DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE ALEMANIA EN "VISITA AD LIMINA"
Jueves 18 de noviembre de 1999
Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:
1. Me alegra mucho recibiros aquí, en el palacio apostólico: "La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (2 Co 13, 13). Con estas palabras acompaño mi saludo con ocasión de la visita ad limina que os ha traído a Roma "para consultar a Cefas" (Ga 1, 18). Junto a las tumbas de los príncipes de los Apóstoles, nuestro pensamiento se dirige a san Pedro y san Pablo, los fundadores "de la Iglesia mayor y más antigua" (san Ireneo, Adv. haer., III, 3, 2). Aun siendo diferentes por su carácter y su vocación, estuvieron unidos entre sí al testimoniar su fe. Ambos se entregaron por el Evangelio al servicio de Dios y del hombre. A pesar de tensiones momentáneas, no rompieron nunca sus relaciones recíprocas; más aún, se dieron "la mano en señal de comunión" (Ga 2, 9), pues sabían que había sido el Señor mismo quien constituyó a Pedro como pastor universal de su grey (cf. Jn 21, 15-17) y como fundamento visible de la unidad de la Iglesia (cf. Mt 16, 18).
Con el mismo espíritu de comunión fraterna y jerárquica quisiera proseguir la reflexión que inicié con el anterior grupo de obispos de vuestra patria sobre la Iglesia como "sacramento universal de salvación" (Lumen gentium, 48; Gaudium et spes, 45). En el encuentro con vuestros hermanos puse de relieve el papel de la Iglesia en la sociedad civil de la Alemania unificada; hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre la naturaleza y la misión de vuestro ministerio pastoral en la Iglesia, entendida como "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1).
2. El Hijo mismo, enviado por el Padre, envió a su vez a los Apóstoles, diciéndoles: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado" (Mt 28, 19-20). Los Apóstoles transmitieron esta solemne misión de Cristo para el anuncio de la verdad salvífica a los obispos, sus sucesores, que están llamados a llevarla hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1, 8), "para edificación del Cuerpo de Cristo" (Ef 4, 12), que es la Iglesia.
Los obispos cumplen su misión en unión con el Obispo de Roma, que, como Sucesor de Pedro, por institución divina, está revestido en la Iglesia de una potestad suprema, plena, inmediata y universal, con vistas al bien de las almas (cf. Christus Dominus, 2). Al tener, como Pastor de todos los fieles, la misión de velar por el bien común de la Iglesia entera y por el bien de cada una de las Iglesias, "preside la comunidad universal en el amor" (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, Proemio).
Como "Vicario del amor de Cristo" (san Ambrosio, Expositio in Lucam, libro X), recientemente he considerado mi deber resolver las divergencias que surgieron entre vosotros y en las Iglesias particulares que se os han encomendado, tratando de armonizar las diversas voces nuevamente "en la única gran sinfonía en favor de la vida", a la que la Iglesia católica debe permanecer fiel en todos los tiempos y en todos los lugares. Pido al Señor que impulse a la Iglesia en Alemania a dar un testimonio unánime y claro del evangelio de la vida. A la vez, cuento con vuestra oración para que Dios me conceda cumplir con coherencia mi servicio a la verdad como primer responsable del bien de la Iglesia universal. Tal vez la Providencia me ha encomendado la cátedra de Pedro para ser, en el umbral del tercer milenio, un apasionado "abogado de la vida". En efecto, yo tuve que experimentar desde mi juventud cómo, durante un capítulo particularmente oscuro de la historia de este atormentado siglo, la vida humana era pisoteada y sistemáticamente aniquilada no lejos de Wadowice, mi pueblo natal.
3. Los obispos están llamados por el Espíritu Santo a hacer las veces de los Apóstoles como pastores de las Iglesias particulares. Con ese fin, están revestidos de una potestad propia, que "no queda suprimida por el poder supremo y universal, sino, al contrario, afirmada, consolidada y protegida" (Lumen gentium, 27). Junto con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad, los obispos tienen la misión de perpetuar la obra de Cristo, Pastor eterno. En efecto, Cristo dio a los Apóstoles y a sus sucesores el mandato y la potestad de enseñar a todas las gentes, santificar a los hombres en la verdad y gobernarlos (cf. Christus Dominus, 2).
Insertados en la noble cadena de la sucesión apostólica, participáis del don espiritual de Dios, transmitido por los Apóstoles a sus colaboradores (cf. 2 Tm 1, 6-7). Por la imposición de las manos y la oración, a cada uno de vosotros se os han conferido las funciones de enseñar, santificar y gobernar que, "por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la cabeza y con los miembros del colegio episcopal" (Lumen gentium, 21).
