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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL OBISPO DE LA DIÓCESIS DE BÉRGAMO, ITALIA,
CON MOTIVO DEL XVII CENTENARIO DEL MARTIRIO DE SAN ALEJANDRO

 

Al venerado hermano
 ROBERTO AMADEI
obispo de Bérgamo

1. He sabido con alegría que esa comunidad diocesana se prepara para recordar el XVII centenario del martirio de san Alejandro. Deseo unirme espiritualmente a las celebraciones del «Año alejandrino», con las que la diócesis de Bérgamo conmemora de forma solemne a su patrono celestial y da gracias por los dones con los que el Señor la ha enriquecido, ya desde el comienzo de su historia.

Los testimonios históricos que nos han llegado sobre san Alejandro se limitan casi exclusivamente a atestiguar su martirio. Sin embargo, la antigua liturgia del santo, recordando el simbólico florecimiento de rosas y azucenas de las gotas de su sangre, y traduciendo con sorprendente eficacia la convicción enraizada en los Padres de la Iglesia, según los cuales «la sangre de los mártires es semilla de cristianos», invita a considerar la fecundidad de ese gesto de amor, que hace de san Alejandro una «columna del templo de Dios» (cf. Liturgia de las horas, Común de un mártir). En efecto, a través del martirio de este valiente soldado de Cristo, la fuerza de la Pascua pudo irrumpir en la historia de esas poblaciones para transformar las costumbres, los ordenamientos, las instituciones y el mismo entramado urbano que, habiéndose constituido alrededor de las iglesias edificadas sobre las reliquias del mártir, ha llevado a veces a definir a los ciudadanos de Bérgamo «homines sancti Alexandri», herederos y émulos del mártir. Celebrar a san Alejandro es recordar los comienzos de la Iglesia que está en Bérgamo.

2. En efecto, la herencia de ese heroico testimonio evangélico ha dado origen en tierra bergamasca a una secuencia ininterrumpida de cristianos, conocidos o desconocidos, que han tenido a Cristo como centro de su vida, como, por ejemplo, santa Grata que, según la tradición, recogió el cuerpo del mártir Alejandro y le dio digna sepultura; Narno, Viator y Juan, Fermo y Rústico, Alberto y Vito, Gregorio Barbarigo, Luis María Palazzolo, Teresa Eustochio Verzeri, Paula Isabel Cerioli, Gertrudis Comensoli, Francisco Spinelli y Pierina Morosini. Por no hablar del Papa Juan XXIII, que conmovió al mundo por su bondad, y de otras tantas figuras luminosas, que han enriquecido a la comunidad bergamasca con el tesoro de sus ejemplos de fe vivida.

Las numerosas iglesias dedicadas al santo, las antiguas oraciones litúrgicas y la devoción popular, las instituciones educativas y caritativas, el fervor de tantas parroquias y comunidades prueban que el martirio de san Alejandro produce aún sus frutos en los hijos de esa Iglesia. Al cristiano bergamasco, como afirmaba el entonces nuncio apostólico monseñor Roncalli, «aunque esté lejos, en otros países, a donde lo haya llevado la búsqueda de trabajo o de fortuna, al servicio de la Iglesia o de la patria, le gusta recordarlo, y sus deseos y propósitos de seriedad, sabiduría y disciplina reciben impulso del aspecto vigoroso y simpático de san Alejandro, soldado y mártir, expresión de dignidad y sacrificio, con una línea decidida que da fisonomía a su gente y la honra» (monseñor A. G. Roncalli, Homilía con ocasión de la fiesta de san Alejandro, 25 de agosto de 1950).

Verdaderamente el grano de trigo caído en tierra ha producido mucho fruto (cf. Jn 12, 24) y, gracias a la gesta gloriosa de san Alejandro, esa «Iglesia florece por doquier» (san Agustín, Discurso 329 en el nacimiento de los mártires: PL 38, 1.454). Los hijos de la diócesis bergamasca, con generoso espíritu misionero, han sembrado mucho bien a lo largo de los siglos, no sólo en Italia sino también en numerosas naciones del mundo.

