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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL FORO DE LOS RECTORES DE LAS UNIVERSIDADES EUROPEAS


Aula Magna de la Universidad «La Sapienza» de Roma
Viernes 19 de abril de 1991

 

Rector magnífico;
muy estimados rectores de las universidades europeas e italianas;
muy ilustres miembros del Senado académico y profesores:

1. Me alegra encontrarme entre vosotros en esta significativa ocasión que ve reunidos, en la Universidad «La Sapienza», a rectores de universidades europeas del Oeste y del Este, junto con el Senado académico de esta Universidad y muchos otros profesores y estudiosos de universidades italianas. Dirijo a todos vosotros mi saludo, que hago extensivo al señor ministro de la Universidad y de la Investigación científica y tecnológica, honorable Antonio Ruberti.

Agradezco al rector magnífico, profesor Giorgio Tecce, la invitación que amablemente me ha dirigido para participar en la inauguración de este Foro sobre las culturas de Europa y sobre la función de la universidad en la nueva situación política y económica, que se ha abierto en el continente a fines del segundo milenio cristiano. La unión económica y política europea, que avanza a grandes pasos y no está lejos de su objetivo, difícilmente daría los frutos que de ella se esperan, si faltara una reflexión seria sobre la cultura de Europa y sobre las orientaciones humanas y espirituales que son los fundamentos de todo desarrollo social.

2. Rectores magníficos, os encontráis en estos días como huéspedes de Roma, la ciudad que, por su historia profana y aún más por su historia religiosa, puede enorgullecerse de su sobrenombre de Patria communis. Viéndoos a vosotros, mi pensamiento se dirige espontáneamente hacia las universidades europeas y hacia todo lo que han representado, y todavía hoy representan, para Europa y el mundo. Durante todo el segundo milenio, las universidades han sido los lugares privilegiados de la elaboración del saber, ya que en ellas la herencia del pensamiento, del arte, del derecho y de la ciencia greco-latina se ha fundido con la «novedad» cristiana y con las aportaciones de las culturas germánica, eslava y anglosajona. En las universidades se ha desarrollado luego la moderna ciencia experimental con su método, sus especializaciones crecientes y sus aplicaciones tecnológicas, que han transformado rápidamente el rostro de la sociedad en Europa y el mundo.

Es sabido que la Iglesia ha desempeñado un papel importante en la historia de las universidades europeas, muchas de las cuales ella misma ha contribuido a fundar. La Iglesia, en efecto, mira la cultura como un medio fundamental de maduración y de expansión de la persona en la totalidad de su verdad. A tal fin, se empeña en la afirmación y la defensa de la libertad de la cultura, muchas veces conculcada en el curso de este siglo por los sistemas totalitarios (cf. Gaudium et spes, 59). Al mismo tiempo, la Iglesia reivindica el derecho y la libertad de ofrecer a quien está empeñado en la cultura ese núcleo de verdad que se expresa emblemáticamente con el término «Evangelio», anuncio feliz. Está convencida, en efecto, de que sólo mediante el mensaje evangélico el mundo contemporáneo, muy desarrollado desde el punto de vista tecnológico, pero singularmente pobre de valores espirituales, puede encontrar aquel «suplemento de alma», que ya Henri Bergson deseaba (cf. Les deux sources de la morale et de la religion, París, 1933 pág. 335).

3. En este fin de siglo, la universidad europea se encuentra ante nuevos problemas y está llamada a afrontar nuevos desafíos. Las ciencias experimentales han conocido un desarrollo extraordinario; la aplicación tecnológica ha acelerado, por una parte, la industrialización en todos los sectores de la producción y ha impuesto, por otra, la multiplicación de las especializaciones, con la consiguiente necesidad de una continua puesta al día profesional. Esto ha tenido repercusiones evidentes en el curriculum universitario, que a menudo parece incierto entre la formación de base y la especialización del saber, elaborado por necesidad de las circunstancias y cada vez más dividido en parcelas. Al mismo tiempo, la orientación progresiva de la universidad hacia la producción industrial y hacia los servicios de la tecnología electrónica han mortificado los estudios y las investigaciones humanísticas, económicamente improductivas y extrañas a la lógica del mercado. La universidad sufrió una alteración notable en su función de memoria del pasado, fragua del espíritu y palestra de exploración de la belleza, la metafísica y la verdad.

Hoy, sin embargo, muchos indicios convergentes hacen pensar que la universidad se mueve nuevamente hacia horizontes más vastos, en la búsqueda de bienes no explorables sólo con los medios de las ciencias experimentales. Se trata de una tendencia sana y humanizadora, porque es expresión de una exigencia característica del hombre, cuya mirada interior se lanza más allá de lo que pueden ofrecer los productos de la tecnología, aun de la más refinada.