Queremos detenernos juntos a reflexionar en qué consiste ese compromiso del obispo. En esta ocasión reafirmo lo que ya subrayé hace veinte años, como Obispo de Roma, en mi primera carta con ocasión del Jueves santo: "Analizando con atención los textos conciliares, está claro que conviene hablar más bien de una triple dimensión del servicio y de la misión de Cristo que de tres funciones distintas. De hecho, están íntimamente relacionadas entre sí, se despliegan recíprocamente, se condicionan también recíprocamente, y recíprocamente se iluminan" (Carta a todos los sacerdotes con ocasión del Jueves santo de 1979, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de abril de 1979, p. 9).
4. Antes de reflexionar sobre la triple dimensión del ministerio pastoral, quisiera, ante todo, destacar el centro hacia el cual todas vuestras actividades deben converger: "El misterio de Cristo como fundamento de la misión de la Iglesia" (Redemptor hominis, 11). Quien de alguna manera participa en la misión de la Iglesia debe partir de esta base para actuar de forma coherente con su mandato. Esto vale en primer lugar para los obispos, que, por decir así, han sido "insertados" en el misterio de Cristo de modo muy especial. El obispo, revestido de la plenitud del sacramento del orden, está llamado a proponer y vivir el misterio integral de Cristo (cf. Christus Dominus, 12) en la diócesis que le ha sido confiada. Es un misterio que encierra "riquezas inescrutables" (Ef 3, 8). Conservemos este tesoro. Hagamos que sea la perla de nuestra vida. No nos cansemos de meditarlo, a fin de hallar siempre en él nueva luz y nueva fuerza para el cumplimiento diario de nuestro ministerio.
Los hombres y mujeres de hoy son más sensibles al testimonio de nuestra vida que a la elocuencia de nuestros discursos. Quieren ver en nosotros a personas cuya existencia esté totalmente orientada a Cristo Jesús, "el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre" (Jn 1, 18). Esperan que también nosotros, como los Apóstoles, sepamos transmitir lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado (cf. 1 Jn 1, 1): transmitir a los demás la fe vivida es el objetivo de la nueva evangelización. En efecto, los pastores tienen la misión de exponer la doctrina y la disciplina cristiana "con un método adaptado a las necesidades de nuestro tiempo, que dé una respuesta a las dificultades y problemas que más oprimen y angustian a los hombres" (Christus Dominus, 13). Dado que la palabra de Dios es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), sin duda actuará en aquellos que "obedecen a la fe" (cf. Rm 1, 5) en la libertad y en el amor. Por tanto, el "Credo" que cada pastor expresa en la Professio fidei es esencial y necesario para su tarea de enseñar y vivir las verdades de la fe con transparencia, entusiasmo y valentía.
5. En el triple ministerio de los obispos, como enseña el concilio Vaticano II, destaca en cierto sentido el de la predicación del Evangelio. Los pastores deben ser sobre todo "testigos de Cristo ante los hombres" (Christus Dominus, 11), "predicadores de la fe que llevan nuevos discípulos a Cristo" (Lumen gentium, 25). Como "fieles distribuidores de la palabra de la verdad" (cf. 2 Tm 2, 15), debemos transmitir juntos lo que nosotros mismos hemos recibido. No se trata de nuestra palabra, por más docta que sea, pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino la verdad revelada, que debe transmitirse fielmente y en unión con los demás miembros del colegio de los pastores.
De los informes que habéis enviado sobre vuestras diócesis se deduce que, al desempeñar vuestro ministerio de enseñar, encontráis un clima cultural de desconfianza e incluso de hostilidad, porque muchos contemporáneos se oponen a la exigencia de tener certeza en el conocimiento de la verdad. Una mentalidad muy difundida actualmente tiende a excluir de la vida pública los interrogantes sobre las verdades últimas y a confinar a la esfera de lo privado la fe religiosa y las convicciones sobre los valores morales. Este proceso ha llegado a un punto en que parece oportuno preguntarse qué papel se le atribuye a Dios, al que los padres de la Ley fundamental de vuestro país, hace cincuenta años, quisieron hacer referencia explícita cuando, al inicio de la Constitución, recordaron la "conciencia de la responsabilidad ante Dios y ante los hombres" (Preámbulo de la Ley fundamental de la República federal de Alemania, 23 de mayo de 1949).
Se corre el peligro de que las leyes, que ejercen gran influjo en el pensamiento, así como en la conducta de las personas, paulatinamente se aparten de su fundamento moral. Sin embargo, eso iría en perjuicio de las mismas leyes, que, con el paso del tiempo, llegarían a considerarse sólo como medios para el ordenamiento de la sociedad, sin ninguna referencia al orden moral objetivo. Comprendo que frente a esta situación no siempre os resulta fácil predicar "la palabra de la verdad, el Evangelio de la salvación" (Ef 1, 13), y favorecer su difusión.
