos activos en su testimonio de la buena nueva. Fortalecidos con el amor de Cristo y la solidaridad de la Iglesia universal, constituyen una comunidad única y a la vez múltiple. Los acontecimientos de la historia han causado pruebas que sólo la fe de numerosos discípulos de Cristo ha permitido superar; y, al mismo tiempo, han llevado a la constitución de una encrucijada de culturas y una diversificación de ritos, que son una riqueza y un estímulo.

3. Me dirijo hoy de manera particular a la comunidad latina que se encuentra en Tierra Santa. Celebra el 150 aniversario de su reorganización, por obra del Papa Pío IX, que nombró a un obispo residencial en calidad de patriarca de Jerusalén de los latinos en la persona de monseñor Giuseppe Valerga. Cuando llegó a Jerusalén, el 17 de enero de 1848, comenzó inmediatamente su ministerio con celo digno de elogio. A él se debe la apertura del primer seminario patriarcal, que ha preparado a muchos sacerdotes, a numerosos obispos y patriarcas y que, aún hoy, sigue siendo el corazón del patriarcado.

Esta decisión, dictada por una atención pastoral particular del Sucesor de Pedro, dio estabilidad al ministerio realizado hasta entonces por los religiosos de rito latino que trabajaban en la región. Con sus sacrificios, su entrega y su oración, pusieron las bases sólidas de las múltiples actividades parroquiales, educativas y caritativas que existen actualmente en el patriarcado.

Gracias a sus ilustres pastores y a sus instituciones, vuestro patriarcado ha tratado siempre de ser fiel a su vocación, incluso en un marco que, durante un siglo y medio de historia, ha conocido profundos cambios sociales, políticos y religiosos. De este patriarcado, que se extendía en la región llamada entonces Palestina (cf. carta apostólica Nulla celebrior, 3), hoy forman parte los fieles católicos latinos que se encuentran no sólo en Jerusalén, sino también en los territorios palestinos, en el Estado de Israel, en el reino de Jordania y en Chipre. En Tierra Santa, junto a los fieles que son en su mayoría de lengua árabe, el patriarcado cuenta también con una comunidad de lengua hebrea poco numerosa, pero significativa.

Con fuerza y valentía vuestro patriarcado se ha mostrado digno del privilegio particular de contribuir a la conservación y defensa de los santos lugares de la Redención. En efecto, ha colaborado con la Custodia de Tierra Santa de los padres franciscanos en el mandato especial que el Papa Clemente VI le había confiado oficialmente a partir del siglo XIV: cuidar de los santuarios cristianos y asistir a sus peregrinos.

4. Jerusalén, encrucijada de paz: esta es la misteriosa vocación de la ciudad santa en la historia y en la geografía de la salvación; también es esa la vocación de toda la región, y compromete a todos los creyentes, judíos, cristianos y musulmanes.

En particular, el hecho de que los católicos latinos y los católicos de las Iglesias orientales convivan, según formas diversas, en el mismo territorio manifiesta la catolicidad de la Iglesia. Esto permite apreciar plenamente este patrimonio, divinamente revelado, de la Iglesia universal (cf. Orientalium Ecclesiarum, 1), que se ha conservado y que se desarrolla en la vida de las Iglesias católicas de Oriente y Occidente. Esta diversidad no perjudica la unidad (cf. ib., 2); antes bien, constituye seguramente una riqueza para toda la Iglesia. En efecto, la fidelidad a las tradiciones propias permite un regreso sincero a las fuentes, gracias a las cuales el Espíritu Santo renueva a cada Iglesia particular y la abre a una comunión profunda con todas las Iglesias.

5. El encuentro con los cristianos que no están en plena comunión con la Sede apostólica permite un recíproco intercambio sincero y real de gestos comunes de caridad, que son un testimonio elocuente del camino de unos hacia otros. En efecto, es verdad que, en la tierra donde el Señor sufrió y resucitó para reunir a los hijos de Dios dispersos, el deber de orar y trabajar por la unidad es más urgente, para que pueda resplandecer plenamente el mensaje de salvación del Evangelio ante los ojos de quienes no comparten nuestra fe en Cristo, Mesías e Hijo de Dios. Este testimonio lleva a pensar que todo compromiso con vistas al acercamiento entre las Iglesias en la caridad es la realización de un proyecto concreto de buena voluntad recíproca y constituye una respuesta significativa a las mociones interiores del Espíritu de Cristo. El Señor invita a todos los creyentes a testimoniar juntos su fe, sobre todo en esos territorios donde es visible la convivencia de los hijos que pertenecen a las diversas comunidades cristianas.

