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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE SUDÁN
EN VISITA «AD LIMINA»


Jueves 18 de septiembre de 1997

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1. Al daros la bienvenida a vosotros, los obispos de Sudán, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, recuerdo mi visita a vuestro país, hace cuatro años. Con gran alegría y satisfacción fui a Jartum, aunque no pude viajar a otros lugares, pues era importante para mí dirigir el mensaje de reconciliación y esperanza, el mensaje que está en el centro mismo del Evangelio, a todo el pueblo sudanés, independientemente de las diferencias de religión o de origen étnico. Fui especialmente feliz porque tuve la oportunidad de animar a los ciudadanos de vuestro país, que son hijos e hijas de la Iglesia, y cuya aspiración profunda es vivir en paz y trabajar junto con sus compatriotas en la construcción de una sociedad mejor para todos. A la vez que doy gracias a Dios porque me permitió hacer esa visita, le agradezco también «la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús (...), pues os fortalecerá hasta el fin» (1 Co 1, 4.8).

2. Por desgracia, Sudán se encuentra aún en medio de un gran torbellino. La tormenta de una guerra civil, que ha causado miseria, sufrimiento y muerte indescriptibles, especialmente en el sur, sigue afectando al país y consumiendo la vida y las energías de vuestro pueblo. Vuestras comunidades están profundamente afectadas por la ruptura de las buenas relaciones que deberían existir entre cristianos y musulmanes. A pesar de la pobreza de vuestro pueblo y de su consiguiente debilidad con respecto al nivel del mundo, el Señor no os abandonará. Por boca del profeta Isaías sigue diciéndoos: «Yo no os olvido» (Is 49, 15).

El Señor escucha la voz de las víctimas inocentes, de los débiles e indefensos que le piden ayuda, justicia y respeto de la dignidad que Dios les ha dado como seres humanos, de sus derechos humanos básicos y de su libertad de creer y practicar su religión sin miedo o discriminación. La fe cristiana nos enseña que nuestras oraciones y nuestros sufrimientos se unen a los de Cristo mismo, quien, como sumo Sacerdote del pueblo santo de Dios, entró en el Santuario para interceder en nuestro favor (cf. Hb 9, 11-12). Y, como hizo una vez en la tierra, así también ahora, desde la casa del Padre, nos dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). Y, mientras las palabras de esta invitación resuenan en nuestros oídos, añade: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 29).

Estas son las palabras de Cristo, el único que conoce al Padre y el único a quien el Padre conoce como Hijo unigénito. Hoy, os repito estas palabras a vosotros, obispos de Sudán, y a través de vosotros a todos los fieles encomendados a vuestro cuidado. Como escribí el año pasado a las diócesis del sur de Sudán: «Sabed que el Sucesor de Pedro está cerca de vosotros y pide a Dios que os conceda la fuerza de avanzar "enraizados y edificados en Jesucristo" (Col 2, 7)» (Mensaje a los católicos del sur de Sudán, 24 de octubre de 1996: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de noviembre de 1996, p. 10). Os renuevo estos sentimientos y os aliento a permanecer firmes y a tener valor. El Señor está a vuestro lado. Nunca os abandonará. Os acompañan las oraciones de toda la Iglesia.

3. A pesar de las graves dificultades y sufrimientos que la comunidad cristiana está afrontando, la Iglesia en Sudán sigue desarrollándose, con muchos signos de vitalidad. Con el salmista, exclamamos: «Esta ha sido la obra del Señor, una maravilla a nuestros ojos» (Sal 118, 23). Verdaderamente es como dice el Señor: «Mi gracia te basta, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12, 9). Por esta razón, como san Pablo, sois capaces de aceptar flaquezas, injurias, privaciones, persecuciones y angustias; pues, cuando somos débiles, entonces es cuando somos fuertes (cf. 2 Co 12, 10).