4. Se han dado también en Europa las extraordinarias experiencias sociales de los últimos años. No es éste el lugar para investigar sus raíces y sus causas. Ciertamente, las universidades han tenido un papel de primer orden en estas transformaciones y es comprensible que se sientan empeñadas en obtener ahora los justos beneficios. Caídas las barreras políticas entre el este y el oeste y abiertas las comunicaciones entre el norte y el sur, se plantea con toda urgencia también para las universidades el problema de la comunicación y de la movilidad, una experiencia que tiene, bajo ciertos aspectos, sus precedentes históricos en la peregrinatio academica del Humanismo y del Renacimiento.

Conviene subrayar también otro elemento: Europa se está convirtiendo cada vez más en un cruce de caminos de pueblos, de culturas y de confesiones religiosas. El dinamismo del continente y la misma riqueza de su tradición humanística y científica continúan guiándolo creativamente hacia los pueblos de las restantes áreas de la tierra. Nadie deja de advertir, desde este punto de vista, la responsabilidad de las universidades europeas que, después de haber influido profundamente en la vida social, política, económica y cultural de muchos pueblos en los tiempos del colonialismo, pueden abrirse hoy fácilmente al diálogo con ellos, y no sólo en los países que se asoman al Mediterráneo. Se ha hablado muchas veces en los años pasados de «europeización» del mundo. Hoy se tiene mayor prudencia en el uso de esta expresión. Es más viva, por el contrario, la conciencia de que los grandes complejos socio-culturales se reparten las áreas del planeta, mientras que el «ecumene» científico de matriz europea los atraviesa a todos.

5. Ningún continente en el mundo ha vivido durante tanto tiempo en contacto con la Iglesia como Europa; ninguno ha sido marcado tan profundamente por los contenidos de la Sagrada Escritura; y ninguno lleva tan visibles en sus estructuras los signos de la fe cristiana. Dan testimonio de ello las catedrales, los santos, los grandes maestros del arte y del pensamiento y las mismas instituciones universitarias. Ingente es el patrimonio humanístico de Europa madurado en el diálogo entre el logos humano y el logos cristiano, entre la ciencia y la revelación bíblica, y entre el hombre y Dios en la libertad de la fe.

Sin embargo, en el curso del milenio que está a punto de concluir, Europa ha sufrido la tentación de una vuelta al humanismo pagano. La crisis puesta en marcha por el Humanismo angustió a no pocos espíritus y alcanzó plena conciencia cultural en la época de la Ilustración. Desde entonces, durante todo el siglo XIX hasta los primeros decenios de nuestro siglo, el fenómeno del distanciamiento de la cultura de la fe afectó, en proporciones notables, al mundo universitario, y con él a muchos otros campos de la cultura europea desde la filosofía hasta el derecho, desde la filología clásica hasta la literatura, y desde la ciencia hasta la política. Con todo, aun tomando cierta distancia de la Iglesia, la universidad conservó en su patrimonio huellas muy visibles de la aportación cristiana, como la confianza en la razón, el respeto a la dignidad del hombre y sus derechos fundamentales y el amor a la investigación científica del cosmos, de ese cosmos que la Biblia celebra como creado por Dios «in mensura et numero et pondere» (Sb 11, 20).

Precisamente esta situación de distanciamiento de la cultura con respecto a la Iglesia fue una de las causas que llevaron a la convocación del Concilio Vaticano II, cuya finalidad fundamental, como es sabido, fue justamente la de reactivar el diálogo con el mundo moderno y, en particular, con los hombres de cultura, abatiendo muros antiguos y renovando la colaboración en defensa de los valores que todos los hombres de buena voluntad aprecian: la dignidad de la persona humana más allá de las barreras históricas, étnicas, sociales y culturales; la actuación más coherente de las exigencias de la justicia en todos los sectores de la vida social; la salvaguardia y el reforzamiento de la paz; y la defensa y la conservación de la creación.

No era sólo la Iglesia la que se movía. En la otra orilla, el mundo de la cultura y, en particular, el universitario, habían comenzado a dar signos de malestar. Terminada la exaltación excesiva de la ciencia, que había tocado su ápice a comienzos del siglo, venían manifestándose, como instancias profundas y generalizadas, una creciente demanda de valores, la exigencia de orientaciones éticas seguras y la búsqueda apasionada de la paz espiritual, además de la paz política y social.

6. Son fenómenos de los que también nosotros, en alguna medida, hemos sido testigos. Y hoy, mientras el proyecto de una Europa unitaria se abre camino cada vez más concretamente, hombres de cultura y hombres de Iglesia se encuentran juntos para reflexionar sobre cuál debe ser el tejido que una a Europa, sobre cuál debe ser el programa de valores hacia el que se ha de hacer converger el empeño común. El problema ético hoy exige ser afrontado con más urgencia que nunca. Y lo exige el gran desarrollo tecnológico, sobre todo cuando se trata del comienzo de la vida, de su transmisión y de su fin temporal.

