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JUAN PABLO II

HOMILÍA

Bydgoszcz, lunes 7 de junio de 1999

 

1. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 10).

Acabamos de escuchar las palabras pronunciadas por Cristo en el sermón de la Montaña. ¿A quién se refieren? En primer lugar, a Cristo mismo. Él es pobre, manso, constructor de paz, misericordioso y, también, perseguido por causa de la justicia. Esta bienaventuranza, en particular, nos pone ante los ojos los acontecimientos del Viernes santo. Cristo, condenado a muerte como un malhechor y después crucificado. En el Calvario parecía que Dios lo había abandonado, y que estaba a merced del escarnio de los hombres.

El evangelio que Cristo anunciaba afrontó entonces una prueba radical: «Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él» (Mt 27, 42); así gritaban los testigos de aquel evento. Cristo no baja de la cruz, puesto que es fiel a su Evangelio. Sufre la injusticia humana. En efecto, sólo de este modo puede justificar al hombre. Quería que ante todo se cumplieran en él las palabras del sermón de la Montaña: «Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 11-12).

Cristo es el gran profeta. En él se cumplen las profecías, porque todas se referían a él. En él, al mismo tiempo, se abre la profecía definitiva. Él es el que sufre la persecución por causa de la justicia, plenamente consciente de que precisamente esa persecución abre a la humanidad las puertas de la vida eterna. De ahora en adelante, el reino de los cielos pertenecerá a quienes crean en él.

2. Doy gracias a Dios, porque en el recorrido de mi peregrinación se encuentra Bydgoszcz, el mayor centro urbano de la archidiócesis de Gniezno. Os saludo a todos vosotros, que habéis venido para participar en esta celebración eucarística. De modo particular, saludo al arzobispo Henryk Muszynski, pastor de la Iglesia de Gniezno, que tiene su sede en Bydgoszcz y es también pastor de Bydgoszcz. Saludo asimismo a los obispos auxiliares. Expreso mi alegría por la presencia de los cardenales huéspedes: de Berlín, Colonia y Viena; del cardenal Kozlowiecki, que viene de África, y también de los cardenales, arzobispos y obispos polacos. Saludo cordialmente al metropolita de Lvov. Saludo al clero, a las personas consagradas y también a los peregrinos que han venido de otras partes de Polonia; de igual modo, saludo a quienes no pueden estar presentes en esta santa misa, especialmente a los enfermos.

Hace dos años, en Gniezno, pude dar gracias al Señor, único Dios en la santísima Trinidad, por el don de la fidelidad de san Adalberto hasta el supremo sacrificio del martirio y por los grandes frutos que produjo su muerte no sólo para nuestra patria, sino también para toda la Iglesia. Dije en aquella ocasión: «San Adalberto está siempre con nosotros. Ha permanecido en la Gniezno de los Piast y en la Iglesia universal, envuelto en la gloria del martirio. Y, desde la perspectiva del milenio, parece hablarnos hoy con las palabras de san Pablo: 'Lo que importa es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo, para que, tanto si voy a veros como si estoy ausente, oiga de vosotros que os mantenéis firmes en un mismo espíritu y lucháis acordes por la fe del Evangelio, sin dejaros intimidar en nada por los adversarios' (Flp 1, 27-28). (...) Hoy releemos, una vez más, después de mil años, este testamento de san Pablo y san Adalberto. Pedimos que sus palabras se cumplan también en nuestra generación. En efecto, se nos ha concedido en Cristo no sólo la gracia de creer en él, sino también la de sufrir por él, dado que hemos sostenido el mismo combate del que san Adalberto nos dejó testimonio (cf. Flp 1, 29-30)».

Quiero releer este mensaje a la luz de la bienaventuranza evangélica que se refiere a quienes están dispuestos a ser «perseguidos» por causa de la justicia. Esos confesores de Cristo no han faltado jamás en Polonia. Tampoco han faltado jamás en la ciudad situada a orillas del río Brda. Durante los últimos decenios de este siglo, Bydgoszcz se distinguió por el signo particular de la «persecución por causa de la justicia». En efecto, aquí, durante los primeros días de la segunda guerra mundial, los nazis llevaron a cabo las primeras ejecuciones públicas de los defensores de la ciudad. El mercado viejo de Bydgoszcz es su símbolo. Otro lugar trágico es el así llamado «Valle de la muerte», en Fordon. ¡Cómo no recordar en esta ocasión al obispo Michal Kozal, quien, antes de ser obispo auxiliar de Wloclawek, fue pastor celoso de Bydgoszcz. Murió mártir en Dachau, testimoniando su inquebrantable fidelidad a Cristo. Muchas personas vinculadas a esta ciudad y a esta tierra también murieron así en los campos de concentración. Sólo Dios conoce con precisión los lugares de su suplicio y sufrimiento. En todo caso, mi generación recuerda el así llamado domingo de Bydgoszcz del año 1939.

