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PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DEL CELAM

Bogotá, miércoles 2 de julio de 1986

 

Amados hermanos en el Episcopado:

1. La feliz circunstancia de vuestra reunión en Bogotá permite que mi visita apostólica a Colombia adquiera, en esta sede del CELAM, una dimensión que abarca a la gran familia latinoamericana. En vuestras personas saludo a todas las amadas Iglesias del continente, a sus Conferencias Episcopales y a todos los hombres y mujeres que en América Latina se esfuerzan por fecundar, con la fuerza del Evangelio, la vida de los pueblos que, va a hacer ahora cinco siglos, recibieron la luz de la fe y quieren seguir manteniendo su fidelidad a Cristo, a las puertas ya del tercer milenio cristiano. No es necesario repetir cuán cerca de mi corazón están los habitantes de estas tierras americanas, cuán grande es mi preocupación por todos sus problemas y mi solidaridad en todas sus dificultades y esperanzas.

Al llegar a esta casa, donde el Consejo Episcopal Latinoamericano tiene su sede, no puedo por menos de evocar aquella memorable visita de mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, quien la inauguró con su bendición en agosto de 1968, con motivo del XXXIX Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá. Ni puedo dejar de recordar que fue en esta misma ciudad donde el Papa abrió los trabajos de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que luego se desarrolló en Medellín. En su discurso manifestaba la viva emoción que le embargaba en aquella “primera visita personal del Papa a sus hermanos y a sus hijos en América Latina”. En los dieciocho años que nos separan de aquel histórico momento los encuentros del Sucesor de Pedro con el Episcopado latinoamericano se han multiplicado, y los intercambios entre la Santa Sede y el CELAM se han hecho cada vez más frecuentes y fructuosos.

A ellos he querido contribuir con mi solicitud pastoral, desde aquella memorable jornada del 28 de enero de 1979 en el Seminario Palafoxiano de Puebla de los Ángeles, México, cuando se inauguró la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Sucesivamente tuve la alegría de encontrar a los obispos participantes en la Asamblea de Río de Janeiro en 1980 con la que se conmemoraba las Bodas de Plata del CELAM; tres años más tarde inauguré en Puerto Príncipe la asamblea ordinaria de 1983, y en 1984 inicié las celebraciones del V centenario de la evangelización del Nuevo Mundo, desde Santo Domingo. Me es grato evocar estos acontecimientos como testimonio de comunión entre el CELAM y el Sucesor de Pedro, a la vez que como signo elocuente del afecto colegial que anima las relaciones entre la Santa Sede y las diferentes Conferencias Episcopales latinoamericanas.

Os encontráis, queridos hermanos, en reunión llamada de “coordinación”, para revisar los programas del CELAM, evaluar los resultados obtenidos y concordar las actividades que habrán de llevarse a cabo en estos últimos meses, previos a la asamblea general que tendrá lugar en marzo del próximo año. Hago fervientes votos para que los frutos de vuestros trabajos se traduzcan en un servicio cada vez más eficaz a las Conferencias Episcopales del continente, en orden a una más profunda evangelización y a una fortificación saludable del tejido eclesial.

2. Deseo ahora compartir con vosotros algunas reflexiones acerca de la misión que, guiados par el Espíritu, desempeñáis como Pastores de la Iglesia en América Latina.

En momentos de tanta incertidumbre por los que atraviesa vuestro continente y en medio de tantas llamadas seductoras que provienen de los poderes de este mundo, de los ídolos modernos y de las ideologías materialistas, los cristianos necesitan ser afianzados en la fidelidad. En un mundo como el nuestro en el que la verdad se ve acosada por el engaño, y los valores perennes suplantados a veces por intereses egoístas, es necesario educar la conciencia cristiana en la fidelidad.

Fidelidad, en primer lugar al Espíritu Santo, que es fuerza de renovación y de vida, principio de unidad y vínculo de la paz. Toda nuestra predicación, toda nuestra acción pastoral, todo nuestro ministerio es sólo instrumento del Espíritu que actúa y que renueva. El es quien da el vigor transformador y produce los frutos de la vida cristiana. El nos guía, nos fortalece, nos da las respuestas que exigen los retos pastorales de cada momento.

