VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
A AZERBAIYÁN Y BULGARIA
VISITA AL MONASTERIO DE SAN JUAN DE RILA
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Sábado 25 de mayo de 2002
Venerables metropolitas y obispos;
amadísimos monjes y monjas de Bulgaria
y de todas las santas Iglesias ortodoxas:
1. ¡La paz esté con vosotros! Os saludo a todos con afecto en el Señor. En particular, saludo al egúmeno de este monasterio, el obispo Joan, que, como observador enviado por Su Santidad el patriarca Cirilo, participó conmigo en las sesiones del concilio ecuménico Vaticano II.
Durante esta visita a Bulgaria, deseaba venir en peregrinación a Rila para venerar las reliquias del santo monje Juan y poder testimoniaros a todos vosotros mi gratitud y afecto: "En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros, recordándoos sin cesar en nuestras oraciones. Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad, y la tenacidad de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor" (1 Ts 1, 2-3).
Sí, queridos hermanos y hermanas, el monaquismo oriental, juntamente con el occidental, constituye un gran don para toda la Iglesia.
2. En varias ocasiones he puesto de relieve la valiosa contribución que dais a la comunidad eclesial mediante la ejemplaridad de vuestra vida. En la carta apostólica Orientale lumen escribí que quería "contemplar el vasto panorama del cristianismo de Oriente desde una altura particular", es decir, la del monaquismo, "que permite descubrir muchos de sus rasgos" (n. 9). En efecto, estoy convencido de que la experiencia monástica constituye el centro de la vida cristiana, de forma que se puede proponer como punto de referencia para todos los bautizados.
Un gran monje y místico occidental, Guillermo de Saint-Thierry, llama a vuestra experiencia, que alimentó y enriqueció la vida monástica del Occidente católico, "luz que viene del Oriente" (cf. Epistula ad fratres de monte Dei I, Sources chétiennes 223, p. 145). Con él otros muchos hombres espirituales de Occidente han hecho grandes elogios de la riqueza de la espiritualidad monástica oriental. Me alegra unir hoy mi voz a este coro de aprecio, reconociendo la validez del camino de santificación trazado en los escritos y en la vida de tantos de vuestros monjes, que han dado ejemplos elocuentes de seguimiento radical de nuestro Señor Jesucristo.
3. La vida monástica, en virtud de la tradición ininterrumpida de santidad en que se apoya, conserva con amor y fidelidad algunos elementos de la vida cristiana, que también son importantes para el hombre de hoy: el monje es memoria evangélica para los cristianos y para el mundo.
Como enseña san Basilio el Grande (cf. Regulae fusius tractatae VIII, PG 31, 933-941), la vida cristiana es ante todo apotaghé, "renuncia": al pecado, a la mundanalidad y a los ídolos, para unirse al único y verdadero Dios y Señor, Jesucristo (cf. 1 Ts 1, 9-10). En el monaquismo esa renuncia se hace radical: renuncia a la casa, a la familia, a la profesión (cf. Lc 18, 28-29); renuncia a los bienes terrenos en una búsqueda incesante de los eternos (cf. Col 3, 1-2); renuncia a la philautía, como la llama san Máximo el Confesor (cf. Capita de charitate II, 8; III, 8; III, 57 y passim, PG 90, 960-1080), es decir, al amor egoísta, para conocer el infinito amor de Dios y ser capaces de amar a los hermanos. La ascesis del monje es ante todo un camino de renuncia para poder unirse cada vez más al Señor Jesús y ser transfigurado por la fuerza del Espíritu Santo.
El beato Juan de Rila —que quise ver representado con otros santos orientales y occidentales en el mosaico de la capilla Redemptoris Mater del palacio apostólico vaticano, y del que este monasterio es un testimonio perdurable—, después de escuchar la palabra de Jesús que le pedía que renunciara a todos sus bienes para dárselos a los pobres (cf. Mc 10, 21), lo dejó todo por la perla preciosa del Evangelio, y siguió el ejemplo de santos ascetas para aprender el arte del combate espiritual.
4. El "combate espiritual" es otro elemento de la vida monástica, que hoy es necesario volver a aprender y proponer a todos los cristianos. Se trata de un arte secreto e interior, un combate invisible que el monje libra cada día contra las tentaciones, las sugestiones malignas, que el demonio trata de insinuar en su corazón; es un combate que llega a ser crucifixión en la palestra de la soledad con miras a la pureza del corazón, que permite ver a Dios (cf. Mt 5, 8), y de la caridad, que permite participar en la vida de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4, 16).
