CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL OBISPO DE NOVARA
CON MOTIVO DEL XVI CENTENARIO
DE LA FUNDACIÓN DE LA DIÓCESIS
Al venerado hermano
RENATO CORTI
obispo de Novara
1. Al cumplirse el XVI centenario de la fundación de esa diócesis, deseo unirme a la acción de gracias de toda la comunidad eclesial al Señor, que también en tierra de Novara ha querido convocar «un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa» (Lumen gentium, 9), llamándolo a participar en la herencia de los santos en la luz (cf. Col 1, 12).
La Iglesia que está en Novara nace al término de la controversia arriana y es hija de la firme solicitud de santos obispos, que prepararon su fundación cultivando la primera presencia cristiana en la ciudad y en su territorio. ¿Cómo no recordar el valiente testimonio de san Eusebio de Vercelli, intrépido defensor de la ortodoxia, reafirmada por el concilio de Nicea? ¿Qué decir, además, de la influencia decisiva que el celo pastoral y la caridad de san Ambrosio, obispo de Milán, ejercieron en la fe de la primera comunidad cristiana en Novara? Cuando, a fines del siglo IV, se instituyó la diócesis de Novara y se eligió a san Gaudencio como su primer pastor, los cristianos ya constituían una comunidad viva, dispuesta a anunciar y dar testimonio del único Salvador, Jesucristo.
El baptisterio de la catedral, construido ya desde los inicios de la evangelización, recuerda que el camino de la fe jamás se ha interrumpido, y que ha producido frutos de santidad y de civilización. A la antigua pila bautismal corresponde, como ulterior signo de continuidad de la vida eclesial, la lista de los obispos diocesanos, cuya parte más antigua está tomada de los dípticos consulares. Entre los numerosos pastores santos y celosos que se recuerdan allí, sobresale durante los primeros siglos la espléndida figura de san Simpliciano, que en el año 451 tomó parte en el concilio de Milán, firmando el «Tomo» sobre la encarnación del Verbo, que mi santo predecesor León Magno escribió para Flaviano de Constantinopla.
No se puede olvidar tampoco la constante fidelidad al Evangelio y a la Sede de Pedro, el ardor misionero y la caridad que han caracterizado a la Iglesia de Novara, a través de singulares iniciativas y figuras ejemplares de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos. Me complace, además, recordar aquí la contribución dada a la «implantatio Ecclesiae» en muchas naciones, la labor silenciosa y generosa realizada por numerosos presbíteros tanto en las ciudades como en las pequeñas aldeas, la acción benemérita e incisiva de los consagrados y las consagradas, y el testimonio diario de fe y caridad de los fieles y de numerosas familias.
Entre las personalidades que recientemente han dado esplendor a esta Iglesia, pienso con gratitud en el cardenal Ugo Poletti, quien, después de un largo y generoso servicio pastoral en Novara, llamado al cargo de vicario general de la diócesis de Roma, fue durante muchos años mi valioso colaborador. Además de él, deseo recordar a monseñor Vincenzo Gilla Gremigni y a monseñor Placido Maria Cambiaghi, amados pastores de la comunidad novaresa, y a monseñor Francesco Maria Franzi, obispo auxiliar, maestro de vida espiritual y de auténtica devoción mariana para innumerables sacerdotes, religiosos y laicos.
2. Este aniversario constituye para esa Iglesia un ulterior don del Señor, que invita a redescubrir su identidad, a apreciar sus riquezas religiosas, morales, culturales y sociales, y a anunciar con nuevo fervor a nuestros hermanos la buena nueva de que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).
En un tiempo dominado por la búsqueda del bienestar y del éxito, que lleva a numerosos contemporáneos nuestros a vivir como si Dios no existiera, los cristianos están llamados a renovar su plena y gozosa adhesión al Redentor del hombre, a reforzar los vínculos de comunión fraterna y a crecer en la esperanza.
Como en los inicios de la evangelización, también para los creyentes de hoy es tiempo de testimoniar con valentía y sin componendas a Jesucristo, único Salvador del mundo.
