DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS AMIGOS DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES
Jueves 28 de febrero de 2002
Venerados hermanos:
1. Con gran alegría os acojo durante vuestro congreso de profundización de la espiritualidad de comunión, organizado por el movimiento de los Focolares. Os dirijo a cada uno mi cordial saludo, y doy las gracias de modo especial al cardenal Miloslav Vlk, que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes, ilustrando los temas de vuestro encuentro. Deseo dirigir un saludo particular a la fundadora del movimiento, Chiara Lubich, que ha querido estar presente aquí con nosotros.
Queridos hermanos, estáis reflexionando en la comunión, realidad constitutiva de la naturaleza misma de la Iglesia. La Iglesia, como destaca muy bien el concilio Vaticano II, se encuentra, por decirlo así, entre Dios y el mundo, congregada en nombre de la santísima Trinidad para ser "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1). Por tanto, la comunión en el seno del pueblo cristiano exige ser cada vez más asimilada, vivida y manifestada, también gracias a un decidido compromiso programático, tanto en el ámbito de la Iglesia universal como en el de las Iglesias particulares.
Es preciso cultivar una auténtica y profunda espiritualidad de comunión, como quise subrayar en la carta apostólica Novo millennio ineunte (cf. n. 43). Se trata de una exigencia que atañe a todos los miembros de la comunidad eclesial. Pero esta tarea corresponde ante todo a los pastores, llamados a velar para que los diversos dones y ministerios contribuyan a la edificación común de los creyentes y a la difusión del Evangelio.
2. El servicio a la unidad, en el que con razón soléis insistir mucho, está intrínsecamente marcado por la cruz. El Señor sufrió la pasión y la muerte para destruir la enemistad y reconciliar a los hombres con el Padre y entre sí. Siguiendo su ejemplo, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, prolonga su obra. Con la fuerza del Espíritu Santo participa íntimamente en el misterio pascual, fuera del cual no existe crecimiento del reino de Dios.
La experiencia de la historia muestra que la Iglesia vive la pasión y la cruz indisolublemente unida a su Señor resucitado, iluminada y confortada por la presencia que él mismo le garantizó todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). El mismo Señor, en cuyo cuerpo glorioso permanecen los signos de los clavos y de la lanza (cf. Jn 20, 20. 27), es quien asocia a sus amigos a sus sufrimientos, para conformarlos luego a su gloria. Esta fue, en primer lugar, la experiencia de los Apóstoles, a quienes los creyentes en su peregrinación hacen constante referencia. Su ministerio de comunión y evangelización gozó de la misma fecundidad que el de Cristo: la fecundidad del grano de trigo que, como recuerda el evangelista san Juan, produce mucho fruto si muere en la tierra y por morir en la tierra (cf. Jn 12, 24).
3. Signo por excelencia de esa fecundidad pascual son los frutos del Espíritu, ante todo "amor, alegría y paz" (Ga 5, 22), que caracterizan, aun en la diversidad de estilos y de carismas, el testimonio de los santos de toda época y de toda nación. Incluso en la prueba, en las situaciones más dramáticas, nada ni nadie puede quitar al que vive unido a Cristo la certeza de su amor (cf. Rm 8, 37-39) y la alegría de ser y sentirse uno con él.
Pido a Dios que os conceda con abundancia este amor, esta alegría y esta paz a cada uno de vosotros, amadísimos hermanos en el episcopado, y a las comunidades que se os han confiado. María, la Virgen del amor fiel, vele sobre vosotros y sobre vuestro ministerio, y os ayude a caminar en perfecta sintonía con el corazón de su Hijo divino, fuente de inconmensurable caridad y misericordia. Os aseguro un constante recuerdo en la oración, y de buen grado os imparto una especial bendición, que extiendo a cuantos encontráis diariamente en vuestro servicio pastoral.
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