El Primado del milenio, el siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, supo leer con perspicacia la elocuencia de aquellos acontecimientos. Habiendo obtenido en 1973, tras muchas tentativas, que las autoridades comunistas de entonces le dieran el permiso para construir en Bydgoszcz la primera iglesia después de la segunda guerra mundial, le confirió un extraño título: «Santos mártires hermanos polacos». El Primado del milenio quería expresar de esta manera su convicción de que la tierra de Bydgoszcz, probada por la «persecución por causa de la justicia», es un lugar adecuado para dicho templo. Conmemora a todos los polacos anónimos que, a lo largo de la historia ultramilenaria del cristianismo polaco, han dado su vida por el evangelio de Cristo y por su patria, comenzando por san Adalberto. Es significativo también el hecho de que don Jerzy Popieluszko haya partido precisamente de este templo para realizar su último viaje. En esta historia se inscriben las palabras pronunciadas durante el rezo del rosario: «A vosotros se os ha concedido la gracia no sólo de creer en Cristo, sino también de padecer por él» (Flp 1, 29).

3. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia».

¿A quién más se refieren estas palabras? A muchos, a muchos hombres que, a lo largo de la historia de la humanidad, han sufrido la persecución por causa de la justicia. Sabemos que los tres primeros siglos después de Cristo se caracterizaron por persecuciones a veces terribles, especialmente bajo algunos emperadores romanos, como Nerón o Diocleciano. Y aunque terminaron con el edicto de Milán, se han renovado en diferentes épocas históricas y en numerosos lugares de la tierra.

También nuestro siglo ha escrito un gran martirologio. Yo mismo, durante mis veinte años de pontificado, he elevado a la gloria de los altares a numerosos grupos de mártires: japoneses, franceses, vietnamitas, españoles y mexicanos. ¡Y cuántos hubo durante la segunda guerra mundial y bajo el sistema totalitario comunista! Sufrían y entregaban su vida en los campos de exterminio nazis o soviéticos. Dentro de pocos días, en Varsovia, beatificaré a 108 mártires que dieron su vida por la fe en los campos de concentración. Ha llegado la hora de recordar a esas víctimas y rendirles el debido homenaje. Se trata de «mártires, con frecuencia desconocidos, casi "militi ignoti" de la gran causa de Dios», escribí en la carta apostólica Tertio millennio adveniente (n. 37). Conviene que se hable de ellos en Polonia, ya que tuvo una particular participación en este martirologio contemporáneo. Conviene que se hable de ellos en Bydgoszcz. Todos dieron testimonio de fidelidad a Cristo, a pesar de sufrimientos que nos estremecen por su crueldad. Su sangre se derramó sobre nuestra tierra y la fecundó para que diera una gran cosecha. Sigue produciendo el céntuplo en nuestra nación, que persevera con fidelidad, unida a Cristo y al Evangelio. Perseveremos sin cesar en nuestra unión con ellos. Demos gracias a Dios, porque salieron victoriosos de las pruebas: «Dios (...) como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó» (Sb 3, 6). Constituyen para nosotros un modelo por imitar. De su sangre debemos sacar fuerzas para el sacrificio de nuestra vida, que hemos de ofrecer a Dios diariamente. Son un ejemplo para nosotros, a fin de que, como ellos, demos un valiente testimonio de fidelidad a la cruz de Cristo.

4. «Bienaventurados seréis cuando [los hombres] os injurien, y os persigan (...) por mi causa» (Mt 5, 11).

A quienes lo siguen, Cristo no les promete una vida fácil. Antes bien, les anuncia que, viviendo el Evangelio, deberán convertirse en signo de contradicción. Si él mismo sufrió persecución, también deberán sufrirla sus discípulos: «Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas» (Mt 10, 17).

Queridos hermanos y hermanas, todo cristiano, unido a Cristo mediante la gracia del santo bautismo, llega a ser miembro de la Iglesia, y «ya no se pertenece a sí mismo» (cf. 1 Co 6, 19), sino a Aquel que murió y resucitó por nosotros. Desde ese momento, entra en una particular relación comunitaria con Cristo y con su Iglesia. Por tanto, tiene la obligación de profesar ante los hombres la fe recibida de Dios por mediación de la Iglesia. Como cristianos, pues, estamos llamados a dar testimonio de Cristo. A veces esto exige un gran sacrificio por parte del hombre, que debe ofrecerlo diariamente y, con frecuencia, también durante toda su vida. Esta firme perseverancia en unión con Cristo y su evangelio, y esta disponibilidad a afrontar «sufrimientos por causa de la justicia», a menudo son actos heroicos, y pueden llegar a asumir la forma de un auténtico martirio, que se realiza día a día y minuto a minuto, gota a gota en la vida del hombre, hasta el último «todo está cumplido».

