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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CEREMONIA DE BENDICIÓN
DE LA FACHADA DE LA BASÍLICA VATICANA


Jueves 30 de septiembre de 1999

 

Señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado;
señor presidente de la República italiana;
señor presidente del Gobierno;
señores embajadores ante la Santa Sede e Italia;
señores dirigentes y técnicos de la E.N.I.;
señores y señoras:

1. En el centro de nuestra atención está hoy la fachada de la basílica vaticana, que desde hace siglos es testigo de grandes acontecimientos, que han deja- do su huella en la historia. Estamos reunidos aquí para celebrar la feliz culminación de los trabajos de restauración que, durante más de dos años, han realizado ingenieros, arquitectos, marmolistas, cinceladores, estucadores, herreros y otros obreros. Gracias a su trabajo, realizado con gran maestría y competencia, la basílica vaticana, ya hermosa en su interior, se presenta ahora con toda la majestuosa solemnidad de la fachada con que Maderno supo adornarla.

Al dirigir mi cordial saludo a todos los presentes y, en particular, al cardenal arcipreste, que ha interpretado noblemente los sentimientos de todos, deseo expresar mi profundo agradecimiento a cuantos han empleado sus energías para devolver a esta obra maestra de la arquitectura su primitivo esplendor. Mi agradecimiento va, de modo especial, a la Empresa nacional de hidrocarburos (E.N.I), que con gran generosidad ha hecho posible la labor de restauración, utilizando para ello las más modernas tecnologías.

2. Mientras contemplamos admirados el prestigioso resultado de estos trabajos, surge espontáneamente en el corazón el deseo de bendecir al Señor, que ha dado al hombre la capacidad de dominar la materia y ennoblecerla, imprimiéndole el sello del espíritu.

¡Cuántos esfuerzos ha costado la obra que estamos admirando! Los mármoles, desbastados con innumerables golpes de martillo y cincel, y después pulidos con sumo cuidado y paciencia, fueron unidos admirablemente para adornar la fachada. En una visión transfigurada del templo de Dios, se pueden interpretar sus diversos elementos como el símbolo y la imagen de la variedad de los dones y carismas con que el divino Artífice ha querido adornar a la Iglesia, su esposa mística.

3. La mirada, llena de admiración, que dirigimos esta tarde a la arquitectura de la fachada anticipa la de los innumerables peregrinos que llegarán aquí procedentes de todo el mundo durante el Año santo, ya inminente. Podrán revivir las experiencias de los antiguos peregrinos, extasiados ante la magnificencia y la solidez de las estructuras de esta imponente basílica, que la fe de los antepasados construyó «in honorem Principis Apostolorum», como reza la inscripción dedicatoria, puesta por el Papa Pablo V en el año 1612.

Para san Pedro y su sepulcro glorioso se edificó este templo, coronado por la cúpula de Miguel Ángel, que el Papa Clemente VIII, interpretando el pensamiento de su predecesor Sixto V, dedicó «sancti Petri gloriae», a la gloria de san Pedro. Lo confirman las numerosas representaciones del Apóstol, que aparecen en todas las partes del edificio. También en esta fachada, en el altorrelieve del milanés Ambrogio Bonvicino, se halla la imagen de Pedro, que recibe las llaves del Cristo.

4. Así, en cierto sentido, el apóstol san Pedro continúa su misión como «vicario del amor de Cristo», profesando con humildad, pero también con firmeza, su fe. Y «toda lengua que alaba al Señor ―como dice san León Magno― es formada por el magisterio de esta voz» (Sermones 3, 3). Por ello, se comprende fácilmente por qué nuestro deleite ante esta obra de arte restaurada no puede ser sólo de carácter estético; también debe abrirse a la fascinación interior de la realidad espiritual que significa. Nos lo recuerda san Pedro a nosotros y a cuantos esta tarde están reunidos espiritualmente en torno a su sepulcro, como él escribía desde Roma, un día de los años 63-64, a los cristianos de Asia menor, por él evangelizados: «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta» (1 P 2, 5).

Amadísimos hermanos y hermanas, aceptemos esta invitación a ser piedras vivas, miembros activos del edificio espiritual que es la Iglesia. Ojalá que el inminente jubileo nos encuentre dispuestos a anunciar y testimoniar nuestra fe con una entrega más generosa. Los trabajos de restauración nos recuerdan que cada creyente, cada uno de nosotros, está llamado a una conversión continua y a un valiente examen de vida, para poder realizar un profundo encuentro con Cristo y beneficiarse plenamente de los frutos del Año santo.

Que así sea para todos. Con este deseo, al tiempo que invoco la intercesión de la santísima Virgen María y de los apóstoles san Pedro y san Pablo sobre los presentes y sobre quienes, de diferentes modos, han colaborado en esta extraordinaria labor de restauración, a todos imparto complacido la bendición apostólica.

 



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