En la actual situación política y social, podéis fácilmente quedar aislados unos de otros. Por esta razón, debéis aprovechar todas las oportunidades para expresar la responsabilidad colegial y la comunión que os une en el servicio a la única «familia de Dios» (Ef 2, 19). Os exhorto a hacer todo lo que esté a vuestro alcance para fomentar entre vosotros mismos un verdadero espíritu de confianza mutua y cooperación, a fin de que podáis desarrollar —siempre que las difíciles circunstancias lo permitan— un plan común de iniciativas pastorales para afrontar los graves desafíos actuales. Dichas iniciativas piden que se preste atención pastoral en los lugares desprovistos de sacerdotes, se evangelice y se imparta una catequesis y una formación cristiana adecuadas, se promueva la celebración del sacramento del matrimonio entre los fieles y se fortalezca la vida familiar. Vuestro ministerio como guías y pastores de almas será tanto más eficaz cuanto más capaces seáis de identificar las necesidades comunes de vuestras diócesis y coordinar programas conjuntos para afrontarlas. También sigue siendo urgente que la Conferencia asegure la administración responsable de los recursos, tanto los propios como los que provienen de donantes y bienhechores del extranjero.

No puedo menos de expresar mi aprecio por todo lo que estáis haciendo para defender y fortalecer la fe de vuestros hermanos y hermanas católicos; y deseo particularmente apoyar los diversos esfuerzos y programas orientados a afrontar las necesidades de los numerosos refugiados y desplazados. Sudanaid, el fondo de asistencia administrado por vuestra Conferencia episcopal, proporciona ayuda y alivio a los que sufren, y ya ha conseguido una gran estima. Así, a pesar de las duras limitaciones que encuentra, la Iglesia es capaz de proseguir valientemente su misión de servicio.

4. Vuestros colaboradores inmediatos en la construcción del Cuerpo de Cristo son vuestros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, sudaneses y misioneros. Han sido consagrados para este servicio, y Dios os los ha dado. Todos los sacerdotes han recibido una llamada, sometida a prueba y a discernimiento durante los años de preparación para la ordenación sacerdotal. Después de orar, y confiando en la gracia indefectible de Dios, han aceptado renunciar a la posibilidad de tener un hogar, una esposa, unos hijos, una posición social y riquezas (cf. Mt 19, 29). Y no lo han hecho de mala gana, sino con alegría, para el servicio del Reino y para consagrarse a sus hermanos y hermanas en Cristo. Me uno a vosotros para pedir a Jesús, sumo Sacerdote, que otorgue a vuestros sacerdotes la gracia y la perseverancia, así como la alegría íntima, que brotan de la fidelidad a las exigencias de su vocación.

Puesto que la configuración sacramental con Cristo, Pastor y Cabeza de la Iglesia, no puede separarse de la imitación diaria de su ejemplo de amor abnegado, todos los sacerdotes están llamados a cultivar un ascetismo genuino. Para permanecer fieles al don del celibato, en perfecta continencia, es esencial —como afirma el concilio Vaticano II— que recen con humildad, recurran constantemente a todos los medios de que disponen para este fin, y observen las prudentes normas de autodisciplina recomendadas  por  la larga experiencia de la Iglesia (cf. Presbyterorum ordinis, 16). Con respecto a la soledad que a veces puede acompañar al ministerio pastoral, animad a vuestros sacerdotes, en la medida en que la situación local lo permita, a vivir en común y orientar totalmente sus esfuerzos hacia el ministerio sagrado. Conviene que se reúnan lo más a menudo posible, para realizar un intercambio fraterno de ideas, consejos y experiencias (cf. Pastores dabo vobis, 74).

Los seminaristas también han de ser una de vuestras prioridades principales. Es vital que los futuros ministros del Evangelio no sólo estén instruidos desde el punto de vista académico; también, en un nivel más profundo, se han de dedicar totalmente al cuidado de las almas, deseosos de guiar a sus hermanos y hermanas por los caminos de la salvación. Quienes se dedican a la formación deben estar en condiciones de asistir a los candidatos en su crecimiento hacia la nueva «identidad» conferida durante la ordenación. Han de ser modelos ejemplares de conducta sacerdotal. Deben ser claros acerca del comportamiento que se espera de los candidatos al sacerdocio, porque sería una injusticia permitir que los seminaristas se encaminaran hacia la ordenación sin haber asimilado en su interior y conscientemente las exigencias objetivas del oficio que deberán desempeñar.