Las posibilidades que la ciencia y la tecnología ponen a disposición del hombre se multiplican cada vez más, hasta tal punto que surge la pregunta sobre la misma razón de ser de la investigación científica. No todo lo que se puede hacer materialmente es también moralmente lícito, porque no todo está en armonía con la dignidad y el valor del hombre. La ciencia describe el ser de las cosas, pero calla sobre su deber ser. Y, no obstante, es precisamente teniendo en cuenta el orden ético como se puede plantear una vida que responda a las exigencias de la verdad y del bien. No sólo de técnica vive el hombre. Por eso hoy se hace más viva, también en las asambleas académicas de Europa y del mundo, la convicción de que las universidades tienen la responsabilidad específica de estimular la reflexión sobre el aspecto ético de la investigación teórica y aplicada, con la conciencia de que las nuevas tecnologías pueden crear conflictos éticos y legales de enorme importancia en la vida de todos los días.

7. Se vuelve así idealmente a las raíces de la universidad, nacida para conocer y descubrir progresivamente la verdad. «Todos los hombres tienen, por naturaleza, el deseo de saber», se lee al comienzo de la Metafísica de Aristóteles (I, 1). En ésta sed de conocimiento, en este tender hacia la verdad, la Iglesia se siente profundamente solidaria con la universidad. A pesar de las dificultades surgidas durante los últimos siglos, la Iglesia nunca se ha sentido extraña respecto a su vida y ha continuado fundando en Europa y en el mundo numerosas universidades católicas y universidades eclesiásticas.

El único fin que ha movido a la Iglesia es el de ofrecer el Evangelio a todos y, por tanto, también a la universidad. En el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de emanar valores culturales, humanísticos y éticos, de los que depende toda la visión de la vida y de la historia.

¡Sobre todo el hombre! Hay, en efecto, una dimensión fundamental capaz de renovar profundamente cualquier sistema que estructure la existencia humana individual y colectiva.

Visitando en junio de 1980 la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, recordaba que «esta dimensión fundamental es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales» (cf. L'Osservatore Romano, Edición en lengua española, 15 de junio 1980, pág. 11), por lo cual el respeto a los derechos inalienables de la persona es la base de todo, y cualquier amenaza contra esos derechos violenta tal dimensión fundamental.

Si es verdad que «el hombre no puede estar fuera de la cultura» (Ibíd.; cf. L'Osservatore Romano, Edición en lengua española, 15 de junio 1980, pág. 11), es igualmente verdad que él, y sólo él, es su artífice; se expresa a través de ella y en ella encuentra su equilibrio. El hombre es siempre el hecho primordial y fundamental en el ámbito de la cultura: el hombre en su totalidad, en su integral subjetividad espiritual y material. Por ello, no se crea verdaderamente cultura, si no se considera hasta sus últimas consecuencias e integralmente, al hombre como valor particular y autónomo, como el sujeto capaz de captar la realidad trascendente. Cuán importante es, en consecuencia, afirmar al hombre por sí mismo y no por cualquier otra razón; y cuánto más necesario es amar al hombre porque es hombre, reivindicando tal amor en razón de su dignidad particular. «La causa del hombre, por tanto, será servida si la ciencia se alía con la conciencia. El hombre de ciencia ayudará verdaderamente a la humanidad, si conserva el sentido de la trascendencia del hombre sobre el mundo y de Dios sobre el hombre» (Ibíd; cf. L'Osservatore Romano, Edición en lengua española, 15 de junio 1980, pág. 14).

Rectores magníficos, ilustres profesores, las palabras que san Pablo pronunció en el areópago de Atenas se pueden aplicar muy bien a la universidad: «Él creó de un solo principio todo el linaje humano para que habitara sobre la faz de la tierra, fijando los tiempos determinados y los límites de lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscaran la divinidad; para ver si a tientas la buscaban y la hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros» (Hch 17, 26-27). ¿Acaso no está configurada en estas palabras del Apóstol la función de investigación y de elevación propia de la universidad? Después de haber llevado a sus oyentes a este grado de la ascensión humana, a los umbrales de los grandes interrogantes que todo hombre puede hacer brotar de su propia interioridad, san Pablo transmite a los doctos del areópago la palabra que ha recibido y que le ha sido confiada: «Dios... anuncia ahora a los hombres que todos y en todas partes deben convertirse, porque ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos» (Hch 17, 30-31).

Este anuncio, que atraviesa la historia, ha cruzado el camino de la universidad, ha marcado y ha fecundado su trayectoria milenaria en Europa y en el mundo. Ojalá que la conversación del areópago se repita ahora en la vida universitaria, para que Europa continúe siendo aquel faro de civilización y de progreso que durante tantos siglos ha sido para el mundo.



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