DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS ESPAÑOLES
EN VISITA «AD LIMINA»
Sábado 15 de noviembre de 1997
Queridos hermanos en el episcopado:
1. Es para mí motivo de gozo recibiros hoy, arzobispos y obispos de las Provincias eclesiásticas de Valladolid, Toledo, Mérida-Badajoz, Madrid y del arzobispado castrense, que habéis venido a Roma para renovar vuestra fe ante la tumba de los Apóstoles. Esta es la primera vez que la archidiócesis de Mérida- Badajoz, erigida en el último quinquenio, efectúa la visita «ad limina», con la que todos los obispos reafirman su vínculo de comunión con el Sucesor de Pedro.
Agradezco de corazón a mons. José Delicado Baeza, arzobispo de Valladolid, el saludo que me ha dirigido en nombre de todos y, a cada uno de vosotros, la oportunidad que me ha proporcionado, en las entrevistas particulares, de conocer el sentir de las gentes a quienes servís como pastores, participando así en el anhelo de que vuestra grey crezca «en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo » (Ef 4, 15).
Con el fin de alentar vuestra solicitud pastoral, deseo ahora compartir con vosotros algunas reflexiones sugeridas por la situación concreta en que ejercéis el ministerio de dar a conocer y «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4, 3).
2. Constato con satisfacción el esfuerzo que estáis realizando, tanto de manera conjunta como en las diversas diócesis, por forjar una comunidad eclesial llena de vitalidad y evangelizadora, que viva una profunda experiencia cristiana alimentada por la Palabra de Dios, la oración y los sacramentos, coherente con los valores evangélicos en su existencia personal, familiar y social, y que sepa manifestar su fe en el mundo, frente a la tentación de relegar a la sola esfera privada la dimensión trascendente, ética y religiosa del ser humano.
A ello habéis dedicado varios documentos de la Conferencia episcopal y, especialmente, los «Planes de acción pastoral», que en los últimos a os se han sucedido con regularidad y rigor de método. Vuestra preocupación sigue centrada en el impacto que las profundas y rápidas transformaciones sociales, económicas y políticas han tenido en la concepción global de la vida y, particularmente, en el mundo de los valores éticos y religiosos. Aunque la tarea es ciertamente ingente, pues abarca prácticamente todos los sectores de la vida eclesial, os invito a proseguir en vuestro propósito de fomentar, con fidelidad creativa al Evangelio, un estilo de vida cristiana a la altura de vuestra rica herencia y acorde con las exigencias de los nuevos tiempos. En los momentos de dificultad o incertidumbre, recordad la exclamación de Pedro: «Señor ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Sólo la adhesión inquebrantable a Cristo permitirá mantener firme la esperanza en él, «único Salvador del mundo» (Tertio millennio adveniente, 40) y anunciarlo con gozo en los umbrales del tercer milenio.
3. En la misión de llevar el Evangelio a los hombres de hoy, contáis con el respaldo de una antiquísima y muy arraigada tradición cristiana. Vuestra tierra ha sido fecunda en modelos de santidad y destacadas figuras del saber teológico, en misioneros audaces y numerosas formas de vida consagrada y de movimientos apostólicos, así como en expresivas manifestaciones de piedad, todo lo cual jalona de gloria vuestra historia.
Contáis también con las muestras de arte que constituyen un espléndido patrimonio religioso y cultural. Me complace comprobar, pues, que la Iglesia en España valora este legado histórico que, con razón, muchos admiran, y que demuestra de manera palpable cómo la fe en Cristo ennoblece al hombre, inspirando su ingenio y llevándole a plasmar el reflejo de la inagotable belleza de Dios en obras de incomparable valor artístico.
A este respecto, es importante que los bienes culturales y artísticos de las Iglesias, especialmente los lugares y objetos sagrados, no permanezcan únicamente como reliquias del pasado que se contemplan pasivamente. Se ha de recordar y mantener en lo posible su especificidad original, para no mermar su mismo valor cultural. Se trata de templos erigidos como lugar de oración y celebraciones religiosas; de escritos y melodías compuestas para alabar al Señor y acompañar al pueblo de Dios en su peregrinar; de imágenes de los modelos de santidad propuestos a los creyentes, que representan los misterios de la salvación para que ellos puedan alimentar su fe y su esperanza.