Un creyente «sufre por causa de la justicia» cuando, por su fidelidad a Dios, experimenta humillaciones, ultrajes y burlas en su ambiente, y es incomprendido incluso por sus seres queridos; cuando se expone a ser contrastado, corre el riesgo de ser impopular y afronta otras consecuencias desagradables. Sin embargo, está dispuesto siempre a cualquier sacrificio, porque «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Además del martirio público, que se realiza externamente, ante los ojos de muchos, ¡con cuánta frecuencia tiene lugar el martirio escondido en la intimidad del corazón del hombre, el martirio del cuerpo y del espíritu, el martirio de nuestra vocación y de nuestra misión, el martirio de la lucha consigo mismo y de la superación de sí mismo! En la bula de convocación del gran jubileo del año 2000, Incarnationis mysterium, escribí entre otras cosas: «El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial» (n. 13).

El martirio es siempre para el hombre una prueba grande y radical. La mayor prueba del hombre, la prueba de la dignidad del hombre frente a Dios mismo. Sí, es una gran prueba para el hombre, que se realiza a los ojos de Dios, pero también a los ojos del mundo, que se ha olvidado de Dios. En esta prueba, el hombre obtiene la victoria cuando se deja sostener por la fuerza de la gracia y se convierte en su testigo elocuente.

¿No se encuentra ante esa misma prueba la madre que decide sacrificarse para salvar la vida de su hijo? ¡Cuán numerosas fueron y son estas madres heroicas en nuestra sociedad! Les agradecemos su ejemplo de amor, que no se detiene ante el supremo sacrificio.

¿No se encuentra ante este tipo de prueba un creyente que defiende el derecho a la libertad religiosa y a la libertad de conciencia? Pienso aquí en todos nuestros hermanos y hermanas que, durante las persecuciones contra la Iglesia, testimoniaron su fidelidad a Dios. Basta recordar la reciente historia de Polonia y las dificultades y persecuciones que se vieron obligados a sufrir la Iglesia en Polonia y los creyentes en Dios. Fue una gran prueba para las conciencias humanas, un auténtico martirio de la fe, que exigía confesarla ante los hombres. Fue un tiempo de prueba, a menudo muy dolorosa. Por eso considero un deber particular de nuestra generación en la Iglesia recoger todos los testimonios que hablan de quienes dieron su vida por Cristo. Nuestro siglo tiene su martirologio particular, que aún no se ha escrito íntegramente. Es necesario investigar este martirologio; hay que confirmarlo y también escribirlo, como hizo la Iglesia de los primeros siglos. El testimonio de los mártires de los primeros siglos es hoy nuestra fuerza. Pido a todos los Episcopados que dediquen la debida atención a esta causa.

Nuestro siglo XX tiene su gran martirologio en muchos países, en muchas regiones de la tierra. Mientras estamos entrando en el tercer milenio, debemos cumplir nuestro deber con respecto a quienes dieron un gran testimonio de Cristo en nuestro siglo. En muchas personas se cumplieron plenamente las palabras del libro de la Sabiduría: «Dios (...) como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó» (Sb 3, 6). Hoy queremos rendirles homenaje, porque no tuvieron miedo de afrontar dicha prueba y porque nos han mostrado el camino que hay que recorrer hacia el nuevo milenio. Son para nosotros un gran aliciente. Con su vida han demostrado que el mundo necesita este tipo de «locos de Dios», que atraviesan la tierra como Cristo, como Adalberto, Estanislao o Maximiliano María Kolbe y muchos otros. Necesita personas que tengan la valentía de amar y no retrocedan frente a ningún sacrificio, con la esperanza de que un día dé frutos abundantes.

5. «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12). Éste es el evangelio de las ocho bienaventuranzas. Todos los hombres, lejanos y cercanos, de otras naciones y compatriotas nuestros de los siglos pasados y de éste, todos los que han sido perseguidos por causa de la justicia se han unido a Cristo. Mientras estamos celebrando la Eucaristía, que actualiza el sacrificio de la cruz realizado en el Calvario, queremos asociar a él a cuantos, como Cristo, fueron perseguidos por causa de la justicia. A ellos les pertenece el reino de los cielos. Ya han recibido su recompensa de Dios.

Con la oración abrazamos también a quienes siguen estando sometidos a la prueba. Cristo les dice: «Alegraos y regocijaos», porque no sólo compartís mi sufrimiento; también compartiréis mi gloria y mi resurrección.

En verdad, «alegraos y regocijaos» todos los que estáis dispuestos a sufrir por causa de la justicia, dado que será grande vuestra recompensa en el cielo. Amén.

 



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