DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA*
Jueves 26 de abril de 2001
Señor cardenal;
amadísimos superiores y alumnos de la Pontificia Academia Eclesiástica:
1. Esta mañana, antes de venir a la plaza de la Minerva, donde se hallan frente a frente la histórica iglesia en la que se conservan los restos mortales de santa Catalina de Siena, tan devota del Sucesor de Pedro, y vuestra ya tricentenaria institución, he orado por todos vosotros. Me alegra ahora encontrarme con vosotros y dirigiros mi cordial saludo. Agradezco al arzobispo monseñor Justo Mullor García, presidente de la Academia, las nobles palabras con las que ha interpretado vuestros sentimientos, delineando con eficacia los propósitos que orientan vuestro compromiso. Pienso con gratitud también en cuantos lo han precedido en este cargo, llevando a cabo con entrega y sacrificio una misión de tanta responsabilidad.
Al entrar en este edificio, no he podido por menos de pensar en todos los que se han formado aquí con vistas a sus futuras tareas al servicio de la Iglesia. ¡Cómo no recordar a mis predecesores que fundaron y apreciaron esta Academia, o que transcurrieron aquí una parte de su joven existencia sacerdotal! Una mención especial merece seguramente el siervo de Dios Pablo VI, pero también viene a mi memoria el gran pastor que me ordenó sacerdote, el cardenal Adam Sapieha. Entró en esta Academia un año antes de que fuera nombrado presidente de ella el siervo de Dios Rafael Merry del Val, futuro cardenal secretario de Estado. Ante estos y otros eclesiásticos de gran talla espiritual, es preciso sentir el deber de imitar sus virtudes y su entrega ejemplar al servicio de la Iglesia.
Todos los formadores y alumnos de la actual comunidad sois hombres del concilio Vaticano II; sois también sacerdotes que habéis vivido la experiencia del gran jubileo de la Encarnación. Por consiguiente, en vuestra existencia, tanto individual como colectiva, todo debe llevar al compromiso de responder a la vocación universal a la santidad, en la que se resume el mensaje fundamental de esos dos grandes acontecimientos eclesiales. Habéis venido aquí para aprender a ser "expertos en humanidad", según la sugestiva expresión de Pablo VI, porque esto requiere el arte, a veces complejo, de la diplomacia. Pero estáis aquí, ante todo, para proveer a vuestra santificación: lo exige vuestro futuro servicio a la Iglesia y al Papa.
El hecho de que celebréis un aniversario tricentenario muestra que también las instituciones tienen una continuidad vital: un proyecto de vida y de servicio que, madurado en el pasado, se ha enriquecido a lo largo del camino y ahora se confía a la generación actual, para que lo transmita a las futuras. Así, en la Iglesia, las verdaderas tradiciones, cuando son auténticas y llevan en su interior la savia del Evangelio, lejos de favorecer conservadurismos paralizantes, impulsan hacia metas de nueva vitalidad eclesial y de renovación creadora. La Iglesia camina en la historia con los hombres de todos los tiempos.
2. Nuestro encuentro en este tiempo pascual me trae a la memoria el capítulo 21 de san Juan, en el que el evangelista presenta a Cristo resucitado mientras conversa con Pedro y otros apóstoles durante una pausa en su habitual trabajo de pescadores. Habían bregado toda la noche en el lago de Tiberíades y no habían pescado nada. Pedro y sus compañeros habían trabajado confiando exclusivamente en sus fuerzas y en sus conocimientos de hombres expertos en "las cosas del mar". Pero luego su pesca fue excepcionalmente abundante cuando la realizaron confiando en la palabra de Cristo. No fueron entonces sus conocimientos "técnicos" los que llenaron de peces las redes. Esa pesca fue excepcionalmente abundante gracias a la palabra del Maestro, vencedor de la muerte y, por tanto, vencedor también del sufrimiento, del hambre, de la marginación y de la ignorancia.
3. Nuestra Iglesia está arraigada en la historia. Cristo la fundó sobre los Apóstoles, pescadores de hombres (cf. Mt 4, 19), para que repitiera, a lo largo de los siglos, sus acciones y sus palabras salvadoras. Escenas como la que se narra en el capítulo 21 del evangelio de san Juan se han repetido muchas veces en todos los tiempos. ¡En cuántas circunstancias los resultados de la acción apostólica, también la realizada en los foros civiles nacionales o internacionales a los que seréis enviados un día, han parecido escasos y casi nulos! Fenómenos como el secularismo, el consumismo paganizante e incluso la persecución religiosa hacen muy difícil y, a veces, casi imposible el anuncio de Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6).