Mas el Espíritu nos conduce suavemente hacia una inquebrantable fidelidad a la Palabra de Dios, que es la norma imprescindible de nuestra predicación. Estamos —como dice el sugestivo título del documento final del Sínodo Extraordinario de 1985— “sub Verbo Dei”. Y estar bajo la Palabra de Dios, en fidelidad incondicional a esa Palabra que es Cristo mismo, es reconocer que nuestro mensaje viene de Dios; es mantener viva en la Iglesia aquella actitud reverente que expresan justamente las palabras iniciales de la Constitución dogmática sobre la divina revelación: “Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans” (Dei Verbum, 1) . Esta fidelidad a la Palabra nos exige no solamente renunciar a discursos puramente humanos o seculares cuando se trata del anuncio del designio divino de salvación, sino mantener firmemente el sentido original de la Sagrada Escritura, sin separarlo de la viva Tradición eclesial ni de la interpretación auténtica del Magisterio.

Dicha fidelidad a la Palabra es el fundamento de la misión del obispo como maestro de verdad; de la verdad que viene de Dios y que lleva a la auténtica liberación del hombre: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32). Tal fue el compromiso asumido por los Pastores latinoamericanos en la histórica Conferencia de Puebla: “El obispo es maestro de la verdad. En una Iglesia al servicio totalmente de la Palabra, es el primer evangelizador, el primer catequista; ninguna otra tarea lo puede eximir de esta misión sagrada”(Puebla, 687) .

3. Mas la fidelidad al Espíritu y a la Palabra implica la inseparable fidelidad a la Iglesia de Jesucristo, en la cual dicha Palabra salvadora es proclamada. Ello exige mantener una visión eclesiológica integral y una concepción sacramental de la comunidad que formamos los que pertenecemos al Cuerpo Místico de Cristo, sin ceder a concepciones unilaterales o a una visión exclusivamente sociológica de la Iglesia (Relación final del Sínodo Extraordinario, III, A. 3) .

El CELAM, con su meritorio labor de reflexión y de intercambio al servicio de las Conferencias Episcopales del continente, y en unión con la Santa Sede, ha contribuido a reforzar la cohesión entre las distintas Iglesias particulares, señalando también, con responsabilidad y solicitud pastoral, las ambigüedades que en algunos momentos amenazaban la identidad eclesial.

Si somos fieles al Espíritu, a la Palabra y a la Iglesia de Jesucristo, también seremos fieles al hombre a cuyo servicio, especialmente de los más pobres y necesitados, hemos sido enviados como mensajeros de salvación. Precisamente por servir con fidelidad a los hombres de nuestro tiempo la Iglesia levanta hoy decididamente su voz para defender los derechos humanos y la dignidad que fundamenta esos derechos. Y en este contexto de respeto por la persona humana y de fidelidad a su destino sobrenatural, los obispos latinoamericanos, y con ellos todas las comunidades eclesiales que dignamente presiden, han acogido los documentos Libertatis Nuntius y Libertatis Conscientia recientemente promulgados por la Sede Apostólica. Dichos documentos, en el marco del Magisterio pontificio, han contribuido a precisar el auténtico sentido evangélico de conceptos básicos que, arbitrariamente, venían siendo presentados desde una óptica ideológica o clasista. “La dimensión soteriológica de la liberación no puede reducirse a la dimensión socioética que es una consecuencia de ella”, afirma la “Instrucción sobre libertad cristiana y liberación” . Por otra parte, a la vez que reconocer la utilidad y necesidad de una teología de la liberación, he querido recordar también que ésta debe desarrollarse en sintonía y sin rupturas con la tradición teológica de la Iglesia y de acuerdo con su doctrina social (cf. Carta a la Conferencia episcopal brasileña, 5; 9 de abril de 1986)

4. Tenéis la alegría y el honor, amados hermanos, de ser Pastores de pueblos en su inmensa mayoría creyentes, católicos. Pero, al mismo tiempo, sois conscientes de las amenazas que se ciernen sobre la grey que apacentáis. ¿Cómo no hacer presente en esta hora de América Latina una preocupación que sé que compartís y que he sentido el deber pastoral de expresar en mi Encíclica sobre el Espíritu Santo? Me refiero a la resistencia al Espíritu que, en nuestra época, se manifiesta en el materialismo “como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos” (Dominum et Vivificantem, 56) .

Dicho materialismo se presenta hoy con diversos aspectos: desde la actitud práctica de quienes viven “como si Dios no existiera”, hasta el materialismo teórico que se proclama ateo y que se erige en sistema pretendidamente científico, queriendo arrancar a Dios de la conciencia del hombre y negándole incluso el derecho a creer y practicar su fe religiosa.

Estas formas de resistencia y oposición al Espíritu se encuentran también presentes en América Latina y constituyen un particular motivo de preocupación en vuestra solicitud de Pastores.

5. He seguido con satisfacción las actividades de las Iglesias particulares latinoamericanas encaminadas a preparar la celebración del V centenario del comienzo de la evangelización del continente. Viene a mi mente el inolvidable encuentro en la ciudad de Santo Domingo, hace casi dos años, al que he aludido más arriba. En aquella tierra donde se plantó por primera vez la cruz, donde se rezó la primera Ave María y se celebró la primera Eucaristía en el Nuevo Mundo, se dieron cita los obispos del CELAM, junto con el Sucesor de Pedro, para inaugurar solemnemente la novena de años con la cual el pueblo fiel se está disponiendo espiritualmente para la magna fiesta católica y latinoamericana de 1992. Las Conferencias Episcopales del continente y el CELAM han empeñado toda su capacidad y todo su dinamismo en esta empresa, que tiene un hondo significado espiritual y también una gran importancia cultural e histórica. Deseo alentaros vivamente a proseguir en vuestro esfuerzo de animación y creatividad pastoral para que la consecución de las metas, propuestas en la solemne apertura del 12 de octubre de 1984, hagan de esta conmemoración el centenario de la fe rejuvenecida.

Los desafíos de la hora presente son enormes. Al cumplirse estos quinientos años de vida latinoamericana, los pueblos del continente se encuentran ante un intenso y difícil proceso de toma de conciencia histórica y de búsqueda de su destino. La Iglesia católica ha sido fiel a su misión y está empeñada en este movimiento con el aporte de sus luces, con el testimonio de su propia historia, con el humilde reconocimiento de sus propias limitaciones, con el sencillo y sincero ofrecimiento de su colaboración.

6. La respuesta de la Iglesia a los retos de este momento histórico es la de una decidida acción evangelizadora, que sea réplica y continuación de aquella primera y fundacional predicación misionera. El ideal apostólico de la Iglesia latinoamericana es llevar el Evangelio a los hombres de hoy y de mañana, que se ven enfrentados a las seducciones de una cultura adveniente, la cual se presenta a veces como una esperanza mesiánica materialista. Es elocuente el certero juicio de la Conferencia de Puebla de los Ángeles a este respecto: “Si la Iglesia no reinterpreta la religión del pueblo latinoamericano, se producirá un vacío que lo ocuparán las sectas, los mesianismos políticos secularizados, el consumismo que produce hastío e indiferencia o el pansexualismo pagano. Nuevamente la Iglesia se encuentra con el problema: lo que no asume en Cristo, no es redimido y se constituye en un ídolo nuevo con malicia vieja” (Puebla, 469) .

Quisiera terminar con una palabra de aliento a la dedicación y empeño de cuantos constituyen la gran familia del CELAM. Y mientras invoco sobre todos vosotros la protección de María, Madre de la Iglesia, elevo mi ferviente plegaria a Dios Todopoderoso para que continúe asistiendo con su gracia a los obispos de este continente y les conceda “audacia de profetas y prudencia evangélica de Pastores; clarividencia de maestros y seguridad y guía de orientadores; fuerza de ánimo como testigos y serenidad, paciencia y mansedumbre de padres” (A la III Conferencia general del episcopado latinoamericano, IV, 2; 28 de enero de 1979)  .

Antes de concluir nuestro encuentro deseo también expresar mi saludo afectuoso a todas las personas que colaboran con los obispos en esta sede del CELAM: a los sacerdotes, a las religiosas, a los asesores laicos, a los empleados y servidores. A todos ellos y a los benefactores del CELAM, a sus familiares y allegados, les imparto la Bendición Apostólica.

 



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