DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS ESPAÑOLES DURANTE EL ENCUENTRO
EN LA SEDE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
«Casa de la Iglesia», Madrid
Martes 15 de junio de 1993
Queridos Hermanos en el Episcopado:
1. Hace poco más de diez años, al inaugurar esta sede de la Conferencia Episcopal Española, testigo de tantos afanes pastorales vuestros en favor de la Iglesia, tuve el gozo de compartir con vosotros intensos momentos de plegaria y de íntima comunión eclesial. Con todo afecto os expreso ahora mi entrañable saludo fraterno con las mismas palabras del apóstol Pablo: “Gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (Rm 1, 7) .
El Señor nos concede hoy la gracia de este nuevo encuentro, en el que vuestra unión con el Sucesor de Pedro se hace testimonio elocuente y se fortalecen los vínculos de caridad de nuestro ministerio, continuación de la misión encomendada por el mismo Cristo a los Apóstoles. Agradezco vivamente las amables palabras que Monseñor Elías Yanes Álvarez, Arzobispo de Zaragoza y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha querido dirigirme en nombre de todos.
2. Leemos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II: “Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un único Colegio apostólico, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles” (Lumen gentium, 22). Esta unidad, que hoy podemos vivir con particular intensidad y expresar de manera visible, es fuente de consuelo para nosotros en el arduo ministerio que se nos ha confiado y, a la vez, garantía y aliento para los fieles, que pueden ver nuestro servicio pastoral como nacido verdaderamente del Espíritu del Señor, que acompaña y dirige a su Iglesia en cada momento y en todas las coyunturas de su historia.
Me complace vivamente saber que el trabajo común de la Conferencia y los planes pastorales de vuestras Diócesis se centran en el propósito de impulsar decididamente una vigorosa pastoral de evangelización. La hora presente, queridos Hermanos, debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, la hora del renacimiento moral y espiritual. Los valores cristianos, que han configurado la historia de esta noble Nación, han de inspirar un renovado impulso en todos los hijos de la Iglesia católica para dar un testimonio diáfano de su fe. Ha llegado el momento de desplegar la acción pastoral de la Iglesia en toda su plenitud, con unidad interna, solidez espiritual y audacia apostólica. La nueva evangelización necesita nuevos testigos, personas que hayan experimentado la transformación real de su vida en contacto con Jesucristo y sean capaces de transmitir esa experiencia a otros. Esta es la hora de Dios, la hora de la esperanza que no defrauda. Esta es la hora de renovar la vida interior de vuestras comunidades eclesiales y de emprender una fuerte acción pastoral y evangelizadora en el conjunto de la sociedad española.
3. En este encuentro me siento particularmente cercano a vosotros “con lazos de unidad, de amor y de paz” (Ibíd.), como Pastor de toda la Iglesia (cf. Lumen gentium, 22), y quiero, queridos Hermanos, compartir algunas reflexiones que os acompañen en vuestra solicitud en favor de las comunidades que el Señor ha confiado a vuestro cuidado.
Ante todo es preciso que sepamos presentar al hombre de hoy las maravillas de Dios y de sus promesas. El hombre actual, absorbido muchas veces por la grandiosidad y complejidad de un mundo maravilloso, tiene necesidad de aprender a ver por encima de todo la Sabiduría y la Bondad infinita de Dios creador. El conocimiento y la adoración del Creador proporcionan al hombre la posibilidad de ver el mundo y verse a sí mismo en su indigencia más radical y en su más alta grandeza.
Junto a esta fe en Dios Creador, el hombre moderno tiene necesidad de conocer y aceptar la gracia divina, ofrecida en Jesucristo, para librarnos del pecado y del poder de la muerte. La mejor contribución que la Iglesia puede dar a la solución de los problemas que afectan a vuestra sociedad –como son la crisis económica, el paro que aflige a tantas familias y a tantos jóvenes, la violencia, el terrorismo y la drogadicción– es ayudar a todos a descubrir la presencia y la gracia de Dios en nosotros, a renovarse en la profundidad de su corazón revistiéndose del hombre nuevo que es Cristo.
