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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL ALCALDE DE ROMA


Sábado 23 de diciembre de 1978

 

Señor alcalde:

Me desagrada no poder responder adecuadamente a los problemas que usted ha presentado. Mi breve experiencia romana no me permite hacerlo.

Le agradezco de todo corazón las palabras de saludo y de felicitación que usted ha venido a presentarme personalmente y acompañado de los responsables de la junta capitolina, en las vísperas de la fiesta de Navidad y del año nuevo, con gesto de apreciada cortesía. Me agrada profundamente intercambiar tan nobles sentimientos de prosperidad, de paz y de progreso, no sólo para usted y para sus colaboradores, sino también y principalmente para toda la querida población de esta extraordinaria ciudad de Roma.

Sin duda, señor alcalde, su presencia pone ante mis ojos hoy a esa población, porque comparto profundamente con usted la responsabilidad de la misma: no la civil, que pertenece de derecho a esta administración comunal, sino la religiosa y cristiana, a mí confiada por la gracia de Dios con la reciente elección como Obispo de Roma por los señores cardenales, los cuales, aunque repartidos por todo el mundo, son parte eminente del clero de esta diócesis conforme al derecho canónico.

Cuando Pedro de Galilea, hacia la mitad del siglo primero, llegó a esta ciudad, encontró en ella una capital imperial, en la cual, como no dudaba en reconocer el historiador Tácito, «confluían todas las atrocidades y vergüenzas» (Ann. 15, 44). Mas no es ya ésta la ciudad que hoy ven mis ojos. Por la divina bondad y por la actividad de muchas generaciones de hombres ilustres, Roma ha ido haciéndose cada vez más civil y laboriosa, centro de confluencia y de irradiación de múltiples valores cristianos y humanos.

Con lo cual, no me siento ajeno a los problemas reales ni a las urgentes necesidades que todavía incumben al vecindario, tanto a nivel urbanístico como social y asistencial. Sobre todo es de desear que, aun más allá de la aserción de la justicia, mejore la calidad de la vida moral y espiritual de los ciudadanos, y que se cree una atmósfera de relaciones recíprocas de mutua comprensión, ajenas a cualquier clase de odio y de violencia. Es una convicción firme del cristianismo que los valores humanos únicamente pueden triunfar cuando se instaura un clima de amor del cual son necesaria expresión el respeto de los derechos de todos (tanto de cada ciudadano como de las diferentes categorías sociales), la tolerancia, la concordia y la misma justicia.

A esto sobre todo intenta contribuir la Iglesia mediante el apostolado, la educación y la caridad por medio de las parroquias, por las comunidades religiosas y por las instituciones libres fundadas por la generosa iniciativa de los católicos para el servicio del prójimo. Y me alegro de que esta acción, sumamente meritoria, haya sido y sea cada día más apreciada, requerida y sostenida por los ciudadanos.

Me conforta saber que será siempre debidamente tenida en cuenta la peculiar característica de esta ciudad, que no representa sólo una común convivencia humana, ni es únicamente la capital de la amada Italia, sino que se configura especialmente como centro visible de la Iglesia católica y punto de referencia para toda la cristiandad, tanto porque en ella está la Sede Episcopal de Pedro, como porque su suelo está regado por la sangre veneranda de no pocos mártires de las primeras generaciones cristianas.

Debo añadir aquí que durante mis veinte años de ministerio episcopal he trabajado siempre, con todo empeño e interés, para que se reconociese y garantizase el derecho de toda familia a tener una casa. Es una cuestión que tengo siempre especialmente en mi corazón, e incluso la brevedad de mi experiencia como Obispo de Roma no me impide comprender en toda su gravedad este problema para una digna vida humana.

Todos éstos son motivos que dan sentido y contenido a nuestro encuentro de hoy. Por ello, reitero mis augurios más sinceros a usted, señor alcalde, a los miembros de la junta capitolina, por un trabajo provechoso y desinteresado, que se proponga verdaderamente como meta el bienestar del hombre y de todo el hombre. Además, mi deseo de todo bien abarca a aquellos que representáis, es decir, a vuestras familias, y más aún a todos los romanos indistintamente. Ellos ocupan el primer lugar en mi corazón de Pastor universal, y para ellos pido al Señor las más abundantes y fecundas bendiciones.

 



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