5. En la tarea de extender el reino de Dios, los religiosos y las religiosas desempeñan un papel vital en vuestras Iglesias particulares. De igual modo, los sacerdotes misioneros, las hermanas y los hermanos que comparten con vosotros el ministerio pastoral en vuestras diócesis son intrépidos servidores del Evangelio, y su presencia y dedicación generosa es una gran fuente de aliento para los fieles. En ellos se ven efectivamente la universalidad de la Iglesia y la solidaridad que caracteriza la comunión de las Iglesias particulares entre sí.

En Sudán, donde realmente no hay suficientes sacerdotes para predicar el Evangelio y realizar el ministerio pastoral, los catequistas desempeñan un papel esencial para afrontar las necesidades espirituales de vuestras comunidades. Por eso, necesitan tener una profunda conciencia de su misión y se les debería ayudar, de todas las maneras posibles, a cumplir sus responsabilidades y obligaciones con respecto a sus propias familias.

6. A pesar de las numerosas dificultades que debéis afrontar, la Iglesia en Sudán participa activamente en el campo de la educación. Las escuelas católicas gozan de buena reputación y ofrecen un elevado nivel de instrucción, de modo que mucha gente procura inscribir en ellas a sus hijos. La preocupación de la Iglesia por la formación moral y cívica de los jóvenes y los adultos, impartida en clases organizadas por las tardes en muchas de vuestras escuelas parroquiales, es una contribución cada vez más importante al futuro de la comunidad cristiana y de la sociedad en su conjunto. Esta actividad educativa puede brindar una gran ayuda para superar las tensiones étnicas, ya que reúne a personas de diferentes orígenes tribales y sociales.

Dado que la legislación local establece la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, la Iglesia en Sudán debe asegurar que los estudiantes católicos puedan gozar de esta oportunidad y, por tanto, tiene que proporcionar profesores católicos formados convenientemente, para presentar la fe a los estudiantes cristianos. Vuestros sacerdotes y los miembros de las comunidades religiosas son particularmente idóneos para esta tarea, y deberían recibir el estímulo y la preparación necesaria a fin de realizar este importante apostolado.

Durante mi visita a Jartum en 1993, expresé la esperanza de que llegara una nueva época de diálogo constructivo y de buena voluntad entre cristianos y musulmanes. En el mejor de los casos, el diálogo interreligioso no es una tarea fácil. En vuestro país es un gesto valiente de esperanza para un Sudán mejor y para un futuro mejor para su pueblo. Como afirmé en mi exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, un tema esencial para el diálogo entre musulmanes y cristianos debería ser el principio de libertad religiosa, con todo lo que supone, incluyendo las manifestaciones exteriores y públicas de fe (cf. n. 66). Os exhorto a no cejar en vuestro esfuerzo por entablar y llevar adelante dicho diálogo en todos sus niveles.

7. Queridos hermanos en el episcopado, no cabe duda de que las circunstancias en que debéis ejercer vuestro ministerio pastoral son sumamente difíciles. Los pensamientos que comparto econ vosotros hoy quieren ser una fuente de aliento cuando procuráis «confirmar a muchos en la fe, fortalecer a quienes dudan y llamar nuevamente a quienes han perdido el camino» (Carta pastoral de los obispos sudaneses, He Should Be Supreme in Every Way, octubre de 1995). Los cristianos de Sudán están presentes todos los días en mis pensamientos y en mis oraciones. Toda la Iglesia siente una profunda solidaridad con las víctimas de la injusticia, de los conflictos y del hambre, con los numerosos refugiados y desplazados, con los sufrimientos de los enfermos y los heridos. Cada uno de nosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, hombres y mujeres laicos, estamos llamados a ser uno con el misterio pascual de la muerte y resurrección de nuestro Señor, a pasar de la muerte a la vida, y a aceptar las pruebas que nos purifican y ayudan a vivir lo que es verdaderamente esencial: el mensaje evangélico de Jesucristo, que nos asegura: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

Os encomiendo a vosotros y a la Iglesia en Sudán a la intercesión de la beata Josefina Bakhita y del beato Daniel Comboni, patronos celestiales cuya vida y testimonio del Evangelio están tan íntimamente unidos a vuestro país, e invoco sobre todos vosotros los dones divinos de esperanza y confianza. Como prenda de paz y fuerza en el Señor, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.



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