En la existencia de los cristianos, hoy más que nunca, los ídolos son seductores y las tentaciones, apremiantes: el arte del combate espiritual, el discernimiento de espíritus, la manifestación de los propios pensamientos al director espiritual y la invocación del santo nombre de Jesús y de su misericordia deben volver a formar parte de la vida interior del discípulo del Señor. Este combate resulta necesario para ser aperíspastoi, "no distraídos", y amérimnoi, "no preocupados" (cf. 1 Co 7, 32. 35), y para vivir en constante unión con el Señor (cf. san Basilio Magno, Regulae fusius tractatae VIII, 3; XXXII, 1; XXXVIII).
5. Con el combate espiritual, el beato Juan de Rila vivió también la "sumisión" en la obediencia y en el servicio recíproco que exige la vida común. El cenobio es el lugar de la realización diaria del "mandamiento nuevo"; es la casa y la escuela de la comunión; es el espacio en donde se sirve a los hermanos como Jesús quiso servir a los suyos (cf. Lc 22, 27). ¡Qué fuerte testimonio cristiano da una comunidad monástica cuando vive la caridad auténtica! Frente a ella, incluso los no cristianos se ven estimulados a reconocer que el Señor está siempre vivo y actúa en su pueblo.
El beato Juan vivió, además, la vida eremítica en la "compunción" y en el arrepentimiento, pero sobre todo en la escucha ininterrumpida de la Palabra y en la oración incesante, hasta llegar a ser, como dice san Nilo, un "teólogo" (cf. De oratione LX, PG 79, 1180 b), es decir, un hombre dotado de una sabiduría que no es de este mundo, sino que viene del Espíritu Santo. El testamento que el beato Juan escribió por amor a sus discípulos deseosos de tener sus últimas palabras, es una enseñanza extraordinaria sobre la búsqueda y la experiencia de Dios para cuantos anhelan llevar una auténtica vida cristiana y monástica.
6. El monje, en obediencia a la llamada del Señor, emprende el itinerario que, partiendo de la renuncia a sí mismo, llega hasta la caridad perfecta, en virtud de la cual tiene los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5): se hace manso y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), comparte el amor de Dios a todas las criaturas y ama, como dice Isaac el Sirio, incluso a los enemigos de la verdad (cf. Sermones ascetici, Collatio prima, LXXXI).
El monje, capacitado para ver el mundo con los ojos de Dios, y cada vez más configurado con Cristo, tiende al fin último para el que ha sido creado el hombre: la divinización, la participación en la vida trinitaria. Esto sólo es posible por gracia a quien, con la oración, las lágrimas de compunción y la caridad, se abre a acoger al Espíritu Santo, como recuerda otro gran monje de estas amadas tierras eslavas, Serafín de Sarov (cf. Coloquio con Motovilov III, en P. Evdokimov, Serafín de Sarov, hombre del Espíritu, Bose 1996, pp. 67-81).
7. ¡Cuántos testigos del camino de santidad han brillado en este monasterio de Rila durante su historia multisecular y en tantos otros monasterios ortodoxos! ¡Cuán grande es la deuda de gratitud de la Iglesia universal para con todos los ascetas que han sabido recordar lo "único necesario" (cf. Lc 10, 42), el destino último del hombre!
Nosotros admiramos con gratitud la valiosa tradición que los monjes orientales viven fielmente y siguen transmitiendo de generación en generación como signo auténtico del éschaton, del futuro al que Dios continúa llamando a cada hombre por medio de la fuerza íntima del Espíritu. Son signo a través de su adoración de la santísima Trinidad en la liturgia, a través de la comunión vivida en el ágape, a través de la esperanza que en su intercesión se extiende a todo hombre y a toda criatura, hasta los umbrales del infierno, como recuerda san Silvano de Athos (cf. Ieromonach Sofronij, Starec Siluan, Stavropegic Monastery of St. John the Baptist, Tolleshunt Knights by Maldon 1952 [1990], pp. 91-93).
8. Amadísimos hermanos y hermanas, todas las Iglesias ortodoxas saben que los monasterios son un patrimonio inestimable de su fe y de su cultura. ¿Qué sería Bulgaria sin el monasterio de Rila, que en los tiempos más oscuros de la historia nacional mantuvo encendida la antorcha de la fe?, ¿o Grecia sin el santo monte Athos?, ¿o Rusia sin esas innumerables moradas del Espíritu Santo que le han permitido superar el infierno de las persecuciones soviéticas? Pues bien, el Obispo de Roma está hoy aquí para deciros que también la Iglesia latina y los monjes de Occidente os agradecen vuestra existencia y vuestro testimonio.
Amadísimos monjes y monjas, ¡que Dios os bendiga! ¡Que él os confirme en la fe y en la vocación, y os haga instrumentos de comunión en su santa Iglesia y testigos de su amor en el mundo!
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