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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA TERCERA SESIÓN PÚBLICA
DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS


Sábado 7 de noviembre de 1998

 

 Señores cardenales;
señores embajadores;
ilustres académicos pontificios;
amadísimos hermanos y hermanas:

1. Esta tercera sesión pública de las Academias pontificias, convocada para poner de relieve su contribución al humanismo cristiano, en el umbral del tercer milenio, me brinda la ocasión de reunirme nuevamente con vosotros. Os doy las gracias de corazón a todos.

Saludo al señor cardenal Paul Poupard, presidente del consejo de coordinación entre las Academias pontificias, y le agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme en nombre de todos. Saludo, asimismo, a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado, a los señores embajadores presentes, a los sacerdotes, a los consagrados y consagradas y a los ilustres miembros de las Academias pontificias. Saludo, por último, al profesor Bruno Cagli, presidente de la Academia nacional de Santa Cecilia, y doy cordialmente las gracias a los componentes del coro juvenil de esa Academia, dirigidos por el maestro Martino Faggiani, que hacen más solemne aún este encuentro con su magistral ejecución de conocidas piezas musicales inspiradas en el amor del pueblo cristiano a María santísima.

2. En efecto, esta solemne sesión está dedicada a la Virgen María, icono y modelo de la humanidad redimida por Cristo.

La atención dirigida a ella se ha enriquecido también con las contribuciones teológicas que han dado los ilustres relatores sobre los diversos aspectos de su papel en la historia de la salvación. La reflexión sobre el hombre que se ha desarrollado en las diferentes culturas a lo largo de los siglos ha tenido un extraordinario incremento gracias a la confrontación con el misterio de Jesús, Verbo de Dios que se encarnó en el seno de María. En el nuevo horizonte cognoscitivo que la Revelación abrió destaca el papel eminente de la Virgen, Madre de Dios.

En la carta a los Gálatas, san Pablo escribe: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). Esas palabras del Apóstol nos llevan al centro mismo de la historia: en la «plenitud de los tiempos», el Hijo de Dios nació de una mujer, María de Nazaret, que participó de modo único en el misterio del Verbo al dar a luz en el tiempo al Hijo engendrado por el Padre desde la eternidad.

María es hija del pueblo elegido y, por eso mismo, hija de su cultura, enriquecida por el encuentro milenario con la palabra de Dios: es la mujer que participa activamente en el primer milagro de Jesús, en Caná, manifestando su gloria (cf. Jn 2, 1-12), y está presente en el Gólgota, donde él la señala como Madre del discípulo amado y Madre nuestra.

Los evangelios y la tradición cristiana nos enseñan a reconocer en ella la sede en la que se realizó históricamente la Encarnación. Desde hace dos mil años la vida de Jesús y el anuncio de la buena nueva de la salvación tienen una dimensión exquisitamente mariana. La Virgen Madre está cercana al corazón de los hombres de todos los tiempos y culturas, como lo atestiguan las obras maestras del genio humano que han florecido en todas las épocas de la historia.

3. El Nuevo Testamento presenta a la Virgen como una mujer extraordinaria en la sencillez de su existencia. Los Padres de la Iglesia, maestros de espiritualidad cristiana, expresaron la fe de la comunidad de los creyentes, poniendo de relieve las verdades que atañen al papel específico y excepcional que desempeña María. Ella es la Theotókos, la Deipara, la Madre de Dios, a quien la Iglesia honra con un «culto especial» (Lumen gentium, 66).

En el umbral del gran jubileo del año 2000, me complace recordar el inmenso tesoro de amor, devoción y arte que, en el arco de dos milenios, han testimoniado las Iglesias orientales. Honran a María santísima, la Theotókos, también con otros espléndidos títulos, como Panaghia, Toda Santa; Hiperagionorma, Santa más allá de todo límite; Platythera, Inmensa; Odigitria, la que indica el camino; Eleousa, la llena de misericordiosa ternura. La tradición mariana oriental contempla, venera y canta las alabanzas de la Virgen, cuyos iconos recuerdan a todos que la Madre de Dios es la imagen elegida de la humanidad redimida por Cristo. Por tanto, en su riquísimo patrimonio mariano, las Iglesias de Oriente no sólo nos ofrecen un camino ecuménico, sino también un modelo de humanismo cristiano.

4. Por lo que se atañe a Occidente, la teología, la espiritualidad y el arte, para honrar a la Madre de Dios y poner de relieve su maternidad espiritual universal, hacen referencia a los misterios de la santísima Trinidad y del Verbo encarnado. Su unión con Cristo es el arquetipo de la unión de la Iglesia y de cada cristiano con el Redentor. Los discípulos del Señor, al reflexionar en esa unión, comprendieron enseguida que María santísima es la primera entre los redimidos, imagen perfecta de la redención. A este propósito, el beato Juan Duns Escoto, cantor de la Inmaculada Concepción, escribió: «Por tanto, si Cristo nos reconcilió perfectísimamente con Dios, mereció que a alguien se le evitara este gravísimo castigo. Esto sólo pudo ser en favor de su Madre» (Opus Oxoniense, III, d. 3, q. 1). Me alegra que la Pontificia Academia Mariana internacional y el Pontificio Ateneo «Antonianum» hayan instituido una cátedra de estudios mariológicos dedicada a este gran teólogo.

En la misma línea de la exhortación apostólica Marialis cultus de mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, quise reafirmar en la encíclica Redemptoris Mater el vínculo esencial que existe entre María y la Iglesia, poniendo de relieve su misión en la comunidad de los creyentes. En la carta apostólica Mulieris dignitatem recordé también que María ilumina y enriquece el humanismo cristiano que se inspira en el Evangelio, porque, además de los diversos aspectos de la humanidad nueva que se realiza en ella, manifiesta la dignidad y el «genio» de la mujer. Elegida por Dios para el cumplimiento de su designio de salvación, María nos ayuda a comprender la misión de la mujer en la vida de la Iglesia y en el anuncio del Evangelio.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, acogiendo la propuesta del consejo de coordinación entre las Academias pontificias, me alegra ahora entregar el premio de las Academias pontificias a la doctora Deyanira Flores González, de Costa Rica, por su trabajo en mariología titulado: «La Virgen María al pie de la cruz (Jn 19, 25-27) en Ruperto de Deutz», presentado en la Pontificia Facultad Teológica «Marianum». Con mucho gusto quiero entregar también, como signo de estima, una medalla de mi pontificado a dos personas que acaban de obtener el doctorado: la señora Marielle Lamy, francesa, por su tesis: «El culto mariano entre doctrina y devoción etapas y desafíos de la controversia sobre la Inmaculada Concepción en la Edad Media (siglos XII-XV)», presentada en la Universidad París X Nanterre; y al padre Johannes Schneider, franciscano austriaco, por su tesis: «Virgo Ecclesia facta: la presencia de María en el "Crucifijo" de san Damián y en el "Officium Passionis" de san Francisco de Asís», presentada en el Pontificio Ateneo «Antonianum» de Roma.

Como es sabido, el premio de las Academias pontificias, instituido hace dos años, quiere alentar a jóvenes universitarios, artistas e instituciones a contribuir al desarrollo de las ciencias religiosas, del humanismo cristiano y de sus expresiones artísticas. Expreso, en particular, mi deseo de que un renovado compromiso de los estudiosos en el campo de la investigación mariológica ponga de relieve los aspectos del humanismo fecundado por el Espíritu de la gracia, cuyo modelo e icono es María santísima.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.



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