La Iglesia tiene también en este rico patrimonio un precioso instrumento para la catequesis y la evangelización. Hoy, como ayer, es una propuesta válida para toda persona que busca sinceramente a Dios o que desea reencontrarse con él. Por eso no es suficiente conservar y proteger estos bienes, sino que «es necesario (...) introducirlos en los circuitos vitales de la acción cultural y pastoral de la Iglesia» (Discurso a la Comisión para los bienes culturales, 12 de octubre de 1995). A este propósito es de señalar la gran acogida que ha tenido el ciclo de exposiciones realizadas en los últimos a os con el título de «Las edades del hombre», lo cual ha contribuido sin duda a que el mencionado patrimonio haya favorecido la evangelización de las generaciones actuales.
4. Vuestro patrimonio comprende también las numerosas formas de piedad popular, tan arraigadas especialmente en los pueblos y aldeas españolas. Ante el racionalismo imperante en ciertos momentos de nuestra historia reciente, esta piedad popular refleja una «sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» (Pablo VI, enc. Evangelii nuntiandi, 48) y ha sabido mostrar que Dios habla llanamente al corazón del ser humano, el cual tiene derecho a manifestarle la debida veneración de la manera que le es más congenial.
Así lo ha entendido el concilio Vaticano II al recomendar «los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, siempre que sean conformes a las leyes y normas de la Iglesia» (Sacrosanctum Concilium, 13). Es cierto que en algunos casos las costumbres pueden transmitir elementos ajenos a una auténtica expresión religiosa cristiana. Pero la Iglesia, fijándose más en las disposiciones profundas del alma que en el formalismo ritual, manifiesta comprensión y paciencia, según aquella advertencia de san Agustín: «una cosa es lo que nosotros enseñamos, y otra lo que podemos admitir » (cf. Contra Faustum, 20, 21). Por eso «examina con benevolencia y, si puede, conserva íntegro lo que en las costumbres de los pueblos no está indisolublemente vinculado a supersticiones y errores» (Sacrosanctum Concilium, 37).
Os animo, pues, a que, con afecto paterno y prudencia pastoral, mantengáis y promováis aquellas formas de piedad en que se hace concreta y entrañable la adoración a la Eucaristía, la devoción a la Virgen María o la veneración debida a los santos, evitando deformaciones espurias y exageraciones impropias mediante una adecuada catequesis y, sobre todo, integrando la devoción con la participación activa en los sacramentos y en la celebración litúrgica, cuyo centro es el misterio Pascual de Cristo.
5. Quisiera llamar la atención también sobre un aspecto que afecta a muchas de vuestras diócesis, y que ciertamente habréis tenido ocasión de comprobar en las visitas pastorales a las villas y aldeas, en las que sólo quedan los padres o abuelos de quienes marcharon a la ciudad. En efecto, en poco tiempo se ha pasado de una sociedad predominantemente campesina y rural a las grandes concentraciones urbanas.
Esta situación reclama, ante todo, un esfuerzo especial para que cuantos ya se sienten relegados en la nueva sociedad puedan experimentar, con más intensidad si cabe, la cercanía de la Iglesia y el amor de Dios que jamás olvida a ninguno de sus hijos. En muchos casos será preciso prestar una ayuda especial a los sacerdotes que, a pesar de las dificultades, permanecen en las peque as parroquias rurales, compartiendo la suerte de sus feligreses y sembrando entre ellos la esperanza cristiana. Y allí donde una presencia estable no sea posible, los planes de pastoral deben asegurar la necesaria atención religiosa y una digna celebración de los sacramentos. Se ha de poder decir con Jesús: «he velado por ellos y ninguno se ha perdido» (Jn 17, 12).
Además, muchos de estos pueblos, ahora empobrecidos, poseen en realidad una gran riqueza espiritual, plasmada en el arte, en las costumbres y, sobre todo, en la recia fe de sus habitantes. En modo alguno puede considerarse inútil su existencia, que permite a quienes vuelven, siquiera temporalmente, reencontrarse con la fe de los mayores y las manifestaciones religiosas que tal vez a oran todavía.
6. En vuestra misión de llevar el Evangelio a los hombres de hoy no estáis solos. Colabora estrechamente con vosotros cada uno de los sacerdotes que, en la celebración eucarística y en la de los otros sacramentos, están unidos a su obispo y «así lo hacen presente, en cierto sentido, en cada una de las comunidades de los fieles» (Presbyterorum ordinis, 5).
Es motivo de particular satisfacción el número notable de seminaristas en varias de vuestras diócesis y el sensible incremento registrado en algunas de ellas. Es un signo de vitalidad cristiana y de esperanza en el futuro, especialmente en diócesis de reciente creación.
Otra gran riqueza de las Iglesias que presidís son las numerosas comunidades religiosas, tanto de vida contemplativa como activa. Cada una de ellas es un don para la diócesis, que contribuye a edificar aportando la experiencia del Espíritu propia de su carisma y la actividad evangelizadora característica de su misión. Precisamente por ser un don inestimable para toda la Iglesia, se encomienda al obispo «sustentar y prestar ayuda a las personas consagradas, a fin de que, en comunión con la Iglesia y fieles a la inspiración fundacional, se abran a las perspectivas espirituales y pastorales en armonía con las exigencias de nuestro tiempo» (Vita consecrata, 49). En este importante cometido, el diálogo respetuoso y fraterno será el camino privilegiado para aunar esfuerzos y asegurar la indispensable coherencia de la actividad pastoral en cada diócesis bajo la guía de su pastor.
7. A todo esto no puede faltar la decisiva contribución de los laicos, a los cuales se debe alentar a que cumplan plenamente su misión específica, animándoles a participar asiduamente en la liturgia y a colaborar en la catequesis, o bien a asumir un compromiso responsable en los movimientos y en las diferentes asociaciones eclesiales, siempre en perfecta comunión con el propio obispo.
En efecto, para que el Evangelio ilumine la vida de los hombres es necesario el testimonio de vida de los creyentes, coherente con la fe profesada, así como la preparación suficiente para llevar un «alma cristiana» al mundo de la educación o del trabajo, de la cultura o de la información, de la economía o de la política. Ello requiere una sólida formación, que comprende ante todo una firme espiritualidad, basada en la consagración bautismal, y un conocimiento doctrinal sistemático y bien fundado, que permita "dar razón de la esperanza" que hay en ellos, frente al mundo y sus graves y complejos problemas» (Christifideles laici, 60).
Una sólida formación se podrá alcanzar sólo por medio de una acción catequética renovada y creativa, incisiva y constante, tanto entre los jóvenes como en los adultos. En esto los pastores tienen un deber primordial por estar llamados a ejercer con esmero su función de enseñar como «maestros auténticos (...) al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica» (Lumen gentium, 25). A este propósito os será de gran ayuda el Catecismo de la Iglesia católica, cuyo valor quiero reafirmar recordando que es el «instrumento más idóneo para la nueva evangelización» (Discurso a los presidentes de las comisiones nacionales para la catequesis, 29 de abril de 1993, n. 4). Su riqueza dogmática, litúrgica, moral y espiritual debe llegar a todos, especialmente a los ni os y jóvenes, a través de catecismos diversificados para el uso parroquial, familiar, escolar o para la formación en el seno de diversos movimientos o asociaciones de fieles. No os faltan, queridos hermanos, ni a vosotros ni a vuestros sacerdotes, ilustres ejemplos de predicadores que, preparándose con la oración y el estudio asiduo, han sido capaces con su palabra de mover el corazón de las gentes, manteniéndoles en la pureza de la fe y guiándoles en su compromiso cristiano.
8. Al terminar este encuentro, os ruego encarecidamente que seáis portadores de mi cordial saludo a vuestros diocesanos: sacerdotes, comunidades religiosas y fieles laicos. Tengo especialmente presentes a las comunidades eclesiales de Extremadura que en estos días pasados han sufrido la dura prueba de calamidades naturales con tantas víctimas y cuantiosos da os. Hacedles partícipes de la experiencia que habéis vivido en estos días y animadles a vivir con alegría la fe en Cristo nuestro Salvador.
Encomiendo vuestros anhelos y proyectos pastorales a la maternal intercesión de la Virgen María, a la que con tanto fervor se invoca en esas queridas tierras, a la vez que os imparto complacido la bendición apostólica, extensiva a cuantos colaboran en vuestro ministerio episcopal.
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