El testimonio de este compromiso en la colaboración, la convivencia y el diálogo, que va más allá del patriarcado latino, proviene también de los vínculos que éste mantiene con los organismos eclesiales de la región: la Asamblea de los ordinarios católicos de Tierra Santa, la Conferencia de los obispos latinos de las regiones árabes, el Consejo de los patriarcas católicos de Oriente, y el Consejo de las Iglesias de Oriente Medio. Vuestro patriarcado les da una contribución especial y recibe un apoyo fraterno, compartiendo preocupaciones y problemas a menudo comunes o semejantes.

Este compromiso, realizado en nombre de Cristo, no podrá menos de favorecer, en todos los niveles, en todas partes y siempre, relaciones de estima mutua, de comprensión y colaboración con los hermanos que pertenecen a otras Iglesias cristianas. En la encíclica Ut unum sint, sobre el compromiso ecuménico, llamé la atención sobre las exigencias de la cooperación y del testimonio común: «Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio» (n. 40; cf. Orientale lumen, 23).

6. Con su presencia en el mismo territorio que el de las comunidades islámicas y judías, y con el intercambio realizado con ellas, la comunidad latina se ha preparado a lo largo del tiempo para comprender la importancia del diálogo interreligioso, con el espíritu querido y recomendado por el concilio ecuménico Vaticano II. La vida diaria supone un encuentro continuo con creyentes de otras tradiciones religiosas, con vistas al desarrollo humano, espiritual y moral de los pueblos. Es evidente que un diálogo respetuoso y una colaboración fraterna y solidaria entre todos los componentes de la sociedad pueden constituir un llamamiento vigoroso para que, en otros países, se llegue al mismo entendimiento.

Por lo que concierne a los vínculos con quienes pertenecen a la religión judía, conviene recordar que los judíos y los cristianos tienen un patrimonio común que los une espiritualmente (cf. Nostra aetate, 4). Unos y otros son una bendición para el mundo (cf. Gn 12, 2-3), en la medida en que trabajan juntos por hacer que reinen la paz y la justicia entre todos los hombres y entre todos los pueblos; y en la medida en que lo hacen plena y profundamente, según el designio divino y con el espíritu de sacrificio que este noble proyecto puede exigir. Todos están llamados a tomar conciencia de este deber sagrado y a cumplirlo, mediante un diálogo leal y amistoso y la colaboración en favor del hombre y de la sociedad; estoy seguro de que esta disponibilidad a la voluntad de Dios sobre el mundo será también una bendición para nuestras diferentes comunidades, y nos permitirá exclamar con el salmista: «Amor y verdad se han dado cita, justicia y paz se abrazan; la verdad brotará de la tierra, y de los cielos se asomará la justicia» (Sal 85, 11-12).

7. En el diálogo de la vida y el trabajo común con los creyentes de religión musulmana se realizan un enriquecimiento y un conocimiento recíprocos, necesarios para la solidaridad humana, la comprensión fraterna, la paz diaria y la vitalidad de la sociedad, que todos están llamados a construir juntos. La actitud de los cristianos no es consecuencia de un interés particular o de una estrategia. Brota lógicamente del mensaje evangélico, en el que Cristo invita a considerar a todo hombre como un hermano. Ya he señalado cuán importante es que todos se convenzan de que «cada persona es única a los ojos de Dios e irreemplazable en esta obra de desarrollo. Cada cual ha de ser reconocido por lo que es y, en consecuencia, ser respetado como tal. Nadie debe utilizar a su semejante; nadie ha de explotar a su igual; nadie debe despreciar a su hermano. En estas condiciones es como podrá nacer un mundo más humano, más justo y fraterno, donde cada uno pueda encontrar su lugar en la dignidad y la libertad » (Discurso a la juventud musulmana, Casablanca, 19 de agosto de 1985, n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 1985, p. 14).

8. Guiados por el Espíritu y fieles a los valores morales, con la riqueza del intercambio de dones con las comunidades católicas orientales, con los demás hermanos cristianos y con todos vuestros compatriotas de otras tradiciones religiosas, vosotros, los católicos latinos, ayudados por vuestros pastores podréis afrontar las grandes pruebas que la situación política y social os impone aún cada día. En verdad, la mayoría de los habitantes de Tierra Santa tienen sed de justicia y de paz, y, hasta que esta sed no se apague, corren el riesgo de caer en un profundo sentimiento de frustración e impotencia. Al hablaros a vosotros, pastores y fieles, me dirijo también a todas las personas de buena voluntad que viven en Jerusalén y en toda la región de Oriente Medio: jamás debéis perder la esperanza, ni la valentía de buscar una convivencia pacífica, en la justicia y la seguridad. «Es Dios mismo quien pide a toda persona que tenga la valentía de la hermandad, del diálogo, de la perseverancia y de la paz» (Discurso a algunos miembros de la Autoridad palestina, Castelgandolfo, 22 de septiembre de 1997: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de septiembre de 1997, p. 1).

