PEREGRINACIÓN APOSTÓLICA A COLOMBIA
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON LOS HABITANTES DE LOS BARRIOS POPULARES
EN EL ESTADIO «ATANASIO GIRARDOT» DE MEDELLÍN
Sábado 5 de julio de 1986
Queridos hermanos y hermanas:
1. Es para mí motivo de profundo gozo encontrarme esta tarde con vosotros, sacerdotes y laicos comprometidos de parroquias pobres y obreras que, junto con numerosas delegaciones de los barrios populares, representáis sectores del país en los que se vive una particular situación de pobreza y marginación.
Sé bien que este encuentro, preparado con tanto esmero, significa la culminación de un largo y paciente trabajo de conjunto, encaminado a conocer y servir mejor a vuestras comunidades parroquiales.
El Papa está con vosotros. Me siento unido a cada uno de vosotros y a cuantos actúan como el buen samaritano con los hermanos más necesitados. Por ello, quisiera que mi palabras llegaran a todas las parroquias pobres de Colombia, y de modo particular a vuestros hogares, a vuestros barrios, a vuestros lugares de trabajo.
Cuando el cristiano pone sin reservas su confianza en el Padre celestial, brota espontáneamente de su corazón una corriente de gratitud y esperanza. Sabemos que de El proceden todos los dones; que quiere el bien de los más débiles, de los necesitados, de quienes llevan en su rostros las huellas de Cristo sufriente.
Al contemplaros, venidos de diversos lugares de Colombia, Y en especial de las zonas industriales de Medellín, elevo a Dios mi ferviente acción de gracias por el don de la fe, que tan arraigada está en vuestros corazones. Lo hago con las palabras de Jesús: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Esta plegaria de Cristo resuena con especial fuerza y significación esta tarde, porque a los humildes, a los sencillos son reveladas las riquezas del reino de Dios.
2. En este pasaje del Evangelio de San Mateo, Jesús, el Hijo de Dios, nos revela el misterio de la paternidad divina; y “se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los pequeños” (Dominum et Vivificantem, 20).
En la Iglesia, queridos hermanos y hermanas, experimentáis de modo especial la dignidad de hijos de Dios, que es el título más noble y hermoso a que puede aspirar el ser humano. Mantened siempre viva y operante dicha dignidad; en ella rende la grandeza que la Iglesia, Cuerpo de Cristo, cuida, tutela y promueve. Nadie tiene tantas razones para amar, respetar y hacer respetar a los pobres como la Iglesia, que es depositaria de la verdad revelada sobre el hombre, imagen de Dios, redimido por Cristo. El anuncio de la Buena Nueva del reino da razón de esta alegría que hoy compartimos, a pesar de las particulares dificultades de vuestra existencia. La reciente Instrucción sobre libertad cristiana y liberación pone oportunamente de relieve: “Tal es su dignidad (la de los pobres) que ninguno de los poderosos puede arrebatársela; tal es la alegría liberadora presente en ellos (Libertatis Conscientia, 21)”. Sí, los “pequeños”, los pobres, “se sienten amados por Dios como todos los demás y más que todos los otros. Viven así en la libertad que brota de la verdad y del amor” (Ibíd., 4).
Jesús proclama bienaventurados a los pobres en una afirmación que rompe la aparente solidez de criterios que pretenden identificar la felicidad con el goce de los bienes temporales, con poseer, con la riqueza material.
3. Jesús, que se hizo pobre para salvarnos, es el único que nos revela al Padre: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (Mt 11, 27). Con estas palabras, el Señor nos manifiesta sus relaciones inefables y únicas con su Padre, invitando así a sus oyentes a hacerse sus discípulos, “pequeños”, pobres de espíritu.
En su dignidad de hijo de Dios es donde radican los derechos de todo hombre, cuyo garante es Dios mismo. Por eso la Iglesia, obediente al mandato recibido, urge los deberes de solidaridad, de justicia y de caridad para con todos, particularmente para con los más necesitados. “La Iglesia, amando a los pobres, da también testimonio de la dignidad del hombre” (Libertatis Conscientia, 68).
El Señor Jesús, en el Evangelio que hemos escuchado, se muestra compasivo y misericordioso con todos los que sufren: “Venid a mi todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). He aquí una invitación y una llamada que hoy, en modo particular, deseo haceros a vosotros, sacerdotes y fieles de las parroquias menos favorecidas de Colombia: a vosotros los cansados y oprimidos por la pobreza, por la injusticia, por la falta de puestos de trabajo, por las insuficiencias en educación, salud, vivienda, por la insolidaridad de quienes pudiendo ayudaros no lo hacen.
4. En vuestras personas, queridos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que dedicáis vuestro generoso esfuerzo a servir a los más necesitados, quiero agradecer el trabajo apostólico de tantas personas que ven en los pobres “los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que cuestiona e interpela” (Puebla, 31). El trabajo de la Iglesia en favor de los más necesitados es un hecho que ha animado siempre la vida de las comunidades cristianas. Ese amor de preferencia ha de continuar siendo característica y labor prioritaria de la Iglesia, fiel a su Señor, pobre y humilde de corazón, “el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre, a fin de que os enriqueciera con su pobreza” (2Cor 8, 9).
