DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA POPULAR
DEL CONGO ANTE LA SANTA SEDE*
Lunes 18 de noviembre de 1985
Señor Embajador:
1. Le agradezco las amables palabras con las que inaugura su misión de Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Popular del Congo cerca de la Santa Sede. Manifiestan los sentimientos de disponibilidad con los cuales aborda su tarea.
Estoy contento de recibirlo aquí. Las funciones que Su Excelencia asume ahora permitirán mantener un diálogo útil y fructífero, que su País y la Santa Sede han deseado establecer por medio de las relaciones diplomáticas.
Como usted dice, se trata de reforzar en el plano oficial y diplomático las relaciones de respeto recíproco, de estima, de amistad, de cooperación que existen ya, a nivel internacional, entre el pueblo congolés con sus dirigentes y la Sede Apostólica, y que afectan profundamente a las relaciones entre la Iglesia y el Estado en el interior mismo de la República Popular del Congo. Los vínculos se han estrechado de una manera concreta y cordial durante el viaje que pude realizar el 5 de mayo de 1980 a su País: recuerdo siempre con emoción la cortesía con la cual Su Excelencia el Coronel Denis Sassou-Nguesso me ofreció generosa hospitalidad y contribuyó a la realización de un programa denso, y la simpatía con la que el pueblo congolés me acogió, el fervor con el cual la comunidad católica rezó conmigo. Todavía hoy manifiesto mi reconocimiento por esta acogida.
2. Comprendo y respeto las preocupaciones de su Gobierno que, como todo Estado, debe ejercer la soberanía de la Nación, garantizar su independencia, asegurar las condiciones que permitan la realización del bien común de toda la comunidad humana congolesa. Ha evocado usted la lucha contra la miseria, la enfermedad, la ignorancia y el hambre, plagas que experimentan sobre todo los países del Tercer Mundo. Sí, es una pesada tarea, difícilmente realizable si los otros países del continente o del planeta, especialmente los más favorecidos en bienes materiales, no expresan un deseo de compartir, de equidad, de justicia, en el respeto de la libertad y la soberanía de ustedes. El servicio al bien común pide, igualmente, en el plano interior, el concurso leal y animoso de todos los ciudadanos, de todos los grupos sociales y étnicos; lo prestarán tanto más gustosos cuanto más sientan qué se busca verdaderamente su bien, en el respeto a los derechos fundamentales de las personas y de las familias que el Estado tiene la misión de servir.
3. Aunque la Iglesia se distingue del Estado por su naturaleza y su fin espirituales – que tienen también una expresión social como lo subrayaba ante su Presidente en Brazzaville –, sabe usted, Señor Embajador, que la Iglesia toma muy en serio este servicio al hombre, incluidas las condiciones concretas que le aseguran una vida honesta, el alimento, la salud, la instrucción, la dignidad. Ella anima a los cristianos a cooperar en esto con todas sus fuerzas, en su propio país o en solidaridad con los pueblos menos favorecidos. El espíritu que su fe les anima a poner en práctica – como usted señala acertadamente – es de tolerancia, como sentido de respeto a los otros, de la justicia, de la paz y, por encima de todo, del amor que inspira todas las demás virtudes y suscita eficazmente los deseables generosos esfuerzos. No es sólo el Papa y los obispos quienes quieren testimoniar esto como Pastores de la Iglesia, sino el conjunto de los cristianos; quieren contribuir así a la educación de las conciencias en ese sentido; esperan de ello un progreso moral para la vida de las personas, para la estabilidad y la expansión de las familias – que tienen siempre que jugar un papel importante –, para la equidad y la armonía de las relaciones sociales, a fin de que desaparezcan el odio, la violencia, la mentira, según lo pedía en mi homilía en Brazzaville, y que se promuevan el orden justo y el desarrollo humano integral.
4. Estos valores morales necesarios para la felicidad y el progreso del pueblo, los aprecian y viven sin duda muchos de sus compatriotas como conformes con la razón o coherentes con la religión a la que ellos pertenecen. Para los cristianos, se fundan, en su fe, iluminándose y reforzándose con ella, con el ejemplo de Cristo y con la doctrina de su Iglesia. Es evidentemente capital para ellos poder adherirse libremente a su fe –usted mismo, Señor Embajador, ha insistido en la libertad religiosa y se lo agradezco– pero también que puedan disponer de los medios para alimentar esa fe, mantenerla, expresarla públicamente, como una convicción firme, fundada en razones profundas, como una actitud vital que toca la orientación fundamental de sus vidas en relación con Dios, creador y fuente de todo bien. Saben que el hombre vive no sólo de pan y que lo esencial de un hombre y de un pueblo es su alma.
En estos campos, la Santa Sede está persuadida de que es posible desarrollar en la República Popular del Congo, un clima sereno y constructivo que corresponde a la verdad y se comprueba que es benéfico para ambos.
5. Finalmente, respecto a las relaciones internacionales, Su Excelencia ha subrayado que los esfuerzos de la Santa Sede en favor de un mundo más justo convergen con la lucha de los países pobres. Recojo este testimonio. Es verdad que siempre insistiremos en la importancia de relaciones más equitativas entre todos los países del mundo, en la necesidad de poner en práctica una solidaridad real para eliminar el espectro del hambre y permitir a países menos favorecidos un desarrollo a la altura de sus necesidades primordiales, y además en el clima de paz, de respeto de los derechos que debe presidir estos esfuerzos. La homilía del 10 de noviembre ante los delegados de la Asamblea de la FAO me ha permitido reafirmar esta voluntad de la Santa Sede, que coincide con las preocupaciones del pueblo congolés.
Señor Embajador: Me alegra expresar ante usted nuestro pensamiento y formular cordiales votos por la felicidad de sus compatriotas y por la tarea de sus dirigentes. Agradezco a Su Excelencia el Presidente Denis Sassou-Nguesso el homenaje del que le ha encargado ser intérprete. Y deseo a usted una feliz y fructuosa misión.
*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 49, p. 23.
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