9. Estoy seguro de que, renovados por el Espíritu y fieles a los compromisos de vuestro bautismo, vosotros, católicos latinos de Tierra Santa, seguiréis honrando vuestra vocación. Se trata de escuchar la llamada del Señor y no tener miedo de responderle, a pesar de todo, con un firme compromiso: perseverar en la fe en Cristo, dar testimonio del Señor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18), tanto en las alegrías sencillas como en el sufrimiento y las dificultades diarias. Allí hallarán fuerza y energía todos los que, de diversos modos, hacen visible y concreta la buena nueva: en el trabajo diario, en el servicio a la sociedad, en la acción educativa, sanitaria o asistencial, así como en el delicado compromiso en favor de la justicia y la paz.

La triple dimensión de convivencia, caridad y diálogo caracteriza la vocación específica a la que esa Iglesia particular debe responder hoy. Este mensaje que le dirijo quiere ser, en primer lugar, un aliento y una exhortación a proseguir el papel desempeñado por los católicos de Tierra Santa, desde 1995, cuando empezaron un período particular de reflexión, de renovación en la fe y de presencia activa en su marco social propio. Ese compromiso toma su fuerza y sus motivaciones de las palabras que pronunció Cristo sobre esta tierra, cuando la recorría «proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 4, 23); palabras de vida y amor; palabras de consuelo, esperanza y fuerza.

Las numerosas y meritorias instituciones de vuestro patriarcado están y deben seguir estando al servicio de todos, sin ninguna distinción, sobre todo al servicio de los más pobres y de las personas que sufren en su cuerpo y en su alma. ¡Que Dios acompañe los esfuerzos de todos los laicos del patriarcado y que la presencia activa del Espíritu les ayude a buscar siempre una colaboración constante con sus pastores! ¡Que el amor de Cristo impulse a todas las personas consagradas presentes en el patriarcado a anunciar el Evangelio, bajo la guía del patriarca y de los obispos, donde el Señor las ha llamado a testimoniarlo: en las comunidades contemplativas, en las actividades pastorales, en las escuelas, en las obras sociales, en la acogida de los peregrinos, en los centros de estudios y de encuentros internacionales!

10. Jerusalén es un lugar de santidad y una meta privilegiada de peregrinaciones. Por eso, el patriarcado latino, sus obispos, sus sacerdotes, sus religiosos y sus fieles son un punto de referencia para los peregrinos que viajan a Tierra Santa. Estos últimos buscan allí la acogida que necesitan para orar y venerar los santos lugares; pero también desean encontrar una Iglesia viva y activa.

Este servicio prestado a la Iglesia universal requiere un compromiso mayor en la medida en que se aproxima la celebración del gran jubileo del año 2000. Para esa ocasión, «una cosa es cierta: cada uno es invitado a hacer cuanto esté en su mano para que no se desaproveche el gran reto del año 2000, al que está seguramente unida una particular gracia del Señor para la Iglesia y para la humanidad entera» (Tertio millennio adveniente, 55). La bien conocida complejidad de la situación en Tierra Santa exige una preparación adecuada, sobre todo por lo que concierne a las estructuras de acogida para los peregrinos. Pero la reflexión espiritual y la oración constituirán la preparación auténtica y más importante.

En este período, vuestro patriarcado se encuentra en particular armonía con la Iglesia universal y se prepara para acoger a todos los que, física o a veces sólo espiritualmente, quieran ir en peregrinación a Tierra Santa. Como sabéis, también yo deseo ser peregrino con todos, siguiendo al Papa Pablo VI, que quiso «honrar personalmente, en los santos lugares donde Cristo nació, vivió, murió y, una vez resucitado, subió al cielo, los primeros misterios de nuestra salvación: la Encarnación y la Redención » (Discurso de Pablo VI con ocasión de la clausura de la segunda sesión del Concilio, 4 de diciembre de 1963).

11. Confío esta misión del patriarcado, que desde hace siglos vela con cuidado especial por los lugares santos, a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, Hija de Sión y Reina de Palestina.

Con estos sentimientos, imparto al patriarca, a todos los pastores y a los fieles del patriarcado de Jerusalén de los latinos una bendición apostólica particular.

Vaticano, 28 de noviembre de 1997

IOANNES PAULUS PP. II



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