Sostenidos en este difícil compromiso por el testimonio de los santos que han marcado la historia de esa ilustre Iglesia y por los numerosos signos de santidad que sigue dando aún, han de alimentar su fe poniéndose constantemente a la escucha religiosa de la palabra de Dios, a través de la participación en la lectio divina, la catequesis y la vida sacramental, especialmente en la Eucaristía. Es preciso que, con plena docilidad al magisterio de la Iglesia, se comprometan también a realizar una sistemática labor de formación cristiana, condición necesaria para ir al encuentro de nuestros contemporáneos y llevarles el gozoso anuncio de la salvación. En la hora actual, que necesita testigos más que maestros, como recordaba mi venerado predecesor Pablo VI, los cristianos deben preocuparse por acompañar el anuncio de Jesucristo con una vida gozosa y coherente, fruto de la plena correspondencia con la voz del Espíritu.
Conviene que promuevan, además, un provechoso encuentro entre fe y cultura, entre fe y estructuras de la sociedad. La aportación del cristianismo al crecimiento moral y civil de las poblaciones novaresas, testimoniado por los monumentos del pasado, debe hacer que los creyentes se sientan deudores con todos del don de la fe, y a los que están alejados debe ayudarles a considerar, sin prejuicios, la fuerza liberadora y humanizadora del Evangelio.
Un renovado celo misionero deberá impulsar a todos los miembros de la comunidad diocesana: sacerdotes, religiosos y laicos, alentándolos en una obra capilar y eficaz de evangelización dirigida tanto a quienes están cerca como a quienes están alejados, a partir de la misión ciudadana y de la que, como preparación del gran jubileo del Año santo del 2000, quiere extenderse a todos los vicariatos de la diócesis.
3. Las celebraciones jubilares deberían llevar a la Iglesia novaresa a redescubrirse como familia de Dios, reunida de modo armonioso en torno a su obispo, y a valorar los carismas y los ministerios con los que el Señor la ha enriquecido. Esta renovada conciencia eclesial se robustecerá con la celebración de los misterios del Señor en la liturgia y, en particular, de la eucaristía dominical, que «edifica, día a día, a aquellos que están dentro para ser templo santo en el Señor, morada de Dios en el Espíritu, hasta la medida de la plenitud de la edad de Cristo» (Sacrosanctum Concilium, 2).
La participación asidua y motivada en la «fracción del pan» eucarístico abrirá nuevas fronteras de solidaridad hacia nuestros hermanos más necesitados: ancianos, enfermos terminales, toxicómanos, minusválidos, extranjeros, inmigrantes y una gran multitud de pobres. Llevará, asimismo, a la defensa sin componendas de la vida humana, desde el seno materno hasta su ocaso natural, así como a actitudes de comprensión, de diálogo y de colaboración provechosa entre las diversas generaciones y, en particular, con respecto a los jóvenes.
4. Al comienzo de una nueva etapa de su historia secular, el Espíritu del Señor impulsará a la Iglesia peregrina en Novara a mirar más allá de sus propias fronteras, para descubrir en la constante fidelidad de Dios el preludio de una fecundidad más viva. Al alimentar la virtud de la esperanza, el Espíritu suscitará en el pueblo cristiano la oración, para que no le falte el don de numerosas y auténticas vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada, y para que las familias se conviertan en escuelas de fe y de vida evangélica. Impulsará a los creyentes y a los hombres de buena voluntad a un estilo de comunión y de atención a los últimos. Llevará, en fin, a cuantos entre ellos trabajan en el ámbito político y social a promover con todos los medios el bien común, a través de un servicio generoso y desinteresado.
Dará, sobre todo, la fuerza para ser en el mundo «el germen y el comienzo» del Reino (cf. Lumen gentium, 5), a través de gestos valientes de fe, de perdón, de comunión fraterna, de diálogo y de acogida.
Espero de todo corazón que la Iglesia de Novara, sostenida por el ejemplo y la oración de los santos Gaudencio, Agabio, Lorenzo, Simpliciano, Julio, Julián y tantos otros, que han enriquecido su historia plurisecular, sepa mirar con confianza el tiempo presente, para difundir con renovado ardor el perenne anuncio evangélico.
Con estos deseos, a la vez que encomiendo a la protección materna de la Virgen inmaculada, venerada particularmente en esa tierra, a toda la diócesis de Novara, le envío a usted, y a cuantos están confiados a su solicitud pastoral, una bendición apostólica especial.
Vaticano, 20 de enero de 1998
JUAN PABLO II
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