La nueva evangelización a la que os invito exige un esfuerzo singular de purificación y santidad. Por ello, reavivando las mejores tradiciones de tantos Obispos evangelizadores y santos como ha dado vuestra Iglesia, tenéis que ser anunciadores incansables del Evangelio, predicando la verdad de Cristo “fuerza y sabiduría de Dios” (1Co 1, 24), seguros de que de esta manera prestáis el mejor servicio posible a la Iglesia y a la sociedad entera. El anuncio de la Palabra tiene que ir respaldado por una vida santa, fraguada en la oración y desgranada día a día en la caridad, es decir, en el humilde servicio de amor y misericordia a todos los necesitados.
4. Soy consciente de la grave crisis de valores morales, presente de modo preocupante en diversos campos de la vida individual y social, y que afecta de manera particular a la familia, a la juventud, y que tiene también repercusiones –de todos bien conocidas– en la gestión de la cosa pública. Es innegable la existencia de un creciente proceso de secularización, que halla puntual eco en algunos medios de comunicación social, favoreciendo así la difusión de una indiferencia religiosa que se instala en la conciencia personal y colectiva, con lo cual Dios deja de ser para muchos el origen y la meta, el sentido y la explicación última de la vida.
Como habéis reiterado en numerosas ocasiones, amadísimos Hermanos, la Iglesia está llamada a iluminar, desde el Evangelio, todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad. Y ha de hacerlo desde su fin propio, que “es de orden religioso. Pero precisamente de esta misma misión religiosa –enseña el Concilio Vaticano II– derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et spes, 42). La Iglesia, por su vocación de servicio al hombre en todas sus dimensiones, se esfuerza en contribuir a la consecución de aquellos objetivos que favorecen el bien común de la sociedad, sobre todo para ser “a la vez signo y salvaguardia del carácter transcendente de la persona humana” (Ibíd., 76). Por eso, como pone de relieve el mismo documento conciliar, “la Iglesia... por razón de su misión y de su competencia, no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno” (Ibíd.). Sin embargo, esto no significa que ella no tenga nada que decir a la comunidad política, para iluminarla desde los valores y criterios del Evangelio (cf. ibíd.).
5. La Iglesia española, no pocas veces en la historia, ha sabido dar una respuesta a los retos y dificultades del momento, trabajando denodadamente, bajo la guía del Espíritu de Dios y en estrecha comunión con la Santa Sede, por la evangelización de los pueblos. Ya en mi visita a Zaragoza de 1984, y más recientemente en Santo Domingo el mes de octubre pasado, tuve ocasión de expresar mi viva gratitud y la de toda la Iglesia por la ingente labor evangelizadora de aquella pléyade de misioneros españoles que llevaron el mensaje de salvación al Nuevo Mundo. Hoy lo hago nuevamente, ante vosotros, consciente de que os transmito también el reconocimiento de las comunidades eclesiales de América. Sé los esfuerzos que habéis hecho en estos últimos años para estrechar la comunión y cooperación misionera con aquellas Iglesias hermanas, y os aliento a continuar e intensificar dicha labor, con la que también podrá contrarrestarse la creciente acción proselitista de sectas y nuevos grupos religiosos en América Latina.
Con este espíritu apostólico, os invito igualmente a que extendáis vuestra cooperación misionera a los nuevos e inmensos espacios que se abren para el anuncio del Evangelio en los diversos continentes, sin olvidar la misma Europa. España, que tan apreciables progresos ha realizado dentro del marco democrático y como miembro de la Comunidad Europea, podrá contribuir también de modo relevante a la revitalización de las raíces cristianas del viejo continente. Quiera Dios que el Año Santo Compostelano, que se está celebrando, contribuya a estrechar aún más los lazos entre los ciudadanos de Europa y a redescubrir los valores del espíritu como fuente fecunda de su patrimonio cultural y moral.