Por desgracia, la presión psicológica de algunos ambientes de la sociedad civil en Alemania impulsa también a fieles católicos a poner en tela de juicio la doctrina de la Iglesia y su disciplina. En un clima de individualismo generalizado, algunos miembros de la Iglesia incluso se arrogan el derecho de elegir, en materia de fe, cuáles enseñanzas, según ellos, serían admisibles y cuáles deberían rechazarse. Pero las verdades de la fe constituyen un conjunto orgánico, que no admite esas discriminaciones arbitrarias. Quien lo hace no puede considerarse coherente con la fe que profesa.
6. Queridos hermanos, sabéis que el obispo, como pastor, tiene el deber fundamental de invitar a los miembros de la Iglesia particular a él encomendada a aceptar en su integridad la enseñanza autorizada de la Iglesia sobre cuestiones de fe y de moral. No debemos desalentarnos si nuestro anuncio no es aceptado en todas partes. Con la ayuda de Cristo, que venció al mundo (cf. Jn 16, 33), el remedio más eficaz para combatir el error es el anuncio valiente y sereno del Evangelio "a tiempo y a destiempo" (2 Tm 4, 2).
Expreso este deseo especialmente pensando en los jóvenes. Muchos de ellos son exigentes en lo que atañe al sentido y al modelo de su vida y desean librarse de la confusión religiosa y moral. Ayudadles en esta empresa. En efecto, las nuevas generaciones están abiertas y son sensibles a los valores religiosos, aunque a veces sea de modo inconsciente. Intuyen que el relativismo religioso y moral no da la felicidad y que la libertad sin la verdad es vana e ilusoria. Al desempeñar el ministerio eclesial de enseñar, en unión con vuestros sacerdotes y con los colaboradores en el servicio catequético, prestad atención particular a la formación de la conciencia moral. Sin duda, la conciencia moral se ha de respetar como "santuario" del hombre, donde se encuentra a solas con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de su corazón (cf. Gaudium et spes, 16). Pero con el mismo fervor recordad a vuestros fieles que la conciencia es un tribunal exigente, cuyo juicio siempre debe conformarse a las normas morales reveladas por Dios y propuestas de forma autorizada por la Iglesia con la asistencia del Espíritu.
Una enseñanza clara y unívoca sobre esas cuestiones influirá de forma positiva en la necesaria vuelta al sacramento de la reconciliación, poco frecuentado hoy, por desgracia, incluso en las regiones católicas de vuestro país.
7. Otra tarea fundamental de los obispos consiste en el ejercicio de la función de santificar. "El obispo debe ser considerado como el gran sacerdote de su grey, de quien deriva y depende en cierto modo la vida en Cristo de sus fieles" (Sacrosanctum Concilium, 41). Por eso, el obispo es, por decir así, el primer liturgo de su diócesis y el principal dispensador de los misterios de Dios. Al mismo tiempo, le corresponde organizar, promover y conservar la vida litúrgica en la Iglesia particular a él encomendada (cf. Christus Dominus, 15).
A este propósito, quisiera recomendaros encarecidamente los dos sacramentos fundamentales: el bautismo y la Eucaristía. Recién elevado a la cátedra de Pedro, aprobé la Instrucción sobre el bautismo de los niños, en la que la Iglesia confirmó la praxis bautismal de los niños, usada desde el inicio. En la praxis pastoral de vuestras Iglesias locales con razón se insiste en la exigencia de administrar el bautismo sólo cuando se tiene fundada esperanza de que el niño será educado en la fe católica, a fin de que el sacramento pueda dar frutos (cf. Código de derecho canónico, c. 868, 2). Sin embargo, a veces, las normas de la Iglesia son interpretadas de modo más restrictivo de lo que se pretende con ellas. Así, sucede que a los padres el bautismo de su hijo se les retrasa o incluso niega sin motivo suficiente. La prudencia y la caridad pastoral parecen sugerir una actitud más comprensiva hacia los que con recta intención tratan de acercarse a la Iglesia, pidiendo el bautismo para su hijo. Asimismo, esa solicitud pastoral aconseja que los pastores no impongan requisitos que no sean exigidos por la doctrina o los mandamientos de la Iglesia. Está bien que el pastor de almas prepare a los padres de modo adecuado al bautismo de su hijo, pero también es importante que el primer sacramento de la iniciación cristiana se vea sobre todo como un don gratuito de Dios Padre al niño. La índole libre y gratuita de la gracia no resulta nunca tan evidente como con ocasión del bautismo: "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10).