3. «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13). La palabra del Maestro, acogida con seriedad y valentía, llevó a san Alejandro a entregar su vida a Cristo y a sus hermanos, hasta el derramamiento de su sangre.

Uniéndose místicamente a la cruz del Señor y completando en su carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24), testimonió la fuerza del Resucitado, que vence a la muerte, y mostró el poder del Espíritu, que sostiene al Cuerpo místico en su lucha contra las fuerzas de las tinieblas.

Con su gesto heroico, este mártir afirma que Cristo es el sentido último de la vida del hombre y la verdad definitiva de la historia, y que sólo en él la humanidad se vuelve capaz de responder plenamente al proyecto divino.

El concilio Vaticano II recuerda que «por el martirio el discípulo se hace semejante a su Maestro, que aceptó libremente la muerte para la salvación del mundo, y se identificó con él derramando su sangre. Por eso la Iglesia considera siempre el martirio como el don por excelencia y como la prueba suprema del amor» (Lumen gentium, 42). Siguiendo esa enseñanza, los bergamascos de hoy están invitados a dar gracias por su patrono celestial y a aceptar su testimonio como referencia segura para vivir la fidelidad a Cristo en nuestro tiempo.

4. Bajo su iluminada guía pastoral, venerado hermano, los fieles de esa amada diócesis, testigos y protagonistas de grandes cambios culturales y de un bienestar económico difundido ampliamente, podrán evitar eficazmente al sutil secularismo de la sociedad actual, que acecha la vida moral y amenaza su sólida relación con la fe cristiana, rasgo distintivo de la identidad bergamasca.

Frente a la posibilidad de una religiosidad motivada más por referencias culturales, que por la adhesión personal a Cristo, el glorioso martirio de san Alejandro exhorta a todos a reafirmar la centralidad de la cruz y de la Resurrección en la experiencia cristiana y a defenderse del peligro de empobrecer el Evangelio, adaptándolo a la lógica del mundo.

En el umbral del nuevo milenio, como en el curso de la primera evangelización, también para los cristianos de esa tierra se renueva la urgencia de testimoniar con valentía a Jesucristo, único salvador del mundo.

5. Esta urgencia exige a las personas y a las comunidades que se dejen guiar por el Espíritu del Señor. Él reavivará en cada uno la conciencia de que el Padre lo ama y le dará, además de la fuerza de seguir a Cristo, la alegría de redescubrir en él el tesoro que da sentido a su vida. Sostendrá su fe en los momentos difíciles e, infundiéndole una confiada esperanza en el cumplimiento del Reino, guiará su camino de conversión.

A través de la escucha de la palabra de Dios, la obediencia a los pastores, la celebración de los sacramentos y, especialmente, la «fracción del pan» eucarístico, el Espíritu llevará a los cristianos bergamascos a proyectar la convivencia civil a la luz de las bienaventuranzas, para construir la civilización del amor.

También las comunidades cristianas, dóciles a la voz del Espíritu, se comprometerán a proclamar con nuevo entusiasmo el Evangelio y a elaborar itinerarios de fe que permitan a las personas cercanas y lejanas, a los jóvenes y los adultos, encontrar personalmente a Jesucristo y aceptarlo como la referencia esencial de su existencia.

Contemplando a san Alejandro, don insigne del Señor para las poblaciones bergamascas, las diversas comunidades eclesiales, confiadas a su cuidado pastoral, están llamadas a valorar los numerosos y preciosos carismas con que han sido enriquecidas, para seguir poniéndolos al servicio del crecimiento de la Iglesia particular y de la universal. Es preciso invitarlas también a vivir con entrega evangélica las actividades educativas y a transformar en modernas fronteras de evangelización las innumerables tradiciones populares, dándoles nuevo impulso y motivaciones más profundas.

Con estos sentimientos, mientras pido al Señor, por intercesión de san Alejandro, el don de una fe viva, una firme esperanza y una caridad activa para los fieles de la amada diócesis de Bérgamo, le imparto de corazón a usted, venerado hermano, a los presbíteros, a los religiosos y a las religiosas, a las familias y a todo el pueblo de Dios, una especial bendición apostólica.

Vaticano, 7 de noviembre de 1997

JUAN PABLO II

 



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