6. Os animo, pues, a seguir con fortaleza y perseverancia en vuestra atención preferencial a la pastoral juvenil. Tratad sobre todo de presentar ante los jóvenes, en toda su autenticidad y riqueza, los altos ideales de la vida y la espiritualidad cristiana. Dedicad lo mejor de vuestro tiempo y esfuerzo a la catequesis con el ánimo de enseñar a conocer y vivir el evangelio a las nuevas generaciones, al cultivo y cuidado de las vocaciones para la vida consagrada y el ministerio sacerdotal, y al servicio multiforme y eficiente de la caridad en favor de todos los necesitados.
Vivid gozosamente la unidad y la paz que es fruto y garantía de la presencia del Espíritu Santo. Atended con solicitud a los sacerdotes, unidos a vosotros “en el honor del sacerdocio” (Lumen gentium, 28), viviendo con ellos en amistad y fraternidad, ayudándoles a desempeñar con gozo y fidelidad el ministerio que han recibido de Cristo en favor de los hombres. Animad con vuestra palabra y vuestro ejemplo a todos los miembros de la comunidad cristiana, religiosos y seglares, para que sientan la alegría de formar parte del Pueblo de Dios, germen de unidad, de esperanza y salvación para toda la sociedad.
No tengáis miedo ante los poderes de este mundo, no retrocedáis ante las críticas ni ante las incomprensiones. El mejor servicio que podemos hacer a nuestra sociedad es recordarle constantemente la palabra y las promesas de Dios, ofrecerle sus caminos de salvación, tan necesarios hoy como en cualquier otro momento de la historia. El ocultamiento de la verdadera doctrina, el silencio sobre aquellos puntos de la revelación cristiana que no son hoy bien aceptados por la sensibilidad cultural dominante, no es camino para una verdadera renovación de la Iglesia ni para preparar mejores tiempos de evangelización y de fe.
7. El verdadero progreso de la Iglesia requiere como algo esencial el mantenimiento de su tradición entera, defendida por el magisterio vivo del Papa y de los Obispos en comunión con Él. Si esta integridad doctrinal padece quebranto, pronto aparecen las desconfianzas y divisiones dentro de la Iglesia, disminuye su credibilidad, se debilita y empobrece el servicio de la salvación. Una Iglesia que dejara de ser fiel a su Señor no podría seguir siendo luz ni esperanza para nuestro mundo. Por todo ello, es preciso cuidar esmeradamente la elección y la formación de las personas más directamente responsables en la transmisión de la fe, en primer lugar, los profesores en los seminarios y en los centros académicos donde se forman candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.
La enseñanza de la teología es un verdadero ministerio eclesial, que entraña una bien determinada responsabilidad para con el depósito de la fe. Especial atención, en las circunstancias de nuestro tiempo, merece el campo de la moral, y en particular la moral familiar y social. Es necesario que los sacerdotes, los agentes de pastoral y los fieles sean formados cuidadosamente en los principios, criterios y pautas morales que se derivan de la fe católica y de una comunión eclesial plena. En este momento de la vida de la Iglesia, tenemos un precioso instrumento de evangelización en el Catecismo de la Iglesia Católica, tesoro inestimable para la fe y al servicio de la unidad.
8. Al concluir este encuentro fraterno, mis palabras quieren ser sobre todo un mensaje de viva esperanza, de aliento y estímulo para vosotros, en obediencia al mandato de Cristo de “confirmar en la fe a mis hermanos” (cf Lc 22, 32). Con todo mi corazón quiero apoyaros en esta hermosa labor de dirigir e iluminar la vida de vuestras Iglesias. Que el Apóstol Santiago, Patrón de España, en este Año jubilar os ilumine y fortalezca para que la fe y la vida cristiana siga creciendo en vuestra patria por encima y más allá de los cambios y las transformaciones sociales.
En estos momentos, dejadme tener también un recuerdo lleno de afecto para todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas: especialmente los sacerdotes, generosos y abnegados colaboradores de vuestro ministerio, los seminaristas y sus formadores, los catequistas y educadores, los padres y madres cristianos, todos los fieles que son testigos del Evangelio de Jesucristo en el campo y en la ciudad, en la universidad y en las fábricas, en la salud y en la enfermedad, en la cultura, la política, la vida social.
A todos imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.
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