También esta Academia forma parte de la "encarnación" de la Iglesia que se expresa mediante su presencia en el mundo y en sus instituciones civiles, nacionales o internacionales. Todo lo que aprendéis aquí está orientado a llevar la palabra de Dios hasta los confines de la tierra. Por eso, es una Palabra que primero debe tomar posesión de vuestra inteligencia, de vuestra voluntad y de vuestra vida. Si el Evangelio no se ha arraigado en vuestra vida personal y comunitaria, vuestra actividad podría reducirse a una noble profesión en la que, con mayor o menor éxito, afrontáis cuestiones relativas a la Iglesia o a su presencia en determinados ámbitos humanos. Si, por el contrario, el Evangelio está presente y fuertemente enraizado en vuestra existencia, tenderá a dar un contenido bien preciso a vuestra acción en el complejo ámbito de las relaciones internacionales.
En un mundo que se mueve por intereses materiales a menudo contrastantes, debéis ser los hombres del espíritu en busca de la concordia, los heraldos del diálogo, los constructores de la paz más convencidos y tenaces. No seréis promotores ―ni podríais serlo jamás― de ninguna "razón de Estado". La Iglesia, aunque está presente en el concierto de las naciones, únicamente busca hacerse eco de la palabra de Dios en el mundo, para defender y proteger a los hombres.
4. Los valores que la diplomacia pontificia ha defendido desde siempre se centran principalmente en el ejercicio de la libertad religiosa y en la tutela de los derechos de la Iglesia. Estos temas siguen siendo actuales en nuestros días, y, al mismo tiempo, la atención del representante pontificio se orienta cada vez más, de modo especial en los foros internacionales, también hacia otras cuestiones humanas y sociales de gran alcance moral. Hoy urge sobre todo la defensa del hombre y de la imagen de Dios que hay en él. Estáis llamados a ser portadores de valores humanos que tienen su fuente en el Evangelio, según el cual todo hombre es un hermano al que hay que respetar y amar.
El mundo al que iréis a cumplir vuestra misión ha conocido, durante el siglo XX, innegables conquistas científicas y técnicas. Pero, desde el punto de vista ético, presenta muchos aspectos preocupantes, dado que está expuesto a la tentación de manipularlo todo, incluso al hombre mismo. En vuestra acción deberéis ser los paladines de la dignidad del hombre, cuya naturaleza, gracias a la encarnación del Hijo de Dios, ha sido elevada a una dignidad sublime (cf. Gaudium et spes, 22).
Como Simón Pedro, como Tomás llamado el Mellizo, como Natanael y los hijos de Zebedeo, y los otros dos apóstoles cansados después de una noche en la que "no habían pescado nada" (cf. Jn 21, 3), también vosotros podéis sentir a veces el desaliento. No cedáis a esta tentación del Maligno. Por el contrario, acercaos a Cristo resucitado y gustad y haced gustar a fondo el poder que brota de la definición que él dio de sí mismo: "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap 21, 6). Sostenidos por la fuerza que proviene de él, también vosotros podréis realizar una pesca abundante, orientando a muchos otros seres humanos en su búsqueda de la verdad y del bien. Os bastará ser fieles al Evangelio, sin vacilación alguna. Así ofreceréis a los demás la posibilidad de conocer la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo (cf. Ef 3, 18).
5. En la Carta que escribí al concluir el Año santo, me hice eco de las palabras de Cristo a Pedro: Duc in altum! Os dirijo esta invitación también a vosotros, que dentro de poco deberéis dejar Roma por el mundo, la Urbe por el orbe. El mundo que os espera tiene sed de Dios, aunque no sea consciente de ella. Evocando el encuentro del apóstol Felipe con algunos griegos, yo mismo escribí: "Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo "hablar" de Cristo, sino en cierto modo hacérselo "ver"" (Novo millennio ineunte, 16).
Otros deberán hacer "ver" a Cristo en una parroquia o en medio de un grupo juvenil, en un barrio industrial o entre los marginados de la sociedad. Vosotros lo debéis "mostrar" en los contactos con los ambientes políticos y diplomáticos; lo lograréis con el testimonio de vuestra vida antes que con la fuerza de los argumentos jurídicos o diplomáticos. Seréis eficientes en la medida en que quien se acerque a vosotros tenga la sensación de encontrar en vuestras palabras, en vuestras actitudes y en vuestra vida la presencia liberadora de Cristo resucitado.
Recorreréis en el futuro los caminos del mundo: sentíos siempre al servicio del Sucesor de Pedro y en diálogo creativo con los pastores de las Iglesias particulares de los países a los que seáis enviados a cumplir vuestra misión. Llevad a Cristo con vosotros. Que María os ayude a vivir intensamente sus pensamientos y sus sentimientos (cf. Flp 2, 5-11). Os acompañe mi afectuosa bendición.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.18, p.2.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana