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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CLERO DE ROMA


Jueves 14 de febrero de 2002

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos sacerdotes romanos:
 

1. Este encuentro con el clero romano, que se renueva todos los años al inicio de la Cuaresma, es para mí una alegría del corazón. Os saludo con afecto a cada uno y os doy las gracias por estar aquí y por vuestro servicio a la Iglesia de Roma. Saludo y doy las gracias al cardenal vicario, al vicegerente, a los obispos auxiliares y a aquellos de entre vosotros que me han dirigido la palabra.

"Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron a él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 13-15). Al iniciar el camino cuaresmal, estas palabras del evangelista san Marcos, que habéis puesto como base del programa pastoral diocesano, nos exhortan a los sacerdotes a la búsqueda de esa íntima cercanía con el Señor que es para todo cristiano, pero en particular para nosotros, el secreto de nuestra existencia y la fuente de fecundidad de nuestro ministerio.

Estas mismas palabras evangélicas iluminan muy bien el profundo vínculo que existe entre la vocación divina, acogida en la obediencia de la fe, y la misión cristiana de ser testigos y heraldos de Cristo, colaboradores humildes pero valientes de su obra de salvación. Por tanto, hacéis bien en dedicar especial atención a las vocaciones, en particular a las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, dentro de la gran orientación misionera que caracteriza la vida y la pastoral de nuestra diócesis.

2. Todos sabemos cuán necesarias son las vocaciones para la vida, el testimonio y la acción pastoral de nuestras comunidades eclesiales. Y sabemos también que, a menudo, la disminución de las vocaciones en una diócesis o en una nación es consecuencia de la atenuación de la intensidad de la fe y del fervor espiritual. Así pues, no debemos contentarnos fácilmente con la explicación según la cual la escasez de las vocaciones sacerdotales quedaría compensada con el crecimiento del compromiso apostólico de los laicos o que, incluso, sería algo querido por la Providencia para favorecer el crecimiento del laicado. Al contrario, cuanto más numerosos son los laicos que quieren vivir con generosidad su vocación bautismal, tanto más necesarias son la presencia y la obra específica de los ministros ordenados.

No queremos ocultar por ello las dificultades bien conocidas que obstaculizan hoy, tanto en Roma como en gran parte del mundo occidental, una respuesta positiva a la llamada del Señor. En efecto, se ha vuelto difícil, por múltiples motivos, concebir y emprender grandes y comprometedores proyectos de vida, que no vinculen de manera parcial y provisional, sino plena y definitiva. Y a muchas personas les resulta aún más difícil considerar esos proyectos como algo que nace ante todo de la llamada de Dios, del designio de amor y de misericordia que él desde la eternidad ha concebido para cada persona, más que como algo que les pertenece, fruto de sus opciones y de su ingenio.

Por tanto, el empeño de la Iglesia en favor de las vocaciones debe basarse en un gran compromiso común, en el que han de colaborar tanto los laicos como los sacerdotes y los religiosos, y que consiste en redescubrir la dimensión fundamental de nuestra fe, para la cual la vida misma, toda vida humana, es fruto de la llamada de Dios y sólo puede realizarse positivamente como respuesta a esta llamada.

3. Dentro de esta gran realidad de la vida como vocación, y en concreto de nuestra vocación bautismal común, manifiesta todo su extraordinario significado la vocación al ministerio ordenado, la vocación sacerdotal. En efecto, es don y misterio, el misterio de la gratuita elección divina:  "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16).

Sí, queridos hermanos en el sacerdocio, nuestra vocación es un misterio. Y, como escribí con ocasión de mi jubileo sacerdotal, el misterio de un ""Maravilloso intercambio" —Admirabile commercium— entre Dios y el hombre. Este ofrece a Cristo su humanidad para que él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo. Si no se percibe el misterio de este "intercambio" no se logra entender cómo puede suceder que un joven, escuchando la palabra "¡Sígueme!", llegue a renunciar a todo por Cristo, en la certeza de que por este camino su personalidad humana se realizará plenamente" (Don y misterio, BAC, Madrid, p. 90).

Por tanto, cuando hablamos de nuestro sacerdocio y damos testimonio de él, debemos hacerlo con gran alegría y gratitud y, al mismo tiempo, con gran humildad, conscientes de que Dios "nos ha llamado con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia determinación y por su gracia" (2 Tm 1, 9).

4. Así, resulta muy evidente por qué el primer y principal compromiso en favor de las vocaciones no puede ser otro que la oración:  "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38; cf. Lc 10, 2). La oración por las vocaciones no es y no puede ser fruto de la resignación, como si pensáramos que ya hemos hecho todo lo posible por las vocaciones, con muy pocos resultados, y que por consiguiente no nos queda más que orar. En efecto, la oración no es una especie de delegación al Señor para que él actúe en vez de nosotros. Por el contrario, significa fiarse de él, ponerse en sus manos, lo cual, a su vez, nos da confianza y nos dispone para realizar las obras de Dios.

Por eso la oración por las vocaciones es ciertamente tarea de toda la comunidad cristiana, pero deben hacerla intensamente ante todo los que tienen la edad y las condiciones para elegir su estado de vida, como sucede en particular con los jóvenes.

Por el mismo motivo, la oración debe ir acompañada por toda una pastoral que tenga un claro y explícito carácter vocacional. Desde que nuestros niños y jóvenes comienzan a conocer a Dios y a formarse una conciencia moral hay que ayudarles a descubrir que la vida es vocación y que Dios llama a algunos a seguirlo más íntimamente, en la comunión con él y en la entrega de sí. Por eso, las familias cristianas tienen una grande e insustituible misión y responsabilidad con respecto a las vocaciones, y es preciso ayudarles a corresponder a ellas de manera consciente y generosa. De modo análogo, la catequesis y toda la pastoral de iniciación cristiana deben ofrecer una primera propuesta vocacional.

Naturalmente, esta propuesta se ha de hacer más fuerte y penetrante, siempre respetando plenamente las conciencias y la libertad de las personas, a medida que se pasa de la infancia a la adolescencia y luego a la juventud. Por eso uno de los criterios fundamentales de la pastoral juvenil, escolar y universitaria, ha de ser el cultivo y la solicitud por las vocaciones. Y, por último, cada parroquia y comunidad cristiana, en todos sus componentes y organizaciones, debe sentirse corresponsable de la propuesta y del acompañamiento vocacional.

5. Con todo, amadísimos sacerdotes, es evidente que la pastoral vocacional nos compete ante todo a nosotros, y está confiada en primer lugar a nuestra oración, a nuestro ministerio y a nuestro testimonio personal. En efecto, es difícil que una vocación al sacerdocio nazca sin relación con la figura de un sacerdote, sin contacto personal con él, sin su amistad, sin su paciente y diligente atención y sin su guía espiritual.

Si los niños y los jóvenes ven a sacerdotes afanados en demasiadas cosas, inclinados al mal humor y al lamento, descuidados en la oración y en las tareas propias de su ministerio, ¿cómo podrán sentirse atraídos por el camino del sacerdocio? Por el contrario, si experimentan en nosotros la alegría de ser ministros de Cristo, la generosidad en el servicio a la Iglesia y el interés por promover el crecimiento humano y espiritual de las personas que se nos han confiado, se sentirán impulsados a preguntarse si  esta  no  puede ser, también para  ellos,  la "parte  mejor" (Lc 10, 42), la elección más hermosa para su joven vida.

Amadísimos hermanos sacerdotes, encomendamos a María santísima, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia y, en particular, Madre de nosotros los sacerdotes, nuestra peculiar solicitud por las vocaciones. Le encomendamos de igual modo nuestro camino cuaresmal y, sobre todo, nuestra santificación personal. En efecto, la Iglesia necesita sacerdotes santos para abrir a Cristo incluso las puertas que parecen más cerradas.

Una vez más, ¡gracias por este encuentro! Os bendigo a todos de corazón y, juntamente con vosotros, bendigo a vuestras comunidades.


Palabras del Papa al final del encuentro 

He visto que la mayor parte de los que han hablado traían preparado su texto por escrito. Así, también yo los he seguido. Pero he visto que algunos han improvisado. Tal vez yo, de igual modo, debo improvisar un poco.

Tengo muy grabadas estas palabras:  "pupilla oculi". "Pupilla oculi" del obispo es el seminario, porque a través de esta pupila, este seminario, ve el futuro de la Iglesia. Lo digo con la experiencia que tengo al ser obispo desde hace muchos años, primero en Cracovia, luego en Roma:  en Cracovia durante veinte años; en Roma ya desde hace veinticuatro. Lo de la "pupilla oculi" es una gran verdad. Y a todos los obispos de Roma, a los que vengan después de mí, y a todos los obispos del mundo les deseo que mantengan este principio y miren con esperanza a través de esta "pupilla oculi", a través de nuestros seminarios. Que no falten las vocaciones. Gracias a Dios, en Roma no faltan las vocaciones. ¡Gracias a Dios! Recuerdo también, en mi pasado, que algunos momentos históricos en la vida de la Iglesia en Polonia han suscitado más vocaciones. Por ejemplo, el Milenio, pero no sólo:  también la peregrinación de la Virgen de Czestochowa y otras ocasiones.

Así, he tratado de imitar no solamente a los que han leído, sino también a los que han improvisado.

 



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