Representáis, amados sacerdotes, a numerosos hermanos en el sacerdocio de Cristo, que con gozo evangélico ejercen su ministerio en las parroquias más necesitadas. Yo os pido encarecidamente que continuéis ilusionados en esa edificante tarea de asistencia y de santificación, mediante la Palabra y los Sacramentos, en comunión plena con vuestros Pastores y con las enseñanzas de la Iglesia, e inspirados en su doctrina social. Estáis llamados a dar testimonio de santidad y entrega con vuestra propia vida y ministerio, conscientes de que la misión que desempeñáis es de carácter religioso, espiritual. No se puede ir a los pobres sin un corazón de pobre, que sepa escuchar y recibir la Palabra de Dios tal como es. Por eso se necesitan apóstoles que sigan e imiten a Cristo en su vida de pobreza, sin ambiciones egoístas y con gran capacidad de escucha y de sensibilidad para con los hermanos. Vosotros mismos son testigos del aprecio y gratitud de los fieles, cuando no se mezclan intereses de carácter ideológico o político, que son extraños al Evangelio o a las exigencias de vuestra vocación. Actitudes no conformes con la misión evangelizadora del sacerdote harían daño a la comunidad y lesionarían la integridad del ministerio que el Señor os ha confiado en su Iglesia.
5. Sé que realizáis un importante y significativo esfuerzo de pastoral social con miras a la promoción humana y cristiana de los más pobres. Hay que recordar que esta dimensión de la pastoral no consiste solamente en el esfuerzo profético de la denuncia de los males; tampoco puede reducirse, como sucede a veces por desgracia, a consignas y estrategias socio-políticas. Esta pastoral debe ser un auténtico servicio a los más pobres desde el Evangelio.
Se trata de una pastoral social no exenta de dificultades. Por ello, necesita seguir muy de cerca los pasos del Señor Jesús y ser fiel a sus enseñanzas en el espíritu del Sermón de la Montaña; es necesario que se alimente de la savia de la fe, a la luz de la Palabra de Dios y en la fidelidad y amor a la Iglesia. Para asegurar su eficacia, dicha pastoral ha de enmarcarse en la pastoral de conjunto de cada Iglesia particular, con gran sentido de colaboración con toda la comunidad cristiana y en espíritu de comunión con el presbiterio, unidos todos íntimamente con el obispo.
La presencia de la Iglesia entre los pobres en modo alguno puede reducirse a la sola dimensión de la promoción humana en el campo de la justicia social. Su misión con ellos es tan amplia que abarca todos los campos de la acción pastoral. Su eje ha de ser una preocupación evangelizadora ya que ésta, concebida integralmente, es el mejor servicio a los hermanos más necesitados (cf. Puebla, 1.145). En tal sentido, una catequesis sólida y profunda, que enseñe sin ambigüedades lo que se debe creer, según los criterios del Magisterio auténtico, es un servicio esencial para la promoción cristiana y para la conciencia de la dignidad del pobre, de su vocación cristiana y de su pertenencia al Cuerpo místico de Cristo.
6. La Iglesia no puede en modo alguno dejarse arrebatar por ninguna ideología o corriente política la bandera de la justicia, la cual es una de las primeras exigencias del Evangelio y, a la vez, fruto de la venida del reino de Dios. Esto forma parte del amor de preferencia por los pobres y no puede desligarse de los grandes principios y exigencias de la doctrina social de la Iglesia, cuyo “objeto primario es la dignidad personal del hombre, imagen de Dios, y la tutela de sus derechos inalienables” (Puebla, 475). Por ello, un aspecto insoslayable de la evangelización de los más pobres es dar mayor vigor a una activa preocupación social, guiados siempre por la Palabra de Dios, en sintonía perfecta con el Magisterio de la Iglesia y en íntima comunión con los Pastores. De la Palabra de Dios y de toda la Tradición cristiana, en la que el pobre ha ocupado siempre un puesto de predilección, la Iglesia ha extraído el mejor tesoro y el más rico patrimonio para su doctrina social.
La Iglesia colombiana, por su parte, ha querido estar al servicio de los pobres y no cesa de ratificar este compromiso. En su seno, por iniciativa suya, nació la organización sindical obrera. En numerosas parroquias hay servicios completos de asistencia y de promoción, según el espíritu liberador del sermón de la montaña, poniendo de este modo en práctica la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt 5, 3). Recuerda oportunamente la Instrucción sobre libertad cristiana y liberación que “la bienaventuranza de la pobreza proclamada por Jesús no significa en manera alguna que los cristianos puedan desinteresarse de los pobres... Esta miseria es un mal del que, en la medida de lo posible, hay que liberar a los seres humanos” (Libertatis Conscientia, 67).
Por ello la Iglesia, en su enseñanza social, advierte a los que tienen de sobra y viven en el lujo de la abundancia, que salgan de la ceguera espiritual; que la dignidad humana no está en el sólo “tener”; que tomen conciencia de la situación dramática de quienes viven en la miseria y padecen hambre. Les pide, por otra parte, que compartan lo suyo con los que nada o poco tienen para construir así una sociedad más justa y solidaria. “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et spes, 35).
7. Al veros hoy aquí tan numerosos reunidos en este estadio, traídos por el impulso de vuestra fe, me sale del corazón haceros un llamado a la solidaridad. La fe común en un Dios Padre y misericordioso, la esperanza en una tierra nueva a cuya creación todos colaboramos con nuestra actividad, y el saber que, precisamente por ese Padre común, somos todos hermanos en Jesucristo, debe impulsaros a buscar solidariamente las condiciones necesarias para que lo que puede parecer una utopía se vaya haciendo realidad ya en la vida de vuestras comunidades.
Será esto fruto de la “noble lucha por la justicia”, que no es una lucha de hermano contra hermano, ni de grupo contra grupo sino que habrá de estar siempre inspirada en los principios evangélicos de colaboración y diálogo, excluyendo, por tanto, toda forma de violencia. La experiencia de siglos ha demostrado cómo la violencia genera mayor violencia y no es el camino adecuado pan la verdadera justicia.
La solidaridad a la que os invito hoy debe echar sus raíces más profundas y sacar su alimento cotidiano de la celebración comunitaria de la Eucaristía, el sacrificio de Cristo que nos salva. En la participación eucarística descubriréis la exigencia de solidaridad y de compartir como expresiones de la maravillosa realidad de que todos somos miembros de una única familia: la Iglesia, Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo.
Sé que hay entre vosotros cristianos ejemplares que llevan a cabo acciones comunes en favor de vuestros vecindarios y del bien común en general. A ello debe moveros la conciencia de vuestra propia dignidad, que es el fundamento de vuestros derechos inalienables. Debe moveros, sobre todo, el amor de los unos para con los otros. Cada mujer, cada hombre, es un hermano, una hermana. Que también de vosotros pueda decirse como de los primeros cristianos: “Mirad cómo se aman”. Tened un solo corazón y una sola alma. Compartid como verdaderos hermanos. Así mantendréis en vuestras parroquias y en vuestras comunidades el espíritu de los “pequeños”, a quienes viene revelado el mensaje del reino. Así os haréis igualmente dignos de la bienaventuranza prometida por el Señor: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3)·
En este espíritu solidario, conscientes de que todos formamos una gran familia, cada uno debe hacer frente a sus propias responsabilidades para que todos los colombianos puedan disfrutar de unas condiciones de vida conformes con su dignidad de hijos de Dios y miembros de una sociedad que se precia de ser cristiana.
8. Mirando la realidad de muchos países en vías de desarrollo, en particular en América Latina, vemos que en el complejo problema de la pobreza existen causas no sólo coyunturales, sino también estructurales, relativas a la organización socio-económica y política de las sociedades. Es éste un factor que ha de ser tenido muy en cuenta. Pero detrás de estas causas está también la responsabilidad de los hombres que crean estructuras y organizan la sociedad; está el hombre con el pecado del egoísmo, causa radical de tantos males sociales. Por eso la Iglesia pide la conversión del corazón para que todos, en empresa solidaria, colaboren en la creación de un nuevo orden social que sea más conforme con las exigencias de la justicia.
Desde el corazón de esta ciudad de Medellín, que fue sede de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, quiero lanzar un nuevo llamado a la justicia social. Un llamado a los países desarrollados para que, superando los esquemas de una economía orientada casi exclusivamente en función del rendimiento máximo con miras a su sólo beneficio, busquen conjuntamente con los países en vías de desarrollo soluciones reales y efectivas a los graves problemas que cada día van asumiendo proporciones más preocupantes y cuyas víctimas son casi siempre los más débiles.
Igualmente deseo invitar a los países de América Latina a que se empeñen en crear una auténtica solidaridad continental, que contribuya a encontrar vías de entendimiento en las graves cuestiones que condicionan su propio progreso y desarrollo en el ámbito de la economía mundial y de la comunidad internacional.
A los responsables colombianos en la política, la economía, la cultura, dirijo un apremiante llamado: La paz, tan necesaria, es obra de todos, y una paz verdadera será realidad sólo cuando se hayan eliminado las causas de la injusticia. Poned todo vuestro empeño para que se creen estructuras renovadas que permitan a todos los colombianos vivir en paz y armonía.
9. Al concluir este encuentro en la fe y en el amor que nos une, elevo mi ferviente plegaria a la Virgen de Chiquinquirá, Reina y Patrona de Colombia, para que aliente en vosotros, amados sacerdotes, hermanos y hermanas, el espíritu del Magníficat. “Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia Ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión” (Libertatis Conscientia, 97).
Este es mi ardiente deseo y mi confiada petición a Dios por todos y cada uno de vosotros, a quienes bendigo de todo corazón.
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