Además, no podemos hablar de renovación espiritual de la diócesis sin referirnos a la Eucaristía. Una tarea primaria de vuestro ministerio sacerdotal consiste en reafirmar el papel vital de la Eucaristía como "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11). En la celebración del sacrificio eucarístico no sólo culmina el servicio de los obispos y presbíteros; también encuentra en ella su centro dinámico la vida de todos los demás miembros del Cuerpo de Cristo. La falta de sacerdotes y su desigual distribución, por un lado, y la reducción preocupante del número de los que regularmente frecuentan la santa misa dominical, por otro, constituyen un desafío que afrontan vuestras Iglesias. Para actuar como se debe, conviene tener en cuenta el principio fundamental según el cual la comunidad parroquial es necesariamente una comunidad eucarística; como tal, debe ser presidida por un sacerdote ordenado que, en virtud de su sagrada potestad y de la consiguiente insustituible responsabilidad, ofrece el sacrificio eucarístico in persona Christi (Pastores dabo vobis, 48). Me consta que algunos de vosotros, incluso en las regiones de antigua tradición católica, ya no pueden asegurar la presencia del sacerdote en cada parroquia. Es evidente que esa situación exige una solución provisional para no dejar abandonadas a las comunidades, con el riesgo de un progresivo depauperamiento espiritual. El hecho de que los religiosos y los laicos, por encargo vuestro, presidan las funciones dominicales de la Palabra puede ser loable en una situación de emergencia, pero esa situación a largo plazo no puede considerarse satisfactoria. Más aún, la falta de integridad sacramental de esas funciones litúrgicas debería impulsar a toda la comunidad parroquial a orar al Señor con mayor fervor e insistencia para que mande obreros a su mies (cf. Mt 9, 38).
8. Quiero referirme, por último, a la función de gobierno que se os ha encomendado. Ciertamente, al cumplir esta función, tenéis ante los ojos la imagen del buen Pastor, que no vino para ser servido sino para servir (cf. Mt 20, 28). La imagen es comprometedora, sobre todo porque quien debe cumplirla sabe que está tomado de entre los hombres y, como tal, tiene debilidades humanas. Pero precisamente esta conciencia lo ha de impulsar a una comprensión benévola hacia los que están encomendados a su solicitud y a su gobierno pastoral (cf. Lumen gentium, 27).
Os recomiendo encarecidamente sobre todo a los primeros colaboradores de vuestras Iglesias locales, es decir, los presbíteros, para los que vosotros, en cuanto obispos, constituís "el principio visible y el fundamento de la unidad" (ib., 23). El servicio de la cura de almas es exigente, porque a menudo los resultados visibles no parecen corresponder a los esfuerzos realizados, a veces, incluso hasta el límite máximo de las fuerzas. Muchos pastores tienen la impresión de que, más que en la viña evangélica, deben trabajar en una árida cantera. Y, ¿qué decir del progresivo envejecimiento de los sacerdotes y de la escasez de vocaciones que pesa sobre el futuro de las diócesis? Quisiera exhortaros a estar aún más cerca de vuestros sacerdotes y seminaristas. Conozco el peso de los compromisos diarios vinculados a vuestro ministerio. Con solicitud paterna quisiera evocar las esperanzas expresadas por el concilio Vaticano II con palabras claras y llenas de sensibilidad: "Los obispos, pues, a causa de esta comunión en el mismo sacerdocio y ministerio, han de considerar a los presbíteros como hermanos y amigos y han de buscar de corazón, según sus posibilidades, el bien material y sobre todo espiritual de los mismos (...). Han de escucharles de buena gana e incluso consultarlos y dialogar con ellos sobre las necesidades del trabajo pastoral y el bien de la diócesis" (Presbyterorum ordinis, 7). "Han de acompañar con activa misericordia a los sacerdotes que se encuentran en cualquier peligro o que han fallado en algo" (Christus Dominus, 16).
Venerados hermanos, aprovechad la ocasión para asegurar a vuestros presbíteros que el Obispo de Roma está cerca de todos y cada uno de ellos. Su presencia es sumamente importante. Sin los sacerdotes, al obispo le faltarían los brazos.
9. Queridos hermanos, sobre los conceptos de maestro, sacerdote y pastor, os he propuesto algunas observaciones que considero importantes. Quieren estimular vuestra reflexión sobre el triple ministerio pastoral encomendado a vosotros para el bien de la Iglesia que está en vuestra patria. Consciente de la gran entrega con que desempeñáis vuestro ministerio episcopal, quisiera concluir este discurso manifestándoos mi fraternal y sincera gratitud. Que en cada situación nos conforte el pensamiento de que Jesucristo no nos ha tomado a su servicio como funcionarios, sino que nos ha consagrado como ministros de sus misterios.
Por último, encomiendo vuestra vida y vuestra misión de pastores de la grey a la intercesión de María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia. Sobre vosotros, los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y los laicos de vuestras diócesis descienda la abundancia de las gracias celestiales, cuya prenda es la bendición apostólica que